miércoles, 28 de julio de 2010

Trayendo Hijas al Campo: acerca de "Memorias de Antonia"

En 2004, mientras asistía en Natal a los Seminarios que dictaba Diana Wechsler, y a la par que escribía lo que luego sería Palabras Grávidas, recordé una película que se había estrenado hacía algunos años y que parecía versar sobre la Maternidad. Memorias de Antonia, tal su título, estaba repleta de embarazadas y, en su momento, había sido recibida con el aplauso unánime de la crítica. Pero, bajo una nueva mirada, el filme revelaba algunas inconsistencias de fondo, debilidades que intenté retratar en la siguiente crónica:

¿Quién que recuerde el film Memorias de Antonia atesora sus imágenes bajo el signo de la estridencia? Mucho más probable es lo contrario: la memoria suele reservarle un lugar tan apacible y calmo como el pueblito belga donde transcurre la historia. Sin embargo -si bien de modo asordinado- el film es innegablemente estridente tanto en sus afirmaciones como en sus negaciones. ¿Y qué afirma y qué niega, de un modo tan peculiar, vehemente y sereno a un tiempo, la película de Marleen Gorris? Nada menos que lo femenino y lo masculino como dos modos de estar en el mundo, modos que la biología parece definir tanto, y de un modo tan definitivo, como los más arcaicos patrones culturales que apuntalan el sometimiento. Y mientras la batalla de los géneros se desarrolla en el cambiante escenario de la vida, el Tiempo, ese implacable, discurre y espera, paciente, a que unos y otras jueguen los juegos de la vida hasta finalmente diluirse en la única danza que tiene alguna relevancia: la del Tiempo mismo. Ambas ideas, lejos de estar disociadas, se aproximan hasta imbrincarse y formar una única unidad de sentido: las mujeres conectan naturalmente con los ciclos de la vida, mientras que los hombres son los fatales disrruptores de un fluir que no están en condiciones de captar. Este cuerpo teórico se desliza, casi con espontaneidad, hacia una plegaria que es, en sí misma, un programa de acción: “no dejéis que los hombres se acerquen a vosotras más de lo estrictamente necesario, porque la pérdida de la identidad y de la conciencia acrecentada -de la que somos portadoras- estarán, entonces, a la vuelta de la esquina”. Los caricaturescos hombres de esta película cubren un espectro de patetismos que va de la torpeza lisa y llana, a la villanía y la crueldad; y aún el mejor de todos ellos -el querible Dedos Torcidos- es un monumento a la insensatez de la razón con que los hombres se empeñan en destruir la obra de la vida. Por ello, tal vez lo mejor sea usarlos con implacable sentido práctico: sementales en la edad de la procreación, o amantes en la pos-menopausia, siguen siendo chicos grandes que no destacan mayormente en un paisaje que se puebla de un linaje de mujeres cuyas expectativas, anhelos y compromisos discurren por muy otros andariveles (sabemos tanto del granjero Bas, el amante de Antonia, como de su percherón). En un panorama donde la pareja es la gran ausente, ni siquiera la maternidad parece atraerles (la única excepción es Letta, amiga y antigua cómplice de Antonia, una perpetua embarazada todoterreno que muere tras su parto número trece). Así las cosas, las sucesivas niñas de este férreo matriarcado no pasan de ser las nuevas hijas de la omnipresente Antonia, para quien ellas -llegado el momento- parecen embarazarse. ¿Y acaso no hay aquí un eco del mítico Saturno, aquel que se comía a sus propios hijos, guardándolos en su abdomen? Pero lo que en el dios era afán de perfección, en Antonia parece derivar hacia la aceptación cabal y plena de las peculiaridades que hacen de cada hija, nieta y bisnieta una persona por derecho propio. Pero, ¡ay!, se le asemejan tanto en su desdén por lo masculino -esos seres burdos que prefieren habitar la Historia en vez del Tiempo- que las diferencias si no se anulan, al menos se subsumen y queda pendiente, entonces, la posibilidad de fundar una comunidad de pares que implique un encuentro de sensibilidades, inteligencias y talentos amorosos. Es algo que Antonia y sus Memorias, lamentablemente, dejan sin resolver.
Por Carlos Semorile.

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