martes, 20 de noviembre de 2018

“El cartero siempre llama dos veces”

La primera parte de este relato ocurrió en el verano de 2016. Salíamos de casa con las bicis y nuestro vecino cartero nos saca conversación: que las gomas se desinflan solas con el frío (hace un calor africano), que las cámaras están carísimas y, acá quería llegar él, que hoy fue a comprarse zapatos y que no había un alma en la zona comercial del barrio.

Desconfío, pero lo escucho porque ya se embaló solito y ahora me habla casi al oído, como si fuésemos carbonarios en medio de una conspiración: asegura que por ahora la gente tiene plata pero dice –como si  fuese Joseph Stiglitz- que para mayo/junio la cosa se va a estancar.

Mi compañera se suma a la charla creyendo que es una conversación, pero el postman sigue con su monólogo alucinado que incluye cada vez más sombríos pronósticos a futuro y su alegría porque ahora no va a pagar impuesto a las ganancias: “El último mes cobré 16.000 pesos, y la Hija de Puta me sacó 2.400 pesos para dárselos a sus vagos”.

Le hacemos un silencio que es como un badén, y en esos segundos pienso en decirle sólo algunas de las respuestas posibles: que gana $16.000 gracias a la Hija de Puta, que su Presidente le acaba de robar la mitad de esa suma, y que los $2.400 se le van a esfumar de sus manos antes de que alcance a terminar de contarlos.

Pero el badén de silencio ha servido para que advierta que hablaba con el enemigo, y cruza la calle y se aleja raudo, avanzando presuroso hacia su propia perdición. Algunas veces lo vi repartir correspondencia en el edificio en que ambos vivimos. Sería muy triste que para mayo/junio él mismo deba entregarse el telegrama que uno nunca desea recibir.

Aquí comienza la segunda parte del relato, una escena ocurrida hace apenas instantes con los mismos personajes, pero no en la misma situación: hace un par de meses, el cartero recibió nomás su telegrama de despido.

Vuelve a verme con la bici en la puerta del edificio, y me encara casi sin preámbulos: me dice que hace un día hermoso para salir a pasear y agrega que para eso hace falta dinero, pero nadie tiene un mango “por culpa de Éste” (mi vecino tiene un temita con los nombres propios), y me habla de todas las fábricas y comercios que han cerrado, y de las que van a seguir cerrando hasta que “Éste” se vaya.

Creo que es una ocasión propicia para meter un bocadillo memorioso de otra dizque charla que mantuvimos sobre estas mismas baldosas, pero él vuelve a probarse el traje de Stiglitz y augura que aquellas fábricas, talleres y comercios reabrirán sus puertas apenas vuelva “la Otra”, a quien ahora –apenas tres años después de pensar que era una “Hija de Puta”- considera capaz de traer “las inversiones que el país necesita”.

Me parece escuchar el eco de las conversaciones que mantenían Mariano y Bernardo, pero no importa. Interesa, sí, que este hombre apesadumbrado ha comenzado a escribir una carta que contiene sus esperanzas y que hoy sería capaz de poner su rúbrica y enviársela a “la Otra”. No la menciona por su nombre, pero la sabe dispuesta.

Por Carlos Semorile.