martes, 27 de diciembre de 2011

José María Maestre, el “Marucho” de las conciencias lerdas

Pasará mucho tiempo antes de que se nos vuelva soportable la idea de la partida de “Marucho” Maestre. La muerte nos desampara de su calidez, de su bonhomía, de sus salidas mordaces y demoledoras. Nos priva de su ternura, de su charla encantadora, de su don de gente -que para todo el mundo tenía una palabra amable, y para las damas un piropo-, de su vitalidad desbordante y sus entusiastas llamados a gozar de la vida. Vamos a extrañarlo inclusive en su chinchudez, esa que en un tiempo le valió el apodo de “Comandante Broncolino”. 

Fueron, en todo caso, broncas comprensibles. A todo lo largo de su vida, Marucho estuvo transido de piedad por el semejante, por las existencias de esas almas a las que “el sistema” las priva de un destino con rostro humano. Tenía poco más de nueve años cuando repartía diarios en Puente Saavedra -había que llevar ese mango indispensable para la casa-, y era un muy joven trabajador y gremialista de Teléfonos del Estado cuando conoció los palos y las estadías mensuales en los distintos “hoteles” del estado. Luego regresaba a Ciudad Evita, donde transmitía a los más jóvenes de la barra lo que enseñaban aquellas palizas y algunos libros bien “rojos”. Lector insomne, amante de la farra y de los buenos amigos, el apasionado Marucho algunas noches tomó la pluma y bien pudo seguir los pasos de su padre, el poeta Buenaventura Luna: 

Cuando algún día me beba 
todos los sueños del tiempo, 
y mi alma ya solita 
se me vuelva puro viento, 
quiero correr por las calles 
de tu pueblo polvoriento 
para perfumar tus noches 
de olvido y de silencio. 

Yo sé que un día me iré 
más allá del horizonte, 
a beber mi último sueño 
bajo algún árbol del monte. 
Entonces, desde mi ocaso, 
volveré como un lamento 
para entregarte este canto 
hecho de amor y de viento. 

Quiero ser como la lluvia 
cuando se derrama el cielo 
para besarte en la cara, 
para dormirme en tu pelo, 
cuando algún día me beba 
todos los sueños del tiempo. 

Pero lo que perdió en folklore, lo ganó -a conciencia- en familia y calor de hogar. Junto a su compañera de todas las horas, Hilda Alvero, sufrió el exilio tras el asesinato de su hermano Juan Pablo Maestre y luego, atrapado transitoriamente en el Chile de Pinochet, vio cómo el Río Mapocho se enlutaba con los cadáveres de los militantes la Unidad Popular. A su regreso, mientras los hijos comenzaban a llegar, tuvo que seguir a salto de mata, mudándose y laburando sin asomar mucho -casi nada- la cabeza. Cuando los milicos se iban, los despidió con una frase lapidaria: “Sólo les faltó cagar en las esquinas”. 

Se entusiasmó con el primer alfonsinismo, y llegó a editar una revista tan efímera como el progresismo radical. Lo conocían, desde Tribunales a Constitución -y siempre hacia el Sur- en cada cueva donde hubiera una Offset: lo singularizaba su solidaridad y su búsqueda, a lo Diógenes, de un hombre asqueado con una realidad indignante. Desde las leyes de Impunidad en adelante, puteó de lo lindo -y parejito para todos- en concentraciones, sótanos, locales, mítines y marchas. Sabía que las plazas y los boulevares se llenan de uno en uno, y por eso mismo sentía que no podía faltar. Mejor dicho: que nadie que supiera podía ausentarse. 

Siendo niño, su padre le dio el apodo de “Marucho”, ese título con que los arrieros llaman a los muchachitos que los asisten en su trajinar. Pero José María porfió por arriar a las conciencias lerdas, a las que se quedan rumiando “mientras la tropa rumbea”. Y así anduvo, de “Marucho”, hasta que llegaron Néstor y Cristina y al fin pudo sentir, junto a tantas alegrías populares, la satisfacción del recambio. Había sido comunista toda la vida, pero no era un negado: el día que se lo cruzó a Luis D´Elía en una manifestación, lo abrazó y le dijo: “Gracias, Gordo, por parar el golpe de los garcas”. 

Lo preocupaba todavía -y desde siempre- la batalla por las mentes; decía que, colonización cultural mediante, podía llegar vendado desde el Bronx hasta la Quinta y Madison, tan luego él que jamás pisó, ni en sus peores pesadillas, el encorsetado y coercitivo suelo de los gringos. Amaba su tierra, “el aire de aquí”, sus canciones y sus inmensos poetas: Castilla, los Dávalos, Yupanqui, Antonio Esteban Agüero. De joven, había jerarquizado a Miguel Hernández por sobre Machado, pero reconocía que su viejo había ponderado mejor a ese par y que el sevillano le lleva ventaja al de Orihuela. Recitaba de memoria largos pasajes en verso o en prosa: eran gemas escogidas por su vivísima sensibilidad. Su aprecio por todo lo bello lo volvía, por momentos, un tanto exigente -a “La Novena” no había con que darle-, pero se mostraba dispuesto a que se le demostrara que el mundo seguía produciendo belleza. Necesitaba al menos creer que las epifanías todavía eran posibles, pues tenía la certeza de que esas eran las cosas que iba a extrañar cuando ya no estuviera aquí. 

Pero su ambición era otra: él deseaba, fervoroso como un cristiano en las catacumbas, que esos éxtasis fuesen para todos. La exclusión le dolía en la carne y en la sangre, y por eso mismo fue una conciencia atormentada al extremo. Como a su madre Olga Maestre, la injusticia lo agobiaba, como si ellos -que apenas si fueron unas víctimas más- hubiesen sido culpables de algo. Y no es que no supiera la diferencia: sucede que aspiraba a que nadie se creyese inocente en “el reino de este mundo”. De haber podido, le habría prendido fuego al globo para que de ese incendio naciera una vida nueva. Esa tea encendida, querido Marucho, es tu legado. El más genuinamente tuyo, y también el más apreciado.

Carlos Semorile (sobrino de Marucho Maestre).

lunes, 12 de diciembre de 2011

“Soy un proyecto colectivo” (CFK)

Casi al finalizar su discurso ante la Asamblea Legislativa, la Presidenta realizó una definición formidable al agradecer, en nombre del conjunto de hombres y mujeres que ella conduce, el apoyo recibido en las urnas: “Yo no me la creo. Yo sé que represento un proyecto colectivo, que no soy yo. Soy un proyecto colectivo..., nacional y popular…, y democrático, profundamente democrático”. Se ha resaltado, con justeza, esta última parte de la frase, en contraposición al supuesto autoritarismo de los gobiernos kirchneristas. Al llegar al tercer período consecutivo, es bueno que peleemos por las palabras y por los conceptos que ellas definen: además de nacional y popular, lo que en sí ya es bueno, este proyecto es “profundamente democrático”. Pero creo que, además, habría que acentuar el tramo que va desde la representación del proyecto colectivo, hasta la enunciación de un nudo identitario que nos atraviesa como comunidad: “Soy un proyecto colectivo”. A riesgo de ser arbitrario, pienso que en la primera afirmación -“Yo sé que represento un proyecto colectivo”- caben todas las medidas de reparación social que se tomaron del 2003 a la fecha, y lo que cada una de ellas provoca en las grandes mayorías argentinas. Al respecto, y a partir de cierto punto de recuperación, se suscita un problema (que a algunos puede parecerles menor debido a todo lo que aun falta); el asunto es: ¿cómo se describe un tiempo dichoso, una época feliz, un tiempo esperanzado en base a sólidas razones? Como antes sucediera con Néstor, las palabras de la Presidenta emocionan y conmueven, pero además nos elevan a su propia estatura de estadista. ¿Cómo se explica sino que casi todos estemos pensando en la Nación, en el Pueblo y en la Patria? Y es que, amén de la “realidad efectiva”, hay una dimensión anímica donde el verbo de Cristina va obrando esta resurrección de lo que fuera nuestro adormecido espíritu nacional. En cada disertación suya, en cada uno de sus discursos, en cada una de sus exposiciones, se va dibujando un rostro humano que recobra “la vertical de la dignidad humana”. Escuchándola, nos seguimos acercando a esta intensa toma de conciencia de todo lo argentino y, a la par, vamos quedando preñadas y preñados de realidades, de objetivos a futuro, de porvenir. De este modo, las plazas, las calles, las fábricas, los clubes, las avenidas, los teatros, las canchas y hasta las rutas se han visto colmadas por multitudes grávidas que acuden al llamado de la representación (“represento un proyecto colectivo”). Pero hay algo más. Esta espléndida gravidez popular viene asumiendo el nombre de los padres del renacido Proyecto porque intuye, o mejor, sabe, que en el alumbramiento de esta criatura se juega el ser o no ser colectivo que a todos nos alcanza. Desde los días del Bicentenario, las muchedumbres argentinas vienen resquebrajando las solemnes estampas de una identidad congelada y mustia. No es casual que Cristina le haya dedicado importantes tramos de sus alocuciones al A.D.N. del “kirchnerismo” que entronca, fuertemente, con las raíces de los movimientos nacionales y populares del siglo XX, e incluso del siglo XIX. Y ahora, en tiempos de “sintonía fina”, la Presidenta se despoja del “yo” individual y da paso a la Líder: “Soy un proyecto colectivo”. Todos los que, de un modo u otro, nos sumamos a esta felicidad compartida nos reconocemos en cada uno de los demás. Rompemos el maleficio de nuestros enemigos porque, vigorosamente, dejamos de desconocernos para asumir una identidad colectiva que construimos entre todos, y que entre todos toca defender. Las diversas banderas que nos cobijan están flameando. Hemos empezado a ser este proyecto colectivo porque ahora somos -y queremos seguir siendo- nosotros mismos.
Por Carlos Semorile.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¡Hasta siempre, montonero Cobos!

Compungidas voces republicanas acompañan el mutis parlamentario de Cleto: “Patriota de los nobles, eximio presidente en ciernes, segundo hombre civil de los argentinos, tus seguidores te dedican la del estribo: ¡Ave Julio César, los que van a poner palos al Proyecto te saludan! Vuelves al Ande, inmarcesible condorcito mendocino, y desde allí nos guiará tu estrella, la no positiva, la que no es ni la del atardecer ni es el lucero del alba”. Pero, ¡ay!, entre las doradas y ubérrimas viñas se cuela una copla maliciosa y pueblera: “La fiesta ya ha comenzao y la cosa está que arde, usté que era el más quedao se quiere adueñar del baile… Usté no es ná, no es chicha, ni limoná, se lo pasa manoseando, caramba zamba su dignidad”. “No importa, Comandante Cobos,”, lo alientan sus asesores. Y, ¿piadosos?, le auguran: “Volverás y serás la reina de la vendimia”.
Por Carlos Semorile.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Urtubey, el polkiano

El gobernador de Salta y el capo de Polka parecen compartir, desde que el primero posara junto a Marcela “de Noble” en la apertura de la Expoagro Norte, una misma mirada sobre los formidables cambios que se vienen produciendo en la sociedad argentina. Para ser más precisos: Adrián Suar dijo que le pareció “canalla” que se montara un “relato” sobre la verdadera identidad de los herederos del emporio Clarín. Dado que “El Chueco” es una suerte de socio del Monopolio, no hay demasiado espacio para sorprenderse por sus emporcamientos políticos. A primera vista, entonces, resultaría curioso que Juan Manuel Urtubey, abrumadoramente reelecto en su provincia, se subordine a los designios de los sepultureros de su propio entierro. Pero el salteño ya viene marcando la cancha con su etiqueta de buen muchacho justicialista -“no kirchnerista”-, lo cual supone cubrirse con el sagrado manto de “la doctrina”, recitar sin hesitar las “20 verdades”, y llevar en la solapa el reluciente escudito del PJ. ¿Acaso está mal bañarse, afeitarse, peinarse y usar colonia? No, inclusive Perón y Néstor lo hacían. Lo que hace ruido es el “prolijismo”, esa pretensión de hacer pasar la cáscara por el carozo, ese intento turro de que, una vez más, el movimiento se someta al partido y sus derrapadas liberales. Hace unos pocos años -pero parece que hubieran pasado siglos-, Néstor les pateó el tablero a los fariseos del templo justicialista. Los sarcófagos se abrieron, y ciertas voces clamaron a los cielos por la herejía, y hasta se apresuraron a presentar títulos de propiedad sobre “la marchita” que, por culpa de ellos, había perdido buena parte de su contenido mítico. Por problemas muy similares a estos, el inagotable Frantz Fanon señalaba que la cultura de una nación no es una “masa sedimentada de gestos puros”. En este sentido, la “tradición de los dirigentes justicialistas” no representa otra cosa que la clásica estratagema que decide momificar la cultura justo cuando los jóvenes, las mujeres, los trabajadores, las minorías, los estudiantes, etc., han resuelto modificarla en base a un renacido misticismo. Se intenta encorsetar un hecho efervescente -la cultura popular- para que, bajo el peso de unos principios inamovibles, se petrifique en un conjunto de gestos sedimentados. ¿Hay algo más parecido a este panorama de rictus mineralizados que las novelas y las series de Polka? ¿Algo que se asemeje menos a la verdad? No se trata aquí de juzgar labores actorales, sino de constatar el ínfimo grado de verosimilitud que Polka desparrama en los contenidos de sus “relatos”. Quienes tenemos unas décadas encima, no podemos dejar de advertir que la distancia que hay entre un esperanzado joven argentino y su deformado espejo polkiano, es la misma que en su momento hubo entre un militante de los años ´70 y ese buen muchacho casadero -y mejor yerno- que en su momento fuera Palito Ortega. Y la intención es la misma: que nadie se salga de la norma, que el quietismo colonice las mentes y las almas, que nada altere el “statuo quo ante bellum”; es decir: que las cosas vuelvan a ser lo que eran antes de la guerra (reiterado “leitmotiv” de los escribas de los poderes fácticos). Reitero: no sorprende que Suar tenga una mirada entrenada para los rostros y sus efectos en las pantallas. Tampoco llama la atención que, en un desbarranque típico de Lilita o De Ángeli, busque enlodar a la Presidenta juzgándola desde su sillón de director televisivo, como si ambas presidencias fueran equiparables. Lo que sí desconcierta es que no haya advertido la presencia de un nuevo postulante. Es joven, atildado, “da bien” en cámara, se expresa razonablemente, no quiere subvertir nada, le gustan el orden, los poliniños y los homenajes descafeinados al pie del gaucho y guerrillero muerto. Lo que nos asombra, Adriancito, es que todavía no lo hayas convocado a Urtubey.
Por Carlos Semorile.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

No es tan fácil ser un demagogo populista

Cada vez que el kirchenrismo ha tomado medidas a favor de los intereses populares, gorilas de todo pelaje y condición ideológica han salido a cacarear su indignación frente a medidas que ellos, liberales de amplio espectro, consideran demagógicas. En el mejor de los casos (¿?), los liberales de izquierda evalúan que las ideas no son malas en sí mismas, pero que su concreción en políticas palpables están guiadas por ese cáncer que corroe los valores republicanos: la demagogia. La última noticia que los desprevenidos ciudadanos tuvimos de estar siendo utilizados diabólicamente por las usinas prebendarias de “los K”, fue cuando los iluminados (tipo Bergman) y los pasionales (alla Binner) buscaron avivarnos que votábamos a Cristina por espurios motivos económicos. Esta verdadera “cruzada civilizatoria” se produjo luego de las PASO, y ya la sepultamos en el arrasador plebiscito del 23 de octubre. Pero conviene volver sobre este asunto porque “esto de la demagogia es un mito no perturbado, no impugnado por nadie a pesar de su notoria falsedad”. Quien así se expresaba era el historiador Salvador Ferla, para quien “la demagogia es la democracia”, pues “demagogia es el nombre que la aristocracia y las oligarquías económicas le dan a la democracia sustancial”. Para darse a entender, Ferla recurría a estos ejemplos: “En la Roma antigua tildaron de demagogos a los hermanos Gracco que propugnaban la reforma agraria. ¿Y sabe lector de qué lo acusaron formalmente a Jesucristo?... Pues de seductor, expresión equiparable a la de demagogo, pues seducir sería la finalidad de la demagogia”. “El pecado de la demagogia -seguía explicando Salvador Ferla- consiste en instituir a los humildes como finalidad de la política (…) La alianza y la convivencia entre el pueblo y el demagogo, crea inevitablemente una comunidad de intereses. El solo hecho de dirigirse al pueblo, de decirle que se lo necesita, ya constituye un compromiso. Por otra parte, la capacidad de ficción está vinculada a la personalidad de cada uno. Dorrego se disfrazaba de orillero. Rivadavia no lo habría hecho ni amenazado con un fusil. Perón daba conferencias en los sindicatos. No conozco a ningún anti-Perón capaz de hacerlo con propósitos de engaño”. Y aquí queríamos llegar, pues la intemperie en la que el macrismo abandona a los damnificados del edificio derrumbado en Montserrat, es la muestra más cabal de su imposibilidad de asumir “el compromiso de la demagogia”. ¿Qué mejor oportunidad podría presentársele al Niño Mauricio para establecer una “comunidad de intereses” con el pueblo de la ciudad? ¿Tanto le duele habilitar una partida irrelevante de “la caja” y atender las necesidades de estos vecinos desamparados? ¿No tiene siquiera un asesor que le advierta que su no asistencia, su manifiesta insolidaridad, hacen que su discurso se abisme cada vez más del Cacho y la María que tan laboriosamente edificara? Ni modo. No es tan fácil ser un demagogo, uno de esos populistas que tanto le gustan a “la gente” cuando se deja llevar de las narices por las conveniencias. Parafraseando a Cristina, podríamos decir que en el ADN del macrismo no figuran los genes indispensables para “instituir a los humildes como finalidad de la política”. No es que no se los mente, pero de mencionarlos a convocarlos hay una distancia sideral que no la salva la falsa seducción de las agencias de publicidad. La otra seducción, la de la demagogia populista, la que conquista y enamora de verdad, tiene todos los signos de una genuina “democracia sustancial”. Con ésta se construye. Con aquélla se derrumba.
Por Carlos Semorile.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El Poder del Mito

El comienzo del 2011, nos encontró a un grupo de compañeros y amigos discutiendo ardorosamente sobre el papel que, según algunos, tenía que jugar el naciente mito de Néstor Kirchner, desligándose de los gastados ritos que el peronismo hacía pesar sobre el mismo y con serio riesgo de sepultarlo prematuramente. No aclaro demasiado -¿o sí?- si digo que quienes sostenían esta posición eran los más jóvenes del grupo, aunque tampoco tan purretes como para ser encuadrados dentro de lo que en estos días se consideran como “los pibes” que se suman a la militancia -un rango que abarca, digamos, de los diez y pico a los veintitantos-. Acaso se entienda mejor -es un suponer- si cuento que desde este sector de la mesa partían los reclamos más airados hacia el gobierno, pidiéndole la profundización de los distintos aspectos del modelo y, de paso, apurar la consolidación del “Nestornauta” como nuevo mito fundante de las aspiraciones socialmente justicieras de la comunidad argentina. A los jovatos de la sobremesa, señoras y señores de entre casi cincuenta y casi setenta años, nos costaba entender que se le imputaran “gruesos errores de gestión” a una dirigencia que, al menos desde nuestra óptica, no hacía más que avanzar y contragolpear frente a obstáculos e impedimentos inmensos, poniendo tantas veces más pasión y militancia que muchos de nosotros juntos. En el corazón de esta parte del debate latía, sin disimulos, el temor a perder todo lo conquistado a lo largo de estos años y, curiosamente, los más veteranos éramos los más confiados. Pero lo más sustantivo de la discusión -que llegó a ser muy áspera aún pese al afecto que nos prodigamos-, se dio alrededor de las chances de “generar” un mito, posibilidades que los treintañeros exigían fuera motorizada desde las agencias publicitarias afines al proyecto nacional y popular. Como se comprenderá, no podemos extendernos en cada detalle de la porfía pero este punto en particular, el de “nuestras agencias” funcionando con la misma lógica que las oficinas del ultraliberal Durán Barba, casi hace saltar todo por los aires. Casi inevitablemente, surgió el nombre de Raúl Apold, aquel controvertido secretario de Prensa y Difusión del peronismo. ¿Necesitábamos de un nuevo Apold, o más bien -como alertara el padre Hernán Benítez - “cuando todo suena a Perón, es que suena Perón”? Si hacíamos las actualizaciones del caso, volvíamos al asunto de la pertinencia o no de mitologizar la figura del ex presidente Kirchner. Intento vano, decíamos algunos, argumentando que las leyes de los ciclos mitológicos no obedecen a calculadas ingenierías publicísticas. Todos, claro, habíamos estado en la Plaza el 27, el 28 y el 29 de noviembre de 2010: ¿cómo podíamos leer de modos tan disímiles aquella magnífica despedida popular, masivamente juvenil? Una de dos, sosteníamos frente a estos otros jóvenes: o el mito ya había nacido frente a nuestros propios ojos (sin olvidar su antecedente más directo: el acto del Luna Park), o lo que allí vivimos -sin dejar de ser maravilloso- pasaría ser parte de una leyenda pero sin alcanzar ya nunca estatura mítica. “¿Se puede forjar un mito?”, se pregunta Horacio González en su más reciente trabajo (“Kirchnerismo: una controversia cultural”). Sin contar ni con las herramientas ni con el bagaje teórico de este impar ensayista, venimos -desde hace ya unas cuantas líneas- dando una contundente respuesta a esa pregunta. ¿En que nos apoyamos para sostener nuestra posición por la negativa? De las definiciones del concepto de mito que conocemos, hay una que nos parece que es la que mejor define su carácter elusivo y, que a la vez, describe bastante bien el modo en que el mito funciona en casi todas las sociedades. Dice el especialista norteamericano Joseph Campbell: “El mito es el sueño colectivo, y el sueño es el mito privado”. Siguiendo este razonamiento, podríamos decir que, del mismo modo en que nadie puede predecir lo que soñará cada noche, tampoco nadie puede forjar artificialmente un sueño colectivo. Es por ello que las acusaciones de Beatriz Sarlo hacia la Presidenta y su “puesta en escena” para generar “el mito de Él” carecen, precisamente, de fundamento mítico. Los modernos alquimistas que se desempeñan en el rubro publicitario (aún suponiendo que trabajasen para el campo popular), a duras penas si manejan la argamasa de muy limitados deseos colectivos. Se dedican a anhelos de vuelo rasante, ligados al mundo del consumo fugaz, y sin poder alcanzar el alto panteón donde viven los dioses paganos de nuestras sociedades profanas. Es desde esta lógica que pueden, a lo sumo, instalar coyunturalmente las candidaturas de ciertos fulanos impresentables. La lógica del funcionamiento del pensamiento mítico se les escapa, pero -en rigor de verdad- a todos se nos escapa, ya que nadie deja de estar atravesado por el mito, y lo que pensamos y actuamos lo hacemos desde él, y a favor o en contra de él. En este sentido, puede resultar instructivo releer lo que el dictador Lanusse dijo cuando se mandó aquella famosa compadrada de que a Perón “no le daba el cuero” para regresar al país: “Perón tiene que definirse. Ineludiblemente tendrá que hacerlo. O es una realidad política, o solamente será mito. No estoy en contra del mito: aunque no me resulte agradable, evidentemente no llegó a ser un mito, a los setenta y tantos años, porque sí nomás. Pero bajo ningún punto de vista se ha de admitir que pretenda ser las dos cosas: mito y realidad. Una u otra”. Y se preguntaba con verdadera angustia: “¿Por qué los argentinos parimos ese mito tan tremendo, tan castrador que ningún otro líder pudo crecer y consolidarse como solamente él lo había hecho?”. Para colmo de sus desvelos, una nueva generación había sido receptiva al sueño colectivo peronista que era capaz de aunar “la realidad efectiva” con las aspiraciones de concluir aquella obra ya mítica de redención social que los convocaba, como antes lo había hecho con los “viejos peronistas”, aquellos descamisados hijos de Martín Fierro. Era una cosa de nunca acabar, y ahí residía el significado profundo de una memoria y de una identidad irreductible a la que Lanusse, al igual que todos sus antecesores, no vacilaba en combatir. La oligarquía argentina (entendiendo que ella era el único sector civilizado de la comunidad argentina), nunca había dejado de estar en guerra contra el pueblo argentino y su barbarie, barbarie cultural de la cual emanaban sus “mitos”, entendiendo por tales a aquellos líderes populares que demostraban ser capaces de conducirlo hacia la plenitud de sus conquistas políticas y sociales. En síntesis: la nunca demostrada -ni mucho menos ejercida- civilización de las élites, estaba y está en guerra contra la cultura de las grandes mayorías. Multitudes populares que esas mismas minorías oligárquicas sólo veían, y siguen viendo, como barbarie. Como botón de muestra ahí está la Sarlo, tomando la posta de Lanusse y haciendo burdas apelaciones a la Razón que no bastan para dar por tierra con el mito, que se las arregla bastante bien para convivir con la realidad, del mismo modo en que el sueño privado de cada uno lo hace con los elementos que nos brinda, día a día, la cotidianeidad del existir. El de Beatriz Sarlo es un claro llamado a desmantelar los mitos, a desecharlos, a “deponerlos” diría Marechal, a producir un quiebre histórico que deje inermes a las nuevas generaciones de argentinas y argentinos. Pero el Nestornauta apenas si comienza su celeste deriva por el esperanzado cielo mítico de la Patria.
Por Carlos Semorile.

domingo, 30 de octubre de 2011

Betty La Fea hacia El Corazón de las Tinieblas

El ensayista sueco Sven Lindqvist escribió hace ya tiempo un libro fundamental que, como corresponde, casi no se conoce, pese a que tenemos la fortuna de contar con una edición de la UBA disponible a un precio irrisorio. Es, creo, indispensable leerlo en estos tiempos de resurgidas y acechantes prepotencias imperiales europeas, y de renacidas y contrahechas visiones colonizadas de nosotros mismos. ¿Qué tiene de especial el libro de Lindqvist, cuyo título nos reservamos para no adelantar conclusiones? Para empezar, tiene la virtud de ser la obra de un europeo que se anima a correr la delgada capa de barniz civilizatorio con que las potencias de la vieja Europa adornan sus conquistas. Una vez descorrido el velo, aparece la animalidad más primitiva y básica que desemboca en la brutalidad y en el asesinato: “Nuestra exportación más importante -reflexiona como europeo Sven Lindqvist- era (y es, actualizamos nosotros) la violencia”. Para Lindqvist, el origen de todas las violencias imperiales está en una falaz pero inconmovible idea de superioridad: “En África, Australia y América y en todas las miles de islas de los mares del sur, viven razas inferiores. Tienen -quizás- distintos nombres y tienen entre ellos pequeñas diferencias sin importancia, pero todos ellos son, realmente, ‘negros’. ‘endemoniados negros’. ‘Los finlandeses y los vascos y todo lo que se llamen, no son tampoco para tener en cuenta, son una especie de negros europeos, condenados a desaparecer’. Los negros siguen siendo negros, más allá del color que tengan (…) Los negros no tienen ningún cañón y por lo tanto ningún derecho. Sus países son nuestros. Sus ganados y sus campos, sus miserables enseres domésticos y todo lo que poseen y tienen es nuestro, del mismo modo que sus mujeres son nuestras, para tomarlas como concubinas, castigarlas y permutarlas. Nuestras para contagiarlas con sífilis, preñarlas, maltratarlas y hacerlas sufrir ‘hasta que los más perversos de nuestros malvados las hayan convertido en algo más miserable que los animales’ (…) El hipócrita corazón británico palpita por todos, excepto por aquellos que el propio imperio británico ahoga en sangre”. Lindqvist dice que el autor de las líneas que él ha estado comentando es el aristócrata y socialista escosés R. B. Cunninghame Graham, un hombre que vivió algunos de sus años de juventud en la Argentina. “Después de una vida aventurera en Sud América, había retornado al país natal y a una carrera como político y escritor. Algunos meses después de ‘Bloddy Niggers’ (el escrito de Cunninghame que Lindqvist comenta), Graham leyó el relato Una avanzada de la civilización, y encontró un alma hermana en su crítica al imperialismo y en su asco por la hipocresía. Le escribió a Conrad y con esto se inició un intercambio epistolar, que es único en su seriedad, en su grado de confidencialidad y en su intensidad. Graham se convirtió en el más íntimo amigo de Conrad”. Tiempo después, Conrad leerá Higginson´s Dream, un relato de Graham con cuyo punto de vista se siente plenamente identificado: “Cuando las razas de color se extinguían, esto no se debía a ninguna inferioridad biológica, sino a lo que nosotros llamaríamos hoy el ‘choque cultural’; la exigencia de adaptarse inmediatamente a la singular especie de cultura occidental (el gin, la Biblia y las armas de fuego)”. El personaje de ese cuento de Graham tiene muchas similitudes con el de una novela que Conrad está a punto de escribir, El corazón de las tinieblas: “Higginson es, al igual que Kurtz, cosmopolita, ‘medio francés, medio inglés’. O sea que es, abreviando, europeo. Y al igual que Kurtz representa un Progreso que implica genocidio, una civilización cuyo mensaje es ‘Exterminad a todos los brutos’”. Y así titula Lindqvist su magnífico ensayo: “Exterminad a todos los brutos”. O a todos los salvajes, o a todos los bárbaros, dependiendo de la traducción. Este es, en definitiva, el corazón del pensamiento civilizador: todo lo que se oponga al progreso civilizatorio, será calificado de bárbaro y pasado a degüello. En las semicolonias, este esquema imperial se repite al interior de nuestras sociedades fragmentadas, y las clases acomodadas ven a las clases subalternas como “negros endemoniados más allá del color que tengan”, multitudes bárbaras opuestas a la civilización o al “republicanismo” de turno. Del mismo modo que Kurtz, los intelectuales de la derecha vernácula realizan sus incursiones hacia “el corazón de las tinieblas” peronista/kirchnerista/populista (táchese o agréguese lo que se considere necesario). Y al igual que el personaje de Conrad -luego recreado por Marlon Brando y Francis Ford Copola- se explayan en sus “impresiones” para la compañía naviera o para el diario para el que escriben o dibujan, como en el caso del “prestigioso” Hermenegildo Sábat. El resultado siempre es el mismo: una mirada denigratoria de lo que somos como Pueblo, de nuestros dirigentes políticos, sociales y sindicales (y lo mismo vale para nuestros artistas y comunicadores populares), y del lamentable destino que siempre nos espera si persistimos en abismarnos por el sendero de nuestras tozudas esperanzas comunitarias, y en la idolatría de unos hombres erróneamente devenidos en mitos (mitos que, según su mirada europea, son un atentado a la “Razón”). Beatriz Sarlo viene cada vez más seguido a visitar nuestras improvisadas fogatas nocturnales. Podemos contestarle o no hacerlo, y el autor de estas líneas piensa que hay que dosificar homeopáticamente las respuestas a sus exabruptos y a los de Sábat. En definitiva, no son ni más inteligentes ni mejores que nosotros. Lo que sí no debemos olvidar es que la pretendida civilización (que estos “boys & girls scouts” simbolizan) no ha abandonado la guerra a toda la cultura del pueblo y que, desde la suma indigna de todos sus prejuicios, están pidiendo que alguien extermine a todos los salvajes.
Por Carlos Semorile.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Tiempo de canallas

A raíz del apriete a Mike Amigorena para que abandone su representación de Héctor Magnetto en la miniserie “El Pacto”, hay una mirada que insiste en pensarlo como víctima de un poder muy superior a sus fuerzas espirituales, las cuales nunca se templaron en otra cosa que no fueran las lides actorales. Pero si nos quedamos con esta versión y pasamos rápidamente a otra cosa, nos perdemos la oportunidad de revisar algunas “verdades” instaladas, justo en el momento en que, como sociedad, venimos realizando una formidable tarea de develamiento masivo del corset mediático/ideológico que durante años nos mantuvo escépticos, apáticos y, por ende, inofensivos. Si procedemos a exculpar al actor por su arrugue estaremos, aunque no lo sepamos, convalidando la mentira que sostiene que ciertos sectores de la comunidad (llámense artistas, periodistas, o lo que sea) están -y hasta “deberían” mantenerse- excentos de las viscosidades de la vida política, particularmente de la política que no se rinde mansamente ante las corporaciones del poder real y efectivo del país. ¿Por qué aceptarían verse “salpicados” por las cambiantes vicisitudes de la “polis” quienes pretenden vivir, literalmente, fuera de esta realidad tan peliaguda que tenemos? En este punto, “Mike” no pudo ser más explícito: él no quiere estresarse. ¿Cree Amigorena que este es un derecho horizontal e igualitario, o defiende tan sólo su soberano y particularísimo acceso al relax? El asunto del procedimiento también es revelador. ¿Lo invitaron a una cena y entre varios le comieron la cabeza hasta doblegarlo? La fuente no es confiable, pero si la versión no suena tan descabellada es porque el Poder suele recurrir a estos y otros refinamientos cortesanos (como las nocturnales visitas a despachos de accesibilidad reducida). El problema que carga este relato es que nos retrocede al punto de partida, y entonces hay quienes dicen: “bueno, no todos tienen pasta o ganas de ser héroes”. No se les pide tanto, muchachos. En 1952, en plena vigilia a su comparecencia ante los comités macartistas, la dramaturga Lillian Hellman escribió lo siguiente: “Me parece imposible que un hombre ya maduro e inteligente no tenga suficiente sentido común para saber de antemano cómo actuar bajo presión. Más o menos, todos podemos adivinarlo: es algo que decidimos en nuestra niñez, cuando aún éramos muy jóvenes, y que ya desde entonces está relacionado con nuestras nociones de orgullo y dignidad”. Y para remarcar que la claudicación no era la única alternativa posible ante el macartismo, agregó: “En circunstancias especiales, bajo tortura, es natural que la gente pierda el temple y confiese. Recuerdo que Louis Aragon me contó una anécdota, que Camus me repitió en la única ocasión en que lo vi. Durante la guerra, a los miembros de la Resistencia se les ordenaba resistir la tortura física todo lo que pudieran para dar a sus compañeros la oportunidad de escapar. Pero nunca se les exigía aguantar hasta dejarse matar: ni siquiera hasta quedar lisiados. En circunstancias semejantes, confesar es lo único que puede hacerse. Eso tiene sentido. Pero las circunstancias presentes son muy distintas, aquí no se ha torturado a nadie, y no me convence esa nueva teoría de que la tortura psicológica equivale a brazos rotos o a lenguas quemadas”. Para ir concluyendo: a medida que avance la efectiva implementación de la Ley de Medios, es probable que veamos acrecentarse la lista de quienes, luego de un sushi recargado de “consejos”, decidan cobijarse bajo el amigoreneano dilema que reza: “relajación o disturbios”. No sonarán convincentes, pero actor que “se alivia” sirve para el próximo unitario.
Por Carlos Semorile.

martes, 12 de julio de 2011

A 40 años del secuestro de Juan Pablo Maestre y Mirta Misetich


Este miércoles 13 de julio de 2011 se cumplen 40 años del secuestro de Juan Pablo Maestre y su compañera Mirta Elena Misetich, dos jóvenes militantes revolucionarios. El hecho conmovió hondamente a la sociedad argentina de aquel entonces, y tuvo vastas repercusiones en la prensa nacional, donde expresaron su indignación conocidas voces de la política, del periodismo, y del ámbito de la cultura en general. La comprobación del funcionamiento de una “zona liberada” para facilitar la actuación policial puso en jaque a la dictadura de Lanusse, bajo cuya supervisión se hacían los primeros ensayos de lo que luego conoceríamos como Terrorismo de Estado.

Se repetían preguntas y escenas de la política instaurada por los civiles y militares gorilas a partir de 1955. “¿Puede desaparecer una persona?”, interpelaba en 1963 una solicitada de La Fraternidad luego de diez meses del secuestro del obrero Felipe Vallese. Una foto (tapa de Clarín del 19 de julio del 71) ilustra la vana espera de los padres de Mirta en la puerta de Olivos: Lanusse no iba a recibirlos, del mismo modo que Aramburu se negó a recibir a Susana de Ibazeta, sabiendo que pronto la convertiría en viuda (era la esposa de uno de los futuros fusilados del 56). A fines de ese mes, el jefe de policía, Cáceres Monié, le diría al padre de Mirta que su hija se hallaba con vida, “reponiéndose del shock que recibió por el episodio vivido. Le habría agregado que en los próximos días podrían producirse novedades”. Pero Mirta, cuatro décadas más tarde, permanece desaparecida (y en la misma situación se halla su hermano Antonio, científico de la CNEA, secuestrado 5 años después).

Al cadáver de Juan Pablo, fortuitamente encontrado en un zanjón de Escobar con signos de tortura, intentarían enterrarlo como NN, pero los reflejos de sus familiares y abogados lograron rescatarlo y darle humana sepultura. La “escuela francesa” de represión ilegal dio pasos decisivos en la Argentina mientras Lanusse fue comandante en jefe del ejército (cargo que retuvo siendo presidente de facto), secuestrando al abogado Néstor Martins y su ocasional cliente Conrado Zenteno, a Marcelo Verd y Sara Palacios en San Juan, e intentando lo propio con Roberto Quieto en Capital. Aún si fuera cierto que Lanusse le pidió a Videla que parase con el método de las desapariciones, él cobijó al huevo de la serpiente.

Siendo así, no es de extrañar que en los años que siguieron, los abogados del “Caso Maestre” (y de tantos otros “casos”), continuaran siendo perseguidos: dos fueron asesinados por la Triple A (Rodolfo Ortega Peña y Silvio Frondizi), tres están desaparecidos (Mario Hernández, Roberto Sinigaglia y Manuel Evequoz), y el resto debieron refugiarse o exiliarse (como Eduardo Luis Duhalde).

Escribimos los nombres de Mirta y Juan Pablo, y el de sus compañeros y amigos que hicieron las mismas o parecidas opciones políticas, y nos preguntamos cuál será hoy el modo adecuado de recordarlos, con qué palabras evocar su paso por un tramo importante de nuestra historia que sigue siendo motivo de una lucha ideológica, política y cultural que todavía busca o entender, o fustigar a los protagonistas del campo revolucionario de aquel período. ¿Hay que extenderse en explicaciones, particularmente con ellos que estuvieron en las FAR, una organización que a veces -al parecer- no se deja comprender fácilmente en su paso del guevarismo al peronismo? Y en tal caso, ¿hay que recordar a Carlos Olmedo y su concepto de “patrulla extraviada”, vertido dentro de un conocido reportaje? ¿Son palabras y nombres para iniciados o todavía le dicen algo al presente político argentino?

Un compañero de Pablo nos sugiere que “no eran de bronce ni hay que mitificarlos”, pero es este mismo compañero quien nos habla largamente sobre las cualidades intelectuales y éticas de Juan Pablo. En este punto, todos los testimonios son coincidentes: Pablo era un hombre brillante, casado con una mujer brillante, ambos con muchos destinos posibles debido justamente a sus respectivas sensibilidades e inteligencias.

Temprano lector voraz, en su adolescencia Pablo escribió y montó una obra de teatro que discurría sobre el asunto de los “deber ser” y que estaba en la onda del existencialismo francés: él mismo, vestido con un piloto y fumando, irrumpía en la escena atravesando una parte del “decorado” hecha con papeles de diario. “Juan Pablo estaba muy en contra de los ‘deber ser’, no compraba ninguno de los mandatos a la moda, no importaba del tipo que fueran y ni siquiera los que luego vinieron del lado de los militantes, como en el caso de no leer a Borges”. Para esa época, ya había participado de las luchas por "la laica o la libre", siendo uno de los promotores de la toma de su colegio. Luego, terminado el secundario, logró ingresar a la escuela de cine de La Plata -cuando eran muy poquitas las vacantes-, pero la combinación de trabajos y distancias le impidió continuar ese camino. Entre ser psicólogo o sociólogo, prefirió esto último porque, decía, “los problemas parecen ser personales pero, en definitiva, obedecen a causas sociales”.

Se mantenía trabajando en la biblioteca de la antigua Facultad de Filosofía y Letras, y fue allí donde conoció a Mirta Misetich. Un compañero de militancia, destacó a Mirta por su valor y por su piedad, y una de sus primas -con la que compartió niñez y adolescencia-, la recordó linda y risueña. A Pablo le gustaba la alegría de su compañera, y cuando lo consultaban por qué Mirta entre tantas novias, contestaba: “Yo soy muy feliz con mi gordita”. Por su último trabajo como ejecutivo de una multinacional, hay quienes se confunden y sitúan a Juan Pablo dentro de los jóvenes de la clase media que se “peronizaron” al calor de las luchas por el retorno de Juan Perón a la Argentina. Debe haber sido, en la historia de Gillette, el único gerente que cuando podía bajaba a matear con los laburantes de la caldera.

En realidad, Juan Pablo nació y se crió, desde la separación de sus padres (Olga Maestre y Eusebio Dojorti, más conocido por su seudónimo artístico: Buenaventura Luna), en un hogar muy humilde que pasó por muchas privaciones y estrecheses, aún dentro del marco del primer gobierno peronista que, pese a su formidable obra de redención social, no podía llegar a todos los hogares al mismo tiempo. Su madre lo llevaba a las grandes movilizaciones de la época, como la que reunió en Retiro a un millón de argentinos esperanzados con la nacionalización de los ferrocarriles. También acompañaba a su madre cuando intentaba verla a Eva Perón para solucionar alguna necesidad: en una de esas oportunidades, Evita tuvo un gesto de mucha ternura para con Pablo, pasándole su mano por la cabeza. (No decimos nada nuevo, ¿no? Pero es por cosas como estas -desde las nacionalizaciones hasta la cercanía física y anímica con los líderes del pueblo- que un angustiado Lanusse se preguntaba cómo era posible que la Argentina no pudiera parir otro mito y otro liderazgo distinto del de Perón).

Es decir que por origen, por formación (la permanente “docencia política" de su madre, más sus lecturas posteriores), y por su propia mirada sobre el país y sus abismales injusticias, Juan Pablo Maestre era tan peronista como lo era su madre, como lo eran y lo son algunos de sus hermanos, y como también lo fue su padre. Al igual que éste, Pablo también tuvo una veta poética y musical que en su caso dejó, al decir de quienes las escucharon y cantaron, unas pocas pero bellas canciones. Se acompañaba con la guitarra, y al entonarlas tenía un timbre de voz similar al del Daniel Viglietti de aquellos mismos años. Cuentan sus amigos que en un famoso boliche de Buenos Aires (posiblemente "La Cueva de Fanny"), Mercedes Sosa escuchó cantar a Juan Pablo uno de sus temas. “Era una canción de cuna -anterior a que apareciese la de Nicolás Guillén-, y cuya letra hablaba de un nuevo amanecer, como figura poética del hombre nuevo. La Negra se la pidió a Pablo para cantarla. Pero, por alguna razón, no pudo ser”.

El “hombre nuevo” nos remite al tema de la revolución y del socialismo, las aspiraciones más sentidas para una generación que pensaba y actuaba solidariamente, y que “a pedradas y a tiros” hacía “reaparecer” a “la política desaparecida, cuya vida había subsistido sólo de manera subterránea”. Y agrega Pilar Calveiro: “Reaparecía, además, mutada en otras formas de politización y organización. La violencia militar comenzaba a reproducirse y a encontrar respuesta, también violenta, desde otros sectores de la sociedad”. En este sentido, la pertenencia de Juan Pablo a las Fuerzas Armadas Revolucionarias también es motivo de errores. Pablo compartía el concepto de su amigo y compañero Carlos Olmedo: “Los fierros pesan, pero no piensan”.

Era esta la idea que Pablo esgrimía siempre frente a los “fierreros”, cada vez que pretendía hacerles comprender que las decisiones políticas están siempre antes y por encima que los hechos armados. ¿Se lo puede pensar entonces como un intelectual? Sí, siempre y cuando se entienda que “el campo del intelectual es la conciencia”, y que esa conciencia no es una simple elaboración abstracta y meramente especulativa. ¿Se lo puede pensar como un hombre decidido a la acción? También, siempre que se entienda que ser audaz no es lo mismo que ser temerario, y que no perdamos de vista que sabía y asumió los riesgos a los que se exponía.

A través de esta lucha, como todas las del pueblo en su conjunto, Juan Pablo buscaba la liberación nacional de un país estancado desde la derrota del 55. Creía, en resumidas cuentas, que si las famosas “condiciones objetivas” no estaban dadas, pues había que crearlas. A este concepto, durante los años de la post-dictadura, se lo ha descalificado como mero “voluntarismo”, y hasta ha servido para volver a castigar, desde el estigma, a las víctimas del Terrorismo de Estado. Se ha pasado por alto que la gran mayoría de los militantes fueron perseguidos por sus aciertos, y no por sus errores. Como dirigente, Pablo conocía bien la diferencia entre voluntad y demencia y, como cuenta una compañera, fue un jefe práctico y cálido a la vez: “En una oportunidad, me invitó a comer en un buen restaurante y me dijo que teníamos que disfrutar del vino y de la comida y de cada buena cosa que nos diera placer porque no se sabía qué podía pasar. Despreciaba a la muerte, pero a la vez era muy sensato: una vez que me mandaban a hacer algo muy arriesgado y sin trascendencia, me dijo que no lo hiciera y levantó en peso a quien me había mandado. En otra ocasión, hicimos un operativo y terminé tan estresada que no llamé: estaba en cama con las piernas agarrotadas por los nervios, no podía ni moverme. Cuando él llegó y vio el estado en el que me encontraba, no se enojó: comprendía las cosas, no juzgaba”.

En la actualidad, al impulso vital del kirchnerismo y sus profundas transformaciones estratégicas, la voluntad ha retornado por sus fueros en el bagaje místico de dirigentes y militantes (¡Nunca menos!, cantan los jóvenes, y exigen: ¡Ni un paso atrás!). Para finalizar, digamos sin solemnidad pero con certeza, que Juan Pablo, siendo un hombre como todos, fue un tipo excepcional. Si lo extrañamos tanto será por las muchas veces en que, necesitándolo, ya no lo teníamos. Será que nunca te olvidamos, como nunca olvidamos a Mirta. Será que, como tantas y tantos compatriotas, seguimos exigiendo Verdad y Justicia.

Carlos Semorile (sobrino de Juan Pablo Maestre).

jueves, 30 de junio de 2011

El Niño Mauricio en El Callejón del Beso

En la ciudad mexicana de Guanajuato existe, entre otras maravillas que la singularizan, un callejón tan estrecho en el que casi se tocan los balcones de dos casas enfrentadas. Esto ha dado pie a una leyenda que habla de dos jóvenes enamorados, la española doña Ana, hija de un hombre rico, y Carlos, un pobre minero, seguramente mestizo, que alquilaba la pieza desde cuyo balcón podía estrechar y besar a la joven. La historia, situada en la época colonial, adquiere un giro dramático porque el padre de Ana descubre a la pareja en plena franela. Si el romance continúa, este hombre intransigente jura que matará a su única hija. Ana no considera que su señor padre sea capaz de cumplir semejante promesa, y a la noche siguiente vuelve a balconear fogosamente con el osado minero. El drama se convierte en tragedia cuando, de improviso, el papá de Ana se cuela en la habitación de la muchacha y le clava una daga en la espalda. Es el final: en su agonía, el brazo de la enamorada busca el contacto con su amado, y Carlos sólo alcanza a depositar un último beso en el dorso de su mano exánime. La del Callejón del Beso tiene, como toda leyenda que se precie de tal, variantes y agregados, pero básicamente consiste en lo que hemos relatado. Pese al auge de los puntillosos manuales para viajeros que de unos cuantos años a esta parte han saturado la industria del turismo internacional, quienes visitan El Callejón del Beso se hacen narrar la historia por alguno de los niños que ofrecen su sapiencia a cambio de unas monedas. Se trata de pibes pobres, chicos y chicas sin más escuela que la de haberse aprendido un cuentito que narran a una velocidad asombrosa. A mí me lleva más tiempo escribir esto, y a usted leerlo, que a estos gurises repetir de principio a fin el metejón de doña Ana con el pobretón de Carlos (lo acabo de reconfirmar en youtube, donde una dulce niña resuelve lo esencial de la historia en menos de un minuto y cuarto). Claro, necesitan contar rápido para pasar al siguiente cliente y así juntar la mayor cantidad de dinero posible. Pero no todos los turistas son capaces de seguirles el tranco, y entonces los interrumpen a mitad de la leyenda con alguna pregunta que les quiebra la continuidad narrativa. Es un momento crítico donde se pone a prueba la voluntad del pibe, que se esfuerza por satisfacer la demanda para no perder la propina, y la paciencia de quien preguntó. ¿Por qué? Porque los niños, que sólo saben contar la historia de una manera práctica y elemental, no pueden sino recomenzar el relato desde el inicio. Es como si alguien me interrumpiera ahora, y yo volviese a escribir: “En la ciudad mexicana de Guanajuato existe…”, etcétera, etcétera, y así hasta el final que me dispongo a escribir. Ahora bien: ¿qué tiene que ver todo esto con el Niño Mauricio? Aparentemente nada. Pero resulta que hace unos días visitó un programa de televisión donde fue consultado por sus renuencias al debate franco y abierto. La conductora le dijo: “Se habla de que sólo querés debatir con Filmus en TN (…) ¿Qué opinás?”. “Opino que debatir es un buen ejercicio…”, comenzó a contestar el Niño Mauricio pero fue interrumpido por Pamela David (no por Beatriz Sarlo, ¿eh?): “¿Y por qué elegís sólo TN?”. Contrariado, el Niño Mauricio recomenzó su argumentación diciendo: “Opino que debatir es un buen ejercicio”. Y ahí me acordé de aquellos pibes de Guanajuato. Como ellos, el Niño Mauricio también está cautivo de un relato aprendido para juntar la mayor cantidad de guita en el menor tiempo posible. Sólo que esos chicos son más dignos: la leyenda del Callejón del Beso no jode a nadie.
Por Carlos Semorile.

viernes, 24 de junio de 2011

También a De Narváez “se le ha acabado el castellano”

No es que uno le haya escuchado nunca formular una idea, o desarrollar un concepto. Tampoco se le conocen sutilezas verbales que hagan pensar que, dentro de ese “envase”, vive un pensamiento político. Lo suyo, en todo caso, es la astucia, el “empaquetamiento” para encajar en el nicho social más adecuado según venga la mano en cada comicio. Después del ex presidente Uribe, debe ser el colombiano menos “chévere” que nos haya tocado conocer. Francisco de Narváez empieza y termina en el posado “envaramiento” con el que pretende “llenar” las pantallas y, al mismo tiempo, petrificar el proceso que hoy protagonizan las mayorías argentinas. Su agravio a Néstor, lo sitúa en una suerte de ciénaga pre-comunitaria, en un vacío cultural tan alarmante como abismal. ¿Qué otro lenguaje es capaz de hablar un hombre en el que se dan cita y se articulan el odio con el resentimiento? El título de un libro (“Historia del Gorilismo desde 1810”, del chubutense Javier Prado) nos da la pauta de que el problema tiene raíces tan bicentenarias como nuestros intentos emancipatorios. Dice Norberto Galasso que José Fernando de Abascal, el virrey del Perú, atacó a la Revolución de Mayo en los siguientes términos: “Los americanos son hombres destinados a vegetar en la oscuridad y el abatimiento”. Frente a la ofensa, Mariano Moreno se encargó de responderle: “El gran escollo que no ha podido vencer la resignación de nuestros émulos es que los hijos del país entren al gobierno superior de estas provincias. Sorprendidos de novedad tan extraña, creen trastornada la naturaleza misma y empeñándose en sostener nuestro abatimiento antiguo como un deber de nuestra condición provocan la guerra y el exterminio contra unos hombres que han querido aspirar al mando contra las leyes que los condenaban a perpetua obediencia (…) El español europeo que pisaba América, era noble desde su ingreso, rico a los pocos años de residencia, dueño de los empleos y con todo el ascendiente que sobre los que obedecen ejerce la prepotencia de los que mandan. (Pero) sin que sea vanagloria podemos asegurar que hombres a hombres les llevamos muchas ventajas y podemos afirmar que el gobierno antiguo nos había condenado a vegetar en la oscuridad y al abatimiento, pero como la naturaleza nos había creado para grandes cosas, hemos empezado a obrarlas, limpiando terreno de la broza de tanto mandón inerte e ignorante”. Y refiriéndose a los yerros gramaticales del absolutista Abascal: “Estos vergonzosos errores en el idioma me recuerdan el axioma con que la gente del país describe el aturdimiento de un hombre asustado del cual dicen que ‘se le ha acabado el castellano’ y no es extraño que ‘se acabe el castellano’ a quien no ve muy duradero su virreynato” (Galasso, “Mariano Moreno, el sabiecito del sur”). Esta última observación, la de los límites de un idioma que no es capaz de pensar la sociedad para la cual habla, también debería servirnos para reflexionar sobre la necesidad que una comunidad que cambia tiene de un nuevo lenguaje que dé cuenta de esas transformaciones. Hay un resto del lenguaje, el que manejan los De Narváez o los De Ángelis, que asfixia al castellano en el “piélago estéril” de los asesores de campaña. Balbucean, aturdidos, porque temen el estertor de sus privilegios de siempre. No habría ni que decirlo, pero el hijo del ex presidente Raúl Alfonsín debería saber esto. Y hay un idioma, que va de Moreno a Cristina, que es reparatorio y que genera “la comprensión de que toda miseria es una injusticia”. Tratemos, aunque más no sea, de acompañar la brillante oratoria de nuestra presidenta con las palabras de quienes nos sentimos liberados de “la oscuridad y el abatimiento”.
Por Carlos Semorile.

jueves, 26 de mayo de 2011

Betty, la fea

El paso de Beatriz Sarlo por “6-7-8” arañó, siendo generosos, lo penoso. No es esta, de manera alguna, una pena compartida. Hay que decirlo de una vez por todas: a los Lanata, a las Sarlo, a los Sabat, no les importa un carajo que millones de argentinos pensemos distinto, y nos permitamos la esperanza y hasta, ya pasados de rosca, nos demos el lujo de creer. “La desconfianza -escribió Raúl Scalabrini Ortiz- es el estado afectivo más pernicioso para el hombre”. No lo dudemos ni un segundo: el negocio de estos “escribas” del sistema consiste en derramar baldes de bosta sobre el pueblo argentino. Buscan exterminar cualquier atisbo de autoestima comunitaria para vencernos -como también decía Scalabrini-, por “la extenuación, la desesperanza y la humillación espiritual”. Se trata de un claro llamado a desmantelar nuestros mitos, a desecharlos, y a producir un quiebre histórico que deje inermes a las nuevas generaciones de argentinas y argentinos. Si antes le tenían miedo al Néstor vivo, ahora le tienen pánico al “Néstornauta” que se ha arraigado en el corazón de la militancia. Y en el caso particular de Sarlo, ha demostrado que de la soberbia tampoco se vuelve. No puedo dejar de entrelazar estas líneas con el emotivo llamado que hiciera Roberto Caballero (director de Tiempo Argentino) para que “la historia la ganen los que escriben” la verdadera historia de este país. Lo menciono especialmente porque estoy convencido de que no nos asiste más el derecho a reproducir visiones colonizadas de nosotros mismos.
Por Carlos Semorile.

miércoles, 2 de marzo de 2011

El Sexenio de Nuestros Bicentenarios y el Derrumbe de los Negacionismos

Los argentinos vivimos días de una intensidad formidable, bienvenida para las mayorías, atemorizante para unos pocos. Puede pensarse que el año electoral es el nervio oculto de nuestras ansiedades, la traviesa fuente de las adrenalinas desatadas o por desatarse. Las expectativas, los deseos, y hasta los sueños de millones de compatriotas se expresarán en octubre en una jornada que entrará en la historia. Sin renunciar a la lucha, confiemos. Demos por descontada la ratificación del rumbo que nos ha sacado de la postración y el abatimiento. Los que hoy están de pie no van a rendirse al palabrerío hueco, abstracto y sin espíritu de los mercaderes de nuestro patrimonio social y cultural. Confiemos, pues, sin renunciar a la lucha. Porque la pelea se prolongará más allá del triunfo de octubre, y nos seguirá llevando hacia el denso y muchas veces oscuro drama de cada día. Seguiremos inmersos en esta magnífica batalla cultural que reclama todo de todos, en un esfuerzo descomunal que -si pudiésemos verlo con perspectiva histórica- nos daría la exacta dimensión de nuestra valía, de lo que somos y de lo que aún podemos ser. Hete aquí el formidable despliegue de intensidades políticas en el que estamos jugados al menos tres generaciones que luchan por su redención. Si hemos de bucear en el origen de nuestras ansias que vacilan entre el temor y la esperanza, habrá que remontarse hasta el escondido pliegue en donde anida todo lo malamente inculcado y aprendido. Aunque los hechos están a la vista, hay que saber mirarlos. Una machacante propaganda de desánimo se interpone entre la realidad -sustantivamente mejorada- y el alma atónita de quienes quieren creer pero todavía no se animan. Ese es el núcleo duro al que no llegan las estadísticas, ni se deja impresionar por las realidades más contundentes e irrefutables. Sobre esa argamasa de “incredulidad mezquina” trabaja el negacionismo de los exclusivistas, de los dueños de la avaricia. ¿Qué es el “negacionismo”? Técnicamente, consiste en difuminar la verdad de todo un período social hasta lograr borrar los crímenes históricos de la memoria colectiva. Sus exponentes modernos han sido los negacionistas del Holocausto, y antes los del Genocidio Armenio. No precisamos irnos tan lejos pues aquí los conocemos de sobra, y en los juicios por los crímenes de lesa humanidad se les escucha lamentarse de haber ganado la batalla de las armas y haber perdido la guerra cultural. Efectivamente: si deben sentarse frente a tribunales imparciales, ello ocurre porque no pudieron derrotar las reservas de memoria y coraje de vastos sectores de la sociedad argentina. Hoy están abandonados a su suerte por quienes usufructuaron sus servicios, o sea las mismas clases acomodadas que defienden, negacionismo mediante, sus enormes privilegios. Es negacionista el terrateniente sojero que esconde el crimen de la trata, y también lo es la empresaria textil que terceriza la confección de sus prendas en infectos talleres donde se pudren gentes de nacionalidades y colores que detesta. Las inspecciones de los organismos oficiales registran abundantemente la esclavitud y el sometimiento, pero ellos seguirán negando que “había un olvido tan grande de sus personas, de su necesidad, de su pobreza”, que “había un olvido tan grande casi de su biología”. También abrevan en las aguas del negacionismo las empresas de todo tipo que no le brindan la protección adecuada a sus trabajadores, las que les pagan en negro y/o no realizan los aportes jubilatorios de sus empleados. Cometen un crimen que se cobra vidas, y que se traga el capital que los humildes ganaron con el sudor de su frente. Pero la oligarquía se amucha en poderosas cámaras empresariales, y desde allí niegan que los aumentos de precios tengan por objeto maximizar sus ganancias y desbaratar los aumentos del salario mínimo. Por su parte, los exportadores agrícolas y ganaderos continúan y continuarán negando que sea criminal exportar las proteínas que necesita el pueblo argentino. Todos ellos, grandes ruralistas, industriales de peso, colosales exportadores y especuladores de toda calaña, necesitan y han encontrado socios impensados que también contribuyen a sus atropellos. Estos actores subalternos (entre ellos algunos sindicalistas y medianos productores agrícolas), cooperan con la fábula negacionista, más que como socios, como partícipes necesarios de una estafa mayúscula a sus representados. Pero estos poderosos no han ganado una elección en su vida, y allá va la oposición servil a poner la jeta con la ilusión intacta en el eterno retorno del neoliberalismo. Tampoco alcanza: el fantasma del helicóptero rampante espanta hasta al más crédulo. Aparece aquí, por fin, el aparato mediático que ha construido y mantenido en pie todo el andamiaje del negacionismo, empezando por sus propios delitos que forman parte del genocidio de los argentinos. Este monopolio de los medios se basa en la negación de que su existencia misma representa la imposibilidad de reconocernos en nuestra pluralidad. Es como vivir en una casa que en lugar de espejos tiene pósters y, entonces, en vez de saber quiénes somos, nos obligan a tratar de “igualarnos” a lo que se supone es un ideal superior. Si en plano personal “no hay deseo más doloroso que el de ser diferentes de quienes en realidad somos”, no es tan distinto en el plano colectivo. Y es ciertamente un crimen comunitario (negado siempre por todos los negacionistas) el intentar apartarnos de nuestra matriz cultural mestiza. Acaso los festejos del Bicentenario hayan significado un primer golpe de gracia para los dispositivos que formatean la sumisión y el menoscabo de todo lo propio en beneficio de lo ajeno. Aquella fiesta maravillosa nos acercó a sentir lo que en realidad somos cuando somos nosotros mismos, cuando nos reconocemos en nuestra historia olvidada, cuando apelamos a nuestros propios recursos, cuando actualizamos las potencialidades que nos adormecieron adrede. Pero es preciso asumir que estamos viviendo el Sexenio de Nuestros Bicentenarios, que en 2013 deberíamos celebrar el Bicentenario de la Asamblea del Año XIII sin esclavitud de ninguna índole, y que en 2016 tendríamos que festejar el Bicentenario de la Declaración de Independencia libres de toda sujeción a los intereses de las potencias extranjeras. El derrumbe del negacionismo, de todos los negacionismos históricos y presentes, bien podría ser el legado del Sexenio de los Bicentenarios. Porque -como dijo Cristina ante la Asamblea Legislativa- “estamos en la etapa de la construcción de certezas”, y necesitamos que junto a las represas, los gasoductos, las centrales nucleares y eléctricas, los caminos, los parques industriales, las fábricas, los talleres, el empleo, la salud, la educación y la reparación de cada injusticia, todas ellas certezas fácticas, conquistemos también la plenitud de nuestras certezas espirituales, tales como el derecho a la esperanza y a la fe en los hombres y mujeres de la Patria. Hemos salido de la mentidera del inculcado autodesagrado argentino y podemos -y debemos- sentirnos orgullosos del país que entre todos vamos construyendo, esta vez sí, para todos.
Por Carlos Semorile

miércoles, 16 de febrero de 2011

El Derrumbe del Negacionismo

“¿Quién se acuerda hoy de los armenios?”. La frase que Hitler usó para convencer a los quisquillosos y empezar de una vez el Holocausto, sólo fue posible porque el Estado Turco se negó sistemáticamente -y se niega todavía- a reconocer el Genocidio del pueblo armenio. En sentido contrario, los sobrevivientes y las generaciones subsiguientes aportaron tal volumen de prueba contundente y documentada que la evidencia hizo posible “el derrumbe del negacionismo”. O sea: la estrepitosa caída del “Gran Silencio” en derredor de los hechos crudos, irrefutables. En la Argentina sabemos de qué se trata pues aquí también fue necesario enlazar coraje y memoria para doblegar el “negacionismo” de quienes perpetraron un genocidio político, que también fue económico, social y cultural. Así las cosas, y merced a los avances e impedimentos que todos conocemos, llegamos al verano de 2011 con nuevos juicios a los responsables del Terrorismo de Estado, y con compatriotas esclavizados por un empresariado que asienta sus reales en una pregunta parecida a esta: “¿Quién se acuerda hoy de los santiagueños?” Reformulémosla y hagámosla nuestra: “¿Quién se acuerda hoy de los argentinos -y de quienes viven y laboran bajo nuestro cielo-?” En primer lugar, el Estado Argentino que lleva adelante una política de reparación de un daño que lastima la idea misma del vivir en comunidad. En segundo lugar, un periodismo digno de su mejor tradición social que también trabaja para documentar la perdurabilidad del genocidio económico, del genocidio social. En tercer lugar, todos los que desde cualquier lugar y posición sean capaces de levantar un tribunal implacable con el negacionismo de los Biolcatti, los Miguens, los Magnetto, los Morales Solá, los Olmedo, los Awada, los Duhalde y los Venegas. Una primera capa negacionista parece a punto de romperse: el “Gran Silencio” se ha resquebrajado y cada uno de estos miserables corre a sumar su bolsita de bosta para que este muro no ceda. Ya es tarde: el mismo reinado de lo virtual en el que ellos se mueven tan orondos, pone en circulación esas irrefutables imágenes que encogen los corazones. ¿Se le puede llamar “trabajo” a tamaña indignidad y ultraje? Sí, los negacionistas todo lo pueden: del mismo modo en que el Estado Turco reconoce la existencia de matanzas pero no un plan de exterminio, nuestros “buenos muchachos” ya han comenzado a desplegar toda una batería de argumentos falaces, de mentiras seculares, de racismo mal disimulado, y regresan a mojar las barbas -y los discursos- en el credo civilizatorio que reza: “Exterminad a todos los bárbaros, a todos los salvajes, a todos los brutos” (pero, mientras duren, que levanten la cosecha). El posible derrumbe del negacionismo los pone muy nerviosos, casi histéricos, pero haríamos muy mal si subestimáramos su capacidad de presentar batalla en el terreno cultural. Allí es donde va a dirimirse la posibilidad de que los frutos de nuestra tierra alimenten, den trabajo, y le permitan erguirse verticales y soñar a cada uno de los hijos del país argentino. Hay que desmontar todavía una selva de complicidades, de sociedades ilícitas, de sociedades licitas pero cuyas prácticas son inmorales, de pactos inconfesables, de argucias técnicas y trabas procesales. Hachemos rápido el último pilar de esta infamia. El Bicentenario de la Asamblea del Año XIII nos debe encontrar celebrando el fin de toda esclavitud en “la plaza de nuestras libertades”.
Por Carlos Semorile.