viernes, 30 de enero de 2015

Por un Molière criollo



Intentando comprender la demora en la formación de una conciencia nacional en ciertos sectores de nuestra comunidad, Salvador Ferla afirmaba que a los inmigrantes “los argentinizaba -valga el ejemplo- el circo de los Podestá, y los desargentinizaban las universidades”. El acceso al “mundo culto” operaba un desvío del país y su realidad concreta, y los “elevaba” a un parnaso idealista, un laberinto de espejos denigrantes. El problema se mantuvo a lo largo del tiempo, y hoy retorna bajo las aspiraciones de las clases medias que quisieran ser cualquier cosa menos argentinas. Les asquea lo popular –que en definitiva es lo nacional-, y admiran todo aquello que pueda expresarse bajo otras lenguas, desde halloween al baby shower. Lo expresan incluso en sus estrafalarias manifestaciones, en las que portan carteles para ser leídos en París o Marsella: “Je suis la lagañe” (como dice en joda el Negro Fontova).

El extravío es tan enorme que, monitoreados por las grandes conglomerados comunicacionales, ya no saben distinguir un asado de una barbacoa, ni muchos menos un sainete de una desventura. Mejor dicho: no son capaces de distinguir quiénes son aquellos “dirigentes” –es muy generoso llamarles así- que trastocan las más elementales reglas del sentido común, y bastardean una tragedia hasta convertirla en un vodevil. Al mismo tiempo, se produce la pérdida del sentido de los acontecimientos, y entonces ya no es posible advertir la dimensión política que tiene toda vida en sociedad. Quedan atrapados en la madeja pre-política de anécdotas y chismorreos, y así son presas fáciles de la histeria y de la crispación de las voces que llaman a derrocar al gobierno. Si tuviésemos un Molière criollo ya hubiese pintado el arquetipo de la Diputada Zumuva –como la llama César De Lellis-, o de la Archinotera Decibeles.

Pero no lo tenemos, y eso se debe en gran medida a lo que decíamos antes: cada vez que un futuro guionista, cineasta, dramaturgo o novelista toma contacto con las áureas alturas del parnaso cultural, se vuelve sofisticado y engrupido, y en vez de estar firmemente asentado en el suelo de su tierra para contar nuestras historias, se cree llamado a protagonizar las galas de las “grandes ligas” –otro invento para la gilada-. Y cuando hablo de nuestra tierra, no pretendo que vuelvan a escribir y filmar “La guerra gaucha” –que ya está contada-, sino que no dejen de narrar las grandes encrucijadas nacionales que están ahí, a la mano, en espera: desde Papel Prensa hasta el dudoso suicidio de un fiscal de un Poder Judicial viciado en sus entrañas. Somos muchos los que estamos hasta el moño del chiquitaje de las viudas de los countrys y de los relatos que toman como modelo un cine que estetiza y naturaliza la violencia.

(Termino estas líneas recomendando con vehemencia las ficciones -y también los documentales- que se pueden ver en Acua Federal, canal de la Televisión Digital Abierta. Con sus más y sus menos, dicho canal cumple con su consigna “Argentinos cuentan Argentina”, y así es posible ver otros paisajes, conocer otras historias y, fundamental, escuchar otros acentos argentinos. Esa riqueza que somos se asoma en Acua Federal, sin que nadie te grite ni te rete).

Por Carlos Semorile.

lunes, 26 de enero de 2015

Choripanes en el ágora



En febrero de 2012, el célebre músico griego Mikis Theodorakis decía en una manifestación contra la Troika: “Existe una conspiración internacional cuyo objetivo es darle a mi país el golpe de gracia. El asalto se inició en 1975 contra la cultura griega moderna; luego continuó con la descomposición de nuestra historia reciente y nuestra identidad nacional y, ahora, trata de exterminarnos físicamente con el desempleo, el hambre y la miseria. Si los griegos no se sublevan para detenerlos, el riesgo de extinción de Grecia es real”. Si se lee con atención el fragmento, salta a la vista que Theodorakis pone en un mismo plano los componentes espirituales y materiales de la comunidad griega (pero jerarquizando la raíz cultural de una nación): sólo desmembrados los primeros, se hizo posible que la Troika avanzara sobre los segundos. Hasta ayer, los griegos estaban condenados al abatimiento espiritual y la pobreza material.

Por eso mismo, es muy emocionante asistir -aunque sea a la distancia- al épico triunfo de Syriza. Superando la postración y el miedo, el pueblo griego ha ungido a Alexis Tsipras para que bajo su conducción sea posible recobrar la humana esperanza en el porvenir. Desde aquí, se hace muy difícil saber si este renacimiento tuvo antecedentes culturales que anticiparan la recuperación de la dignidad perdida durante la noche neoliberal. Lo que parece evidente es que, al igual que en los procesos latinoamericanos en los que Syriza busca espejarse de modo virtuoso, los griegos también han rescatado la política como suprema herramienta de transformación. Tienen galones para hacerlo: ellos inventaron algunas de sus formas más perdurables. Pero no son necios y admiran nuestra experiencia de formidables reparaciones sociales. El fantasma kirchnerista recorre el sur de la vieja Europa. Salud y coraje, hermanos griegos!

Por Carlos Semorile.

sábado, 24 de enero de 2015

Escarabajocefalia



Ay, Pepe! Justo tú hablando de “ponerse las pilas”. ¿Con qué necesidad, vo´? ¿Son tan distintos los códigos de la militancia “al otro lado del río”? ¿Tanto peluquero ´e rancho para terminar diciendo huevadas? Al final, tenía razón Galeano: “Si el pelo fuera importante, estaría dentro de la cabeza, y no afuera”. Hacenos un favor, Pepe: dejá de querernos tanto. Porque el tuyo, como el de la Conferencia Episcopal, es un cariño malsano. Es evidente que las ojotas y el escarabajo son un modo de plantarse frente al consumismo desenfrenado. Una manera legítima pero extrema. El problema con esa “iconografía Mujica” es que -al igual que el consignismo vacío del trotskista o del progre liberal- obtura la posibilidad de pensar los problemas reales de naciones como Brasil, Venezuela o la Argentina, que necesitan y deben salir del “primitivismo agropecuario” por la vía de la industrialización, la sustitución de importaciones y el pleno empleo.

Además, hay un tema cultural nada desdeñable. De este lado del charco, como plantea Daniel Santoro, “el problema del peronismo no es la lucha de clases, es la democratización del goce. Para el capitalismo es un problema mucho más grave este que la dictadura del proletariado de cualquier partido trotskista. Es que el problema se le hace más grave porque es un uso contranatura porque el capitalismo no está pensado para el goce democrático. Forzar el goce democrático es una de las afrentas más grandes que se pueda hacer al sistema capitalista en su conjunto. Es una bomba de profundidad en su núcleo, porque no se está renunciando al goce. El deseo capitalista se lo lleva al paroxismo de esta manera. Entonces ahí habría que pensar: por qué el revulsivo que provoca el peronismo”. Esta es, entonces, la gran encrucijada. Y Pepe Mujica no es un problema argentino. La escarabajocefalia sí lo es.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 21 de enero de 2015

Nirvana



Por mis ya lejanas lecturas esotéricas, creía que el ascenso a las cumbres del nirvana implicaba años de ascetismo, una conducta impecable y, al fin, la ausencia de todo deseo. Se ve que no entendí un pomo porque veo dos clases de gente que alcanzaron ese estado, y lo han hecho sin mover una sola molécula de sus integridades. Unos están parados graciosamente en el justo medio de la batalla y, urbi et orbi, nos aconsejan “a todos” que depongamos nuestros resentimientos. Cosa curiosa: jamás supe que “el ascendido” estuviese impedido de distinguir el amor del odio. Los de la otra clase, se han clavado una dosis insalubre de mentiras y así, sin mover el dial, han arribado a un gaseoso éxtasis de sabiduría, prudencia y –esto es “lo más”- profusos conocimientos de la sintaxis de la lengua gala. El nirvana de unos y otros es harto vaporoso. Ustedes definan cuál de los dos grupos está más en pedo.

Por Carlos Semorile.

Lo sacro



Cuando ni la Sociología ni los entreveros del amor me brindaban respuestas, me topé con la Astrología y fue un romance apasionado que tuvo impensadas derivaciones. Al principio, fue una aventura que encaramos junto a la esposa de un gran amigo tomando clases en la zona de Congreso, en la escuela más “tradicional” del medio. Tal vez fue el exceso de matemáticas, tal vez fue el hecho de que ya sabíamos ubicar a los planetas en el zodíaco, pero lo cierto es que de un día para el otro mi amiga plantó el estudio. Para ir entrando en tema, podríamos traducir esa situación al lenguaje astrológico y decir que ella actuó siguiendo un acuariano impulso de disruptividad. Por mi parte, como buen capricorniano, trepé la montaña del sacrificio en jornadas de astronomía aplicada y de aquellos arduos cálculos matemáticos de la era previa a los programas de ordenador que “te sacan” una carta en cuestión de segundos.

Estudiando allí tuve la fortuna -evitemos por ahora la temida palabrita: “destino”- de que una compañera me propusiera pegar el salto hacia Casa XI. Su insistencia rindió frutos y, tal como ella me vaticinara, el ingreso al centro fundado y dirigido por Eugenio Carutti tuvo más de ruptura que de continuidad. Debido a su formación como antropólogo, y al hecho de haber mamado la disciplina desde niño (por su madre astróloga), la mirada y el abordaje de Eugenio sobre la Astrología era y es por completo impar. Ya no se trataba de adivinar, muertos de miedo y ansiedad, qué amargos tragos nos tienen reservados los astros sino de aprender un lenguaje simbólico a partir del cual es posible hacer una reflexión –ahora sí- acerca del Destino. Así enfocado,  “hacer Astrología” implica estudiar un idioma arcaico pero, aún así, capaz de brindar herramientas para ver aquello que desconocemos de nosotros mismos.

Más de una se estará preguntando en qué difiere esto de una buena terapia laburada a fondo. La respuesta es que no hay demasiadas diferencias, salvo tal vez una cuestión de ritmos: la carta natal permite, de una sola mirada, conocer el mismo entramado oculto que el terapeuta irá develando en el desarrollo de las sesiones. Debido a esta concordancia, tuvimos muchas compañeras y compañeros que venían del más variado follaje de todas las ramas del muy frondosito árbol “psi”. En su polémica con Freud, claro, se alineaban del lado de Jung, quien por otra parte era muy citado en la bibliografía astrológica. Para sorpresa de muchos, esa biblioteca existe y tiene obras y autores insoslayables: Arroyo, Sasportas, el propio Carutti, los bellos trabajos de Liz Greene. Y como los libros llevan a los libros, también leíamos con devoción a Joseph Campbell, un capo en el campo de la mitología, esa disciplina hermana.

Se armaban grupos de estudio de los textos, y así llegamos a Johan Huizinga, a Rudolf Otto, al Gershom Scholem que tanto interesara a Borges, y a Ken Wilber y su “espectro de la conciencia”, que en definitiva era “el tema” superlativo y omnipresente. Al abrigo de este juego de luces y sombras que toda conciencia lleva adelante, nuestras conversaciones se iban sofisticando para el lado de la jerga y cualquier visitante externo al bar de Casa XI pasaba por la incómoda situación de escuchar a un grupo de chiflados que le daba entidad a melifluas influencias astrales. Pero las charlas derivaban también hacia el lado de la juerga y, ante cualquier nueva carta natal, se oía un clamor: “Pooobreee!!!”. Era un modo de bajarle el tono a la propia conmiseración que luego iba a aparecer cuando, buscando equivalencias, cotejáramos esas energías con las propias, llevados todavía por el instintivo miedo al Destino.

¿Tanto estudio y tantas lecturas sobre el asunto para continuar temiéndole al susodicho como si fuésemos neófitos? Lo que sucede es que Eugenio no formaba astrólogas ni astrólogos sino que, por el contrario, en forma permanente cuestionaba el lugar y la figura del augur como aquel que “sabe del Destino” y –fantasía suprema- puede manejarlo a su antojo. Como ya se dijo, estudiar con Carutti implicaba un cambio de paradigma: en principio, una forma de mirar el fenómeno energético actuante por detrás de las anécdotas, y más adelante una investigación sobre los arquetipos, necesarios para condensar ideas pero cuya cristalización en formas fijas impide la fluidez de la conciencia. Por todo ello, éramos serios y poco parecidos a la imagen de las adivinas mediáticas. Pero además porque nos reíamos mucho en las clases, en el bar, en las fiestas, y hasta jugando al fútbol con Los Desamparados del Mandala.

Dicho todo lo anterior (en lo cual, espero, se lea un cariño perdurable), he de decir también que la mirada astrológica sobre los hechos políticos y sociales nunca me terminó de cerrar, del mismo modo -barrunto- que a un terapeuta politizado, por freudiano que sea, no le alcanza con “La psicología de las masas”. Tampoco entendí nunca que tantas compañeras empeñadas en llevar adelante transformaciones radicales en sus propias vidas, y asimismo dispuestas a que otros también pudiesen realizarlas, fuesen conservadoras –y algo peor- en la política. La gota que colmó mi vaso fue cuando en plena clase de arquetipos se la agarraron en masa con una socióloga que planteó algunas dudas e inquietudes sobre el trabajo que veníamos realizando: lo absurdo es que ella había sido invitada ex profeso para probar la coherencia de nuestras hipótesis. Al final del círculo, volvía a ser reclamado desde lo social y lo político.

Siendo franco, todavía no sé cómo se compatibilizan ambos mundos, si es que compatibilizarse pueden. Quien más lejos ha llevado esta reflexión es el mencionado Ken Wilber, planteando que el nivel más alto de conciencia lo alcanza aquel que es capaz de elevarse desde sus propias sombras hasta llegar al espectro de la Política. En su noción más genuina, es este el ámbito de la verdadera trascendencia. Para mis ex compañeros de Astrología no tiene ni pies ni cabeza esto que aquí afirmo, como de seguro no lo tiene que piense que un lugar tan singular y creativo como Casa XI sólo puede darse bajo el cielo argentino. Pero entonces recuerdo a Liz Greene cuando rescataba aquella idea griega de que cada quien escucha el llamado de un dios o una diosa, y a él o a ella consagra su vida. Y, venusinamente, pienso que es una pena que otras lecturas sobre el Destino no hayan sido leídas en Casa XI.

Lo sagrado, en su sentido más irreductible, debería ser el respeto a esa consagración particular –y/o colectiva- que cada quien elige hacer cuando se siente convocado hacia lo sublime. La horizontalidad de las deidades griegas expresaba, en lenguaje simbólico, que existen jerarquías pero no superioridades. La conciencia de la diferencia, y el respeto a esos dioses ajenos que iluminan las vidas de los otros. Con sus luces y sus sombras.

Por Carlos Semorile.

viernes, 9 de enero de 2015

Súper Sociólogo vs. La Bestia Pop



Corría 1988, dejaba atrás un año sabático en los estudios y el regreso a “Marcelo T.” fue durísimo: los claustros de sociología eran hartos más soporíferos en la realidad que en mis peores remembranzas. De tamaño tedio vino a salvarme el generoso convite del Flaco Tiscornia: “Hay un tipo en Pensamiento Social Latinoamericano que no sabés lo que es”. Yo no tenía suficientes materias cursadas para anotarme en esa cátedra, pero fui por la libre y terminé agradeciéndole al Flaco: las clases del profesor González eran una maravilla. Mejor dicho: Horacio González era –es- un dialoguista exquisito que conversaba con los cientistas sociales pero también con lo mejor de la literatura, un ensayista que escribía en el aire mientras procuraba que siguiéramos el hilo de un pensamiento, acaso de una ocurrencia. “¿Se entiende lo que digo?”. “Sí, más o menos”, le respondíamos a coro y él reía y proseguía.

En una sede saturada desde siempre, causaba asombro que los alumnos de PSL ocupásemos buena parte de la escalera haciendo la cola para entrar al aula asignada. También lo hacían los estudiantes de Oscar Landi, quienes ocupaban el salón contiguo y, cuando ya todos estábamos ubicados,  Landi y González porfiaban por “quién había metido más gente”. Entonces, en manada, ellos nos “visitaban” a nosotros y luego nosotros a ellos, y entre burlas y rechiflas cada grupo se declaraba ganador de la fingida competencia. Durante la cursada, era habitual la presencia de un muchacho cobijado en su campera de cuero negro: el joven Fito Páez. Era la época inmediatamente posterior a “Ciudad de pobres corazones” y, tal vez debido a ello, nadie molestaba al célebre rosarino. Ese mismo año, salió un libro de conversaciones entre Horacio y Fito que llevó por título “Napoleón y su tremendamente emperatriz”.

Pudo haber sido mi primera lectura de González en papel, pero no lo compré a tiempo y luego ya fue imposible encontrar un ejemplar. De todos modos, no importaba demasiado porque Horacio era el profe más accesible de toda la academia. Antes de la hora de clase, estábamos convocados por él a conversar en el café de Azcuénaga y Marcelo T. –el de la mano de enfrente a la facu, obvio-, y luego del claustro seguía brindándose entero. Si alguna cosa me hace ver con cariño esa entrada tan espantosa de Sociales, es el recuerdo de esas charlas donde el fervor docente de González se extendía por todos los terrenos, de la política a las letras, de la historia al cine. Hacía poco se había estrenado “Sur" y, ante nuestra requisitoria, Horacio nos desasnaba sobre quién era quién en “la mesa de los sueños” de la peli de Solanas. A tono con la tragedia argentina, aquella era una clase susurrada al filo de la medianoche.

Algo cambió en la consideración de las autoridades, y tiempo después las clases eran en un aula acorde a la convocatoria de González y sus adjuntos, un grupo de brillantes profesores… y titiriteros. Los muñecos intervenían los discursos y, en clave farsesca, ponían en aprietos a los disertantes. El más llamativo de todos era “La Bestia Pop”, un muñecote gigante que era la viva estampa del Menem de las privatizaciones. Con sorna, con el desprecio de los ganadores, pero también con arengas robadas del período más rico del peronismo primigenio, La Bestia Pop era un contrincante de cuidado. Su oponente era un perrito minúsculo y desvalido, vestido con una capa en la que llevaba pintada una sola “S” que valía por dos: se trataba de “Súper Sociólogo”. Súper ladraba ante cada una de las barbaridades neoliberales del cabezudo, y además se las refutaba punto por punto. Al final, se llevaba todos los aplausos.

Ese año, el trabajo final para aprobar la materia consistió en una práctica de “sociología de choque”. Profesores y alumnos nos juntaríamos en la estación Constitución para “repetir” el viaje de Erdosain cuando visita al Astrólogo en su quinta de Temperley. La propuesta era abordar a los desprevenidos pasajeros y preguntarles, a boca de jarro, “en qué está pensando ahora”. La idea era tomarle el pulso a una comunidad que, como en la época de Arlt, caminaba hacia un despeñadero. Todo esto viene a mi memoria a partir de una foto en la que Horacio y Fito se abrazan felices en la entrega del Honoris Causa al profesor González (*). Son otros los tiempos, otras las canciones, y otros son los trenes. Sin embargo, me parece que conviene persistir en la pregunta acerca de qué piensan los pasajeros de estas nuevas formaciones ferroviarias. Creo que eso es lo que haría Súper Sociólogo. Para que no regrese La Bestia Pop.


(*) Otorgado por la Universidad Nacional de La  Plata en mayo de 2013. 

Por Carlos Semorile.