Sin respuestas políticas, apenas
apelando a sus instintos represivos corregidos y aumentados, el establishment
vernáculo ha decidido confrontar, tanto en el Norte como en el Sur, con los
pueblos originarios y sus representantes, aquellos para quienes la palabra, y
el cumplimiento de la palabra empeñada, mantienen su valor. No es un valor que
cotice en el mercado, pero es sagrado y ellos lo saben.
Deberían saberlo much@s otr@s
argentin@os, pues durante 12 años hubo un rescate de la palabra pública, esa
que debería valer lo mismo que una firma o un juramento. Pero, claro, también
persiguen a la mujer que, justamente haciendo uso de la palabra, puso en
evidencia –y pone todavía- a todos aquellos que degradan en los hechos lo que
dicen o inclusive cantan con sus bocas. Porque no se trata de gestos, se trata
de comprender, comunicar y hacer legible el sentido de una época.
Frente al hecho cierto de la
desaparición forzada de Santiago Maldonado, ese sentido busca ser tergiversado
o directamente arrasado. Recién nomás, y frente a cámaras, una patota de
policías de civil buscó infiltrarse entre quienes se manifestaban frente a los
tribunales de Esquel. Aún descubiertos, uno de ellos pretendió llevarse a un
manifestante, como si no bastara con la vida en vilo de Maldonado.
La batalla cultural que está en la base
de los combates sociales argentinos de ayer, ahora y siempre, es dirimida de
muchos modos, algunos bastante sofisticados, otros muy rudimentarios. Pero a
tod@s debería preocuparnos el angostamiento de las alternativas que, en las
actuales circunstancias, tiene el futuro del proyecto comunitario. Acaso
debamos mirar con mayor atención a los pueblos originarios y, como ellos, hacer
un credo de la Cultura, la Palabra, y la Justicia como verdaderos sostenes del
devenir humano. Después de todas las que pasamos, y aunque cueste creerlo, nos
va la vida en ello.
Por Carlos Semorile.