domingo, 29 de marzo de 2020

Una crisis de “civilización”

En el muy complejo “escenario” en el que nos estamos “moviendo”, no deja de reiterarse la pregunta por el porvenir que es, al mismo tiempo, una interrogación sobre las formas que adoptará la vida comunitaria.

La interpelación en sí misma es ya un modo urgido de la esperanza mientras resulta casi intolerable constatar que “el mundo está fuera de quicio”, como dijera el príncipe Hamlet bajo otras circunstancias.

Pero si bien es mucho lo que diverge con la obra escrita por Shakespeare, también hay más semejanzas que las que parecen a simple vista: ¿qué es sino veneno lo que los medios concentrados del mundo están vertiendo en nuestros oídos? O si preferimos no salir de la porción del planeta que habitamos, ¿no fue mediante una estrategia de ponzoña indiscriminada que ciertos personajes de sainete llegaron a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países?

Sin duda alguna, aquélla peste precedió a ésta, y dicha precedencia está determinando inclusive la posibilidad que millones de seres tienen de sobrevivir la actual coyuntura. La irresponsabilidad de Bolsonaro es un claro ejemplo –desde luego, hay otros- de esto que afirmamos: si en la tragedia “Hamlet” un rey (representante de todo el cuerpo social) era envenenado mientras dormía, aquí al lado tenemos a un jefe de estado que pretende adormecer a su pueblo para que el virus haga su trabajo.

¿Nos sorprende? Claro que no: su criminalidad estaba anunciada en una serie de nada sutiles manifestaciones de un fascismo visceral, el cual se enlaza con la tradición racista heredada de la situación colonial.

Tanto en Brasil como en Argentina, hay grandes textos (Facundo, Os sertões) que, bajo la fórmula Civilización versus Barbarie, sintetizaron la dicotomía entre las élites “ilustradas” y las masas “atrasadas”.

Pero hay otra manera de entender el dilema, a condición de revisar estos términos partiendo de la base que las palabras son una cuestión política y que la política es una cuestión de palabras; o, más precisamente, como plantea Eduardo Rinesi, “una lucha por la palabra”. Entonces, ¿podemos seguir llamando “civilización” a este mundo que se descompone y deja que mueran, o más bien se propone “exterminar a todos los salvajes”? Develemos el verdadero sentido de las Palabras.

En este sentido recurrimos, como ya lo hicimos en otras ocasiones, a la resignificación que del dilema sarmientino hiciera Buenaventura Luna cuando, en un reportaje de 1949, sostuvo: “Una forma de civilización puede derrumbarse, y se derrumba; pero la cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas”.

Cada vez que se busque el sentido de que, en muy diversas partes del planeta, hoy las personas salgan a los balcones a compartir viejas y muy significativas canciones enraizadas en las tradiciones populares de cada nación (o inclusive de otras: Bella Chiao está siendo entonada como el himno antifascista que siempre fue, y esto no debería pasarnos desapercibido), no habrá que olvidar que el silencio de cada jornada permite escuchar el estrépito de una “civilización” que se derrumba. 

Lo que no declina –como señalaba Eusebio Dojorti-, lo que perdura es la cultura de los pueblos, pero la misma debe continuar la tarea de resignificar los términos, aún el del la palabra “peste”, investida con los ropajes de un miedo que, si bien no es zonzo, tiende a paralizar las aspiraciones a una vida digna. Porque en un mundo atenazado por “palabras, palabras, palabras” que emponzoñan las almas, hay que recuperar la política y los proyectos colectivos emancipatorios para volver, como dice Rinesi, a escuchar como discurso lo que antes sólo escuchábamos como ruido”.

No olvidemos que en la palabra “virus” se agazapa un plan de extermino. Y que se trata de nuestras vidas, y de lo que seamos capaces de decir y pensar para que el futuro tenga el rostro de nuestros anhelos.

Por Carlos Semorile.

sábado, 21 de marzo de 2020

La lengua troske


Durante los gobiernos de Cristina, escribí –como tantos otros- sobre lo que creía que era una de las mayores conquistas de su conducción: la dignificación de la palabra pública, su reparación y puesta en valor.

Me parecía, y me sigue pareciendo, un piso insoslayable para reconstruir el tejido comunitario que la Dictadura se propuso desmembrar, y que los sucesivos gobiernos democráticos no lograron re-hilvanar ya sea porque no supieron, porque no pudieron, o directamente porque no quisieron. Y a veces por las tres cosas juntas, lo cual realza aún más la recuperación del lenguaje que hicieron los Kirchner, donde lo que decía era lo que hacía, y viceversa. 

Pero eso no fue lo único que sucedió durante aquéllos años, ya que desde la corporación mediática se puso en marcha un formidable dispositivo de horadación de la Palabra y de perversión de su sentido.

Así, no resultó tan extraño que la restauración conservadora que gobernó entre 2015 y 2019 se caracterizara por una degradación permanente y alevosa del idioma, apelando a una lengua del ultraje.

Pero los ultrajados volvimos a instalar en la Casa Rosada a uno de los nuestros y, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, Alberto Fernández destacó precisamente la recuperación del valor de la Palabra.

Dijo Alberto ese 1º de marzo: “En la Argentina de hoy, la Palabra se ha devaluado peligrosamente. Parte de nuestra política se ha valido de ella para ocultar la verdad, o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una herramienta idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no existe. Nunca midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema democrático. Yo me resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la Palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo, en una democracia el valor de la Palabra adquiere una relevancia singular. Los ciudadanos votan atendiendo a las conductas y los dichos de sus dirigentes. Toda simulación, en los actos o en los dichos, representa una estafa al conjunto social y, honestamente, me repugna”.
 
No hay que ser lingüista para comprender que el discurso de Alberto dejó al desnudo a los sectores que hasta fines de 2019 se reconocían como macristas. Pero tampoco hay que ser Chomsky para saber la diferencia entre cuarentena transitoria -y por muy atendibles motivos de salud pública-, y “Estado de Sitio”. Y que el uso que los trotskistas hacen del lenguaje los deja al borde de “una realidad que no existe”.  

Por Carlos Semorile.