martes, 13 de julio de 2021

Hombro y Corazón - A 50 años del secuestro y asesinato de Juan Pablo Maestre y la desaparición de Mirta Misetich

Nos gustaría afirmar que traemos aquí dosis parejas de ternura y lucidez para recordar a Mirta y Juan Pablo, y su historia de compañeros de vida y de militancia que asumieron un compromiso y fueron consecuentes consigo mismos y con sus compañeros. Quisiéramos  convencernos que sabremos transmitir el tipo de madera con que estaba hecho Pablo, y por lo cual lo extrañamos tanto. Será que, siendo un hombre como todos, fue un tipo excepcional, y que las muchas veces en que lo hubiéramos necesitado, ya no lo teníamos. Será que nunca lo olvidamos, como nunca olvidamos que Mirta continúa desaparecida y que -como buena parte del pueblo argentino- seguimos exigiendo verdad y justicia. La memoria la pusimos y ponemos nosotros. Ahora por escrito, y acompañados por queridas compañeras y compañeros.

 

En estos cincuenta años sin ellos, Juan Pablo y Mirta siempre han estado en nosotros de muchas formas. Desde la manera de plantearnos las cosas y encarar la realidad, hasta el nombre de sobrinos suyos (Mirta Elena, Juan Pablo Carlos, Pablo Alejo), y otros que no llevan sus nombres ni tampoco llegaron a conocerlos y no obstante los conocen, los respetan y los quieren. Ante la tragedia respondimos procurándonos amparo, cobijo y respaldo toda vez que ello fue posible, o solidaridad, ayuda y afecto a la distancia cuando no hubo de otra.

 

Sus padres fueron los sanjuaninos Olga Maestre y Eusebio Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna. Cuando ellos se separaron, Juan Pablo, nacido el 9 de junio de 1943, era apenas un crío. Durante su infancia, fue harto difícil tener certidumbres porque la realidad era muy dura y, si bien había lugar para los sueños, no había margen para el delirio. La única certeza eran su madre y hermanos, una especie de clan porque la familia de Olga la había abandonado a su suerte tras sancionarla por su relación con el bohemio Dojorti. Desde chico, Pablo fue mamando muchas características de Olga, como el aguantar las situaciones difíciles, la idea de sostener con el cuerpo los compromisos asumidos, o comprender la suprema importancia de la palabra: decir la verdad y nunca mentir.

 

Además, Olga inició a sus hijos en la cuestión nacional y social, llevándolos a los actos peronistas como el que se hizo 1º de marzo de 1948 en Retiro para celebrar la nacionalización de los ferrocarriles. Tiempo después, lograron ver a Eva Perón en la antigua Secretaría de Trabajo y Previsión. Allí, Evita acarició con ternura la cabeza del pequeño Juan Pablo, y tras esta visita su hermano mayor -“Marucho”- comenzaría a trabajar en Teléfonos del Estado y su hermana mayor –Marta- en Casa de Moneda. Años más tarde, en 1956, la familia accedió a la vivienda que les había sido adjudicada en Ciudad Evita. Para Olga comenzaba una etapa de reparaciones en el plano personal: ahora sus hijos trabajaban y sostenían el hogar.

 

En el plano social, ocurría todo lo contrario porque los golpistas de 1955 pretendían “desperonizar” la Argentina. Sabían que no sería fácil. En 1956, con propósito escarmentador, vuelven a fusilar en el país, y desde 1957 las Fuerzas Armadas asumen la doctrina de la “escuela francesa” de represión ilegal. Si bien aún las familias no era un blanco del accionar represivo, la resistencia se cimentó desde su núcleo como último refugio frente el embate de las fuerzas de seguridad actuando como ejército de ocupación. Las “cocinas peronistas” funcionaron como el ámbito donde el peronismo se puso a punto como “cultura del oprimido”, el lugar donde fue narrado y fue legado. Es decir: el mismo tipo de herencia que Olga les dio a sus hijos.

 

Bajo el agobiante clima “cuartelario” de esos años caracterizados por una política de “hambre y leña”, los jóvenes de Ciudad Evita comprenden que al peronismo no se lo persigue por sus errores, sino por sus aciertos. Comienzan a participar de una resistencia en principio anárquica, pero que poco a poco les permite superar la dispersión inicial. Se conocen del colegio, del barrio, o de la barra de amigos, donde los más grandes –como “Marucho” Maestre- les enseñan a “traducir” lo que en la prensa y en los libros se distorsiona de la realidad. Y así van aglutinándose, haciendo reaparecer la política desde nuevas formas de organización y, sobre todo, sosteniendo la identidad cultural que el establishment deseaba desterrar.

 

En este proceso, Pablo se perfila como líder natural planteando que había que terminar la inconclusa Revolución de Mayo, y promoviendo la toma del colegio durante el conflicto por la educación “laica o libre”. También en el secundario, escribió, montó y actuó en una obra de teatro que discurría sobre los “deber ser”, y estaba en la onda del existencialismo francés, aunque con alguna distancia irónica y crítica. Sucede que no avalaba los mandatos, ni siquiera los que emanaban de cierta militancia como no lo leer a Borges o no bailar rock & roll. Por el contrario, fue un lector voraz, siempre interesado por las manifestaciones de las vanguardias estéticas, sin por ello dejar de tener presente las tradiciones populares del canto y la poesía argentinas. 

 

En esta línea compuso algunos temas, como La canción del negro pobre que Mercedes Sosa le pidió para su repertorio cuando lo escuchó cantarla en una de las peñas folklóricas de aquéllos años: La Cueva de Fanny. Aunque por alguna razón La Negra no llegó a grabarla, Pablo se adelantaba en el plano estético a la célebre canción de cuna de Nicolás Guillén, y en el plano social decía que para dejar atrás la miseria, y la desdicha del yugo y del egoísmo, había que poner “hombro y corazón”.

 

Tal como Dojorti, Juan Pablo tenía buena pluma. Una de las pocas cosas escritas suyas que quedaron es una semblanza del poeta Jaime Dávalos: Lo conocimos (...) en una noche de Buenos Aires en que la ‘comprensión’ iba del brazo con los señorones. Nosotros le llevábamos (…) nuestra indiferencia. Quiero ser honrado: fuimos a escuchar a un tipo que decía versos, un poeta. Él fue como un hálito puro que nos golpeó la cara. Nos trajo su cargazón de cielos y de campos. Su perfume a romero y a albahaca, que yo sé, se lo robó al vino en la noche de carnaval”.

 

Al concluir la secundaria, logró la proeza de ingresar a la Escuela de Cine de La Plata. Trabajaba como preceptor en un colegio de Caballito, y de allí se iba a La Plata. Cuando volvía a Ciudad Evita ya era de madrugada, porque el tren lo dejaba en la estación de Aldo Bonzi, y desde ahí se iba hasta la casa silbando por la vía del tren. Después de unos meses, no pudo sostener más ese ritmo de vida y tuvo que dejarlo.

 

Hizo el ingreso a ingeniería, a psicología y a sociología, y se decidió por esta última. En 1963, ya era bibliotecario de la vieja facultad de Filosofía y Letras, y allí conoció a quien desde entonces sería su compañera, Mirta Elena Misetich. Alcira Argumedo, que lo conoció en esos años, nos decía que Pablo “tenía una cara ‘angelical’: ¿Sabés la de minas que tendría con esa carita? Las que quisiera”. Pero cuando le preguntaban por qué Mirta y no alguna de las otras novias que tuvo, él respondía: “Soy muy feliz con mi gordita” (ambos habían ganado peso).

 

Allí también lo conoció el historiador José Luis Romero, quien le ofreció a Pablo una buena suma de dinero para que le organizara su biblioteca personal. Algún tipo de empatía o de mutuo respeto debió existir entre el antiperonista Romero y el peronista Maestre, pero Juan Pablo no aceptó la oferta del prestigioso historiador.

 

Y en la facultad se hizo amigo de un brillante semiólogo, Carlos Olmedo. Juntos recorrerían una breve pero muy intensa deriva en la construcción de una organización político-militar que tuvo varios nombres provisorios y muchos debates internos entre 1964 y 1970, año en que se dan a conocer públicamente asumiendo su identidad peronista: las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Sucede que además de su conocida adhesión al proyecto guevarista, las FAR también venían de ese peronismo “silvestre” que protagonizó la resistencia que se inició el mismo 16 de junio de 1955, y que fue radicalizándose a medida que se iban cerrando todos los demás caminos políticos. Dentro de lo que se conoce como las “Proto-FAR”, Pablo y Carlos Olmedo –más el compañero y abogado Roberto Quieto- fueron quienes dieron dos vastos y sustantivos debates simultáneos sosteniendo la inviabilidad de la lucha rural, y logrando la síntesis acerca de la identidad peronista de la organización: “Nuestra organización se considera expresando lo que podríamos llamar una estrategia de nacionalismo revolucionario. En la Argentina, el nacionalismo revolucionario implica la valoración positiva de una experiencia fundamental de nuestro pueblo, que es la experiencia peronista. Esa valoración positiva por parte de un revolucionario, puede ser entendida tan solo como identificación con esa experiencia, como la asunción plena de esa experiencia, de sus logros, de sus aciertos y de sus limitaciones. De sus aciertos para fortalecerse con ellos, para desarrollarse, y de sus limitaciones para combatirlas y superarlas”.

 

Mientras la organización iba creciendo con la incorporación y formación de nuevos militantes, y a través de un proceso de acumulación y pertrechamiento en vistas a las acciones armadas, tanto Juan Pablo como Carlos Olmedo solían afirmar que “Los fierros pesan, pero no piensan”, y de ese modo reafirmaban que las decisiones políticas están siempre antes y por encima que los hechos armados.

 

Dentro de la organización, Pablo se encargaba de un montón de cosas: casas, garantías, laburos, etc., pero sobre todo se ocupaba de generar ideas, estrategias, y de pensar hacia dónde ir y cómo hacerlo. Inclusive previó su propia caída y se hizo amigo de un psicólogo al que, en principio, contactó pensando en que su madre podía necesitar de su ayuda si a él le pasaba algo.

 

Además, Pablo solía recomendar no acatar a los jefes cuando sus órdenes estuvieran reñidas con el sentido común. Se habían impuesto la necesidad de que sus acciones evitaran cualquier derramamiento innecesario de sangre, lo cual les fue generando una buena reputación. Andando el tiempo las FAR, al igual que el resto de las organizaciones armadas, llegarían a ser percibidos a nivel popular como “los muchachos”.

 

Pero Pablo y Carlos no llegarían a verlo. Luego de trabajar en las primeras empresas de investigación de mercados que hubo en el país, Juan Pablo llegó a tener una alta responsabilidad dentro de la División de Marketing de Gillette, y Carlos llegó a la presidencia de la Fundación de la empresa. Pese a su cargo, solía bajar a tomar mate con los trabajadores de la caldera para conversar y palpar el ánimo político. Debido a este compromiso, cuando en 1973 actualice su Caso Satanowsky, Rodolfo Walsh dirá que “Esa renuncia a los privilegios de la posición y el título no le será perdonada al ejecutivo Maestre”.[1]

 

En 1971, las FAR sufren una serie de golpes tremendos y caídas muy significativas: “una pareja de apellido Verd había desaparecido (en San Juan capital), el dirigente de las FAR Roberto Quieto había escapado por muy poco de un secuestro, a Juan Pablo Maestre lo habían matado de un tiro y su mujer Mirta Misetich estaba desaparecida”.[2]

 

Mirta y Pablo fueron secuestrados en el barrio de Belgrano cuando iban a despedirse de los padres de Mirta antes de pasar a la clandestinidad, en un operativo que incluyó una “zona liberada” que Rodolfo Walsh descubrió mediante la intercepción de la onda radiotelefónica de la policía, y que en parte alcanzó a grabar. En verdad, Pablo también estuvo desaparecido y sólo la rápida intervención de su familia y del equipo de abogados conducido por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde logró impedir que su cuerpo –hallado fortuitamente en un zanjón de Escobar- fuese enterrado como NN.

 

El padre de Mirta, un alto ejecutivo en Bunge y Born, fue recibido por Arturo Mor Roig, Ministro del Interior de la dictadura de Lanusse, y el jefe de policía -general Cáceres Monié- le aseguró que su hija se hallaba con vida reponiéndose del shock vivido durante el secuestro. Desde luego, era mentira: Mirta continúa desaparecida.

 

Días después del entierro, Ortega Peña y Duhalde escribieron una nota que tomaba las palabras que “Marucho” le dedicó a Juan Pablo en el cementerio de la Chacarita: “Pablo, sos el pueblo”. Tras su muerte, surgieron Unidades Básicas bautizadas con su nombre -en una de ellas, en la localidad de Los Hornos, militó el albañil Jorge Julio López-, y en la entrada de la Biblioteca Nacional el nombre de Juan Pablo encabeza la lista de la placa que recuerda a las bibliotecarias y bibliotecarios víctimas del Terrorismo de Estado.

 

Si acaso fuimos capaces de trazar una semblanza de su vida breve y luminosa, es porque aprendimos de Olga Maestre que la palabra preside los encuentros entre el pasado y el presente, y es uno de los modos privilegiados en que la memoria se proyecta hacia el futuro. Las razones de este homenaje hay que rastrearlas en un ciclo histórico que abarca mucho más que las vidas de Mirta Misetich y Juan Pablo Maestre porque, de la mano de la oralidad de “la mami” Olga, llegamos a la fuente misma de donde abreva la vida espiritual popular, y eso a su vez nos permite entender mejor el modo en que ellos fueron parte de las luchas sociales, políticas y culturales de nuestro pueblo. Y a cincuenta años del secuestro de Pablo y Mirta, seguimos poniendo “hombro y corazón”.

 

Por Carlos Semorile.



[1] Rodolfo Walsh, Caso Satanowsky, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2010, pág. 197.

[2] Michael McCaughan, Rodolfo Walsh. Periodista, escritor y revolucionario. 1927-1977, Buenos Aires, LOM Ediciones, 2015, pág. 175.