jueves, 28 de noviembre de 2013

Los asuntos mínimos de la Capital



Pese a entrevistarlo cotidianamente, ninguno de los periodistas de “Mañana más” ha visto personalmente a Juan Martín García del Pilar-Pilar. Sucede que el Subsecretario de Asuntos Mínimos de la Ciudad gestiona y publicita los actos de gobierno desde un helicóptero incesante, en vuelo hacia ninguna parte. El ruido de las hélices vuelve dificultosa la conversación, lo mismo que la festichola de sus correligionarios arman en el fondo de la nave, pero a Juan Martín ambas cosas lo tienen sin cuidado. Claro: es imperioso que nada se entienda cabalmente, que todo quede en una nebulosa donde lo dicho se sostiene apenas como contingente, hasta que la próxima desmentida barrene a los anteriores comunicados oficiales. Y no se piense que la contradicción demora en llegar, pues en una misma frase Del Pilar-Pilar es capaz de afirmar y negar, de sostener y dejar caer, de dar sustento y quitarlo, y todo con la misma liviandad de funcionario en tránsito.

De allí se deriva algo que es, por lo menos, misterioso y que, caramba!, permanece insoluble. Y es que la verba de García del Pilar-Pilar es rica en sugestiones, y no necesita más que prometer sin cumplir, sugerir sin mostrar, postergar sin concretar. Sí interesa, en cambio, el tono festivo con que Juan Martín hace los anuncios o, por caso, justifica las ausencias, los dichos o las sucesivas torpezas del Jefe de Gobierno de la Ciudad. Acaso su único talento consista en hacernos creer que empezó el recreo largo y que lo podemos estirar hasta el paroxismo. Ha de ser por ello que lo han escogido como relacionista público de un espacio político que se presenta como un “tercer tiempo” perpetuo, una copeteada entre muchachotes toscos que, en el fondo, son buenas gentes. Porque, en definitiva, de eso se trata su laburo: de disculpar la rudeza de quienes dicen venir con buenas intenciones. Las acciones del PRO son zafias, groseras, rústicas, pero el Subsecretario es un prestidigitador que convierte desalojos y ajustes, inundaciones y derrumbes, golpizas y tarifazos, en “asuntos mínimos”. No es casual que repita como un mantra la palabra “verdura”, a sabiendas de que lo que dice es, justamente, “cualquier verdura”.

Tampoco es fortuito su desapego del territorio, su aleteo florido y carcajeante por encima de una metrópoli al borde del colapso. Si la topadora terminó graficando la gestión de Cacciatore y la Dictadura, el helicóptero de Juan Martín grafica cabalmente el paso del Niño Mauricio como alcalde de Buenos Aires. Lo rodea el aire, lo mece una suave brisa, y nada de lo que sea leve y etéreo le es ajeno. Lo que en Magallanes es pesado y vociferante, en García del Pilar-Pilar tiene la espesura de unas burbujitas efímeras, y por eso cuando Magallanes engrana, se le va el prestigio por la canaleta de la estirpe y el linaje. El Subsecretario, por el contrario, jamás se chiva. El enojo, la irritación y la cólera, son palabras desterradas de su diccionario. Nada lo perturba, ninguna ofuscación –ajena, claro- lo saca de eje. Uno tiene derecho a sospechar que esta pose es tan falsa como la reiteración de su doble apellido. Juan García, a secas, es un impostor que ingresó en la política inflando globos para el “tea party” de estos salames con iniciativa. Y puede, incluso, que uno lo demuestre. Poco importa. Desde el aire se escucha una vocecita risueña que repite, y repite, y repite cualquier verdura.

Por Carlos Semorile.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Cristina, La Patria en estado de Esperanza



Anoche nos volvió el alma al cuerpo. No es que en su ausencia se haya descalabrado nada; muy por el contrario: todo anduvo como un relojito. Pero sucede que no somos suizos y para nosotros, como suele decir el Tata Cedrón, “estar en el mundo es estar emocionados”. De modo que nos andaba faltando esa vibración de verla y escucharla para saber que estamos en el emocionado mundo colectivo donde todos somos el Otro. Porque el Kirchnerismo ha sido, es y seguirá siendo las realizaciones que forjan una Nación que recupera sus mejores tradiciones comunitarias. Como quien dice lo Justo, lo Libre y lo Soberano. Todo ello (que aquí se dice fácil, pero es sumamente complejo) se resume en su figura, en su historia militante y, sobre todo, en su palabra. Y entonces la Presidenta balconea en la Rosada, y una compañera recuerda el credo scalabriniano que reza: “Creer: he allí toda la magia de la vida”. Y ése es el punto. Para los que tenemos la fortuna de creer, Cristina es la Patria en estado de Esperanza.

Por Carlos Semorile.

jueves, 7 de noviembre de 2013

¿Qué clase de gorila es Magallanes?



“El Régimen!!!”, brama una voz estentórea cuya furia tremebunda pone a temblar los cimientos de Radio Nacional. El latiguillo sale de la crispada garganta de Magallanes, y pretende catalogar al gobierno kirchnerista dentro de un conjunto de regímenes populistas, abusivos, totalitarios. Es una denuncia y, a la vez, un grito de guerra que recoge y hace suya la pavura de “El matadero”, retoma la extrañeza frente al indócil “Facundo”, y se horroriza ante la presunta reedición de “La fiesta del monstruo”. Lo notable de este aquelarre de barbarismos es que Magallanes, ni en sus mejores días, sería capaz de acertar con los autores de estas ficciones que para él pasan por realidades. Su ignorancia –que es vastísima- no lo arredra en lo más mínimo, ni tampoco los datos, que suelen contradecirlo casi con saña. Pero, a todo esto, ¿quién es Magallanes?

En principio es una voz sin rostro que, por error o por destino, fue a parar al programa y al dial equivocado. Sus compañeros de “Mañana más” no parecen saber de Magallanes más de lo poco que sabemos sus oyentes: que ya no es un pibe, que vive con “Madre”, y que su empleada doméstica se llama Zulma. Ningún colega parece habérselo cruzado jamás en ninguna redacción pero lentamente, a fuerza de epítetos y agravios, ha llegado a posicionarse bastante bien como para aspirar al trono de “periodista independiente”. No ha investigado nada en su vida, y es poco probable que haya escrito otra cosa que una tarjeta postal enviada desde La Barra o José Ignacio. Repite los titulares de Clarín con el mismo candor que lo subyugan los zócalos de TN, pero deja en claro que por tradición y estirpe lo suyo es más tirando a “Nación”.

Claro, lo plebeyo –aunque sea opositor- le provoca un regusto amargo, y en cambio se relame con todo aquello que porte el aura de cierto prestigio. Es más: su boca se engolosina y hasta se empalaga si dice palabras como “moralessolá”, “nelsoncastro”, o “sociedadinteramericanadeprensa” (sí, todas juntas, porque habla con la papa en la boca). Por otra parte, es manifiestamente incapaz de pronunciar correctamente los nombres de quienes hacen y apoyan este y otros proyectos nacional-populares, así como tampoco acierta a enunciar correctamente conceptos fundamentales de los mismos, como quien dice equidad, justicia, o solidaridad. Podría decirse que, en estos casos, su elitismo atraviesa una fase oral que de inmediato lo lleva de la náusea a la repulsión. Para decirlo de una vez: es un gorila en estado puro; es decir: un ser atravesado de cabo a rabo exclusiva y únicamente por una bola bien grande y bien peluda de prejuicios.

De tal suerte, Magallanes es un hombre en estado de exabrupto. Con cierta frecuencia se le ha escuchado festejar las derrotas del gobierno (y aún las del Estado Nacional), confesando que se “cacerolea encima”, e inclusive que se “gorilea encima”. Y no le exijan mayores reflexiones porque, en el fragor de su odio de clases, empieza a gritar como un energúmeno y no escucha nada que no sea su propio discurso. Palabras que hasta él sabe que no son suyas. ¿Cuántas veces no ha dicho “no pongan en mi boca las cosas que escribe Clarín”?

Cuando no “se saca”, Magallanes aparenta ser el socio más atildado y british de un muy exclusivo club de tenis o de golf. Pero la amabilidad de los diálogos que por momentos entabla con Galende, Brienza, Veiras, Ulanosky, Ojitos de Miel, y otros columnistas de la audición, se va literalmente al carajo cuando las medidas distributivas del “régimen” acaban por desnudar su verdadera naturaleza, y se revela su índole criminal. En tales situaciones, termina pidiendo que “la embajada” tome cartas en el asunto. En nuestros asuntos.

Como ya dijimos, resulta difícil pensar en alguien menos preparado, menos reflexivo, y a la vez más ignorante y necio que Magallanes. Pero pregunto si este retrato suyo no les ha hecho recordar a alguien, cercano o no, que seguramente tiene muchos de sus rasgos, por no decir casi todos. En cierta manera, Magallanes es el arquetipo mismo del Gorila, el “non plus ultra” del Gorila. Y en algún sentido, no buscado ni deseado por él, Magallanes es también una creación del Kirchnerismo. Magallanes es, parafraseando a Cooke, “el hecho maldito del país K”.

Por Carlos Semorile.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Es tiempo de canallas



Dicen que una cosa lleva a la otra. Y ha de ser así nomás, si considero que el cine negro me llevó a las novelas de Dashiell Hammett, y éstas a conocer a quien fuera su compañera, la dramaturga y escritora Lillian Hellman. En principio, me fascinó su relato sobre los meses finales de Hammett, que ella acompañó respetando su silencio en torno a la enfermedad que lo consumía, porque comprendió que ésa era la única manera en que él podía seguir adelante: “¿Quieres que hablemos?” “No. Mi única oportunidad es no hablar de eso”. Y agregaba Hellman: “En aquellos meses de sufrimiento, su paciencia, su coraje y su dignidad fueron enormes. Como si todo lo que integra la vida de un hombre se hubiera puesto a prueba al mismo tiempo: el sufrimiento era un asunto propio que no admitía intrusos”.

Más adelante, me zambullí en su descarnado relato sobre el papel que jugaron muchos de sus ex compañeros de ruta durante la persecución del Comité de Actividades Antinorteamericanas del senador McCarthy, en pleno auge de la Guerra Fría. Allí, Hellman vuelve a levantar la ética de ciertas actitudes que hacen a la dignidad humana. Mientras muchos defeccionan, y otros tantos claudican, los empleados de la casa que comparte con Hammett le envían a éste un telegrama de ¡felicitaciones! al presidio donde el escritor ha sido encarcelado. Hellman es conciente de que “estas buenas gentes habían hecho por Hammett mucho más que la mayoría de sus mejores amigos (incluyendo los muchos que le debían sumas de dinero)”. Ante tamaña muestra de solidaridad, Hellman no sabe cómo proceder pero una de las empleadas se le adelanta y le dice: “Somos irlandeses, señoritas. Para nosotros, la cárcel no es nada”.

Este gesto contrasta con el de algunos “intelectuales” que, ante la sola citación del “Comité”, comienzan a recordar pretéritas reuniones, rostros y nombres del pasado sin necesidad de que nadie los presione seriamente. Ellos creen que se salvan, pero Hellman los escrachará para siempre al escribir: “En circunstancias especiales, bajo tortura, es natural que la gente pierda el temple y confiese. Recuerdo que Louis Aragon me contó una anécdota, que Camus me repitió en la única ocasión en que lo vi. Durante la guerra, a los miembros de la Resistencia se les ordenaba resistir la tortura física todo lo que pudieran para dar a sus compañeros la oportunidad de escapar. Pero nunca se les exigía aguantar hasta dejarse matar: ni siquiera hasta quedar lisiados. En circunstancias semejantes, confesar es lo único que puede hacerse. Eso tiene sentido. Pero las circunstancias presentes son muy distintas, aquí no se ha torturado a nadie, y no me convence esa nueva teoría de que la tortura psicológica equivale a brazos rotos o a lenguas quemadas”.

Como consecuencia de la histeria anticomunista, Hellman y Hammett pasaron muchas privaciones pero nunca se victimizaron: sabían que otra gente la estaba pasando mucho peor que ellos. En sus conclusiones sobre el período macartista, Hellman se reprocha a sí misma por haber dado demasiado crédito a los escritos de los intelectuales, palabras que no dejaban suponer sus posteriores delaciones. Pero también les reprocha duramente a quienes finalmente repudiaron el macartismo sólo por sus métodos, y no por la naturaleza inmoral de sus actos. Todo ello en su conjunto configuró un “Tiempo de canallas”, sintética y ajustada frase de Hellman para definir una época.

En la Argentina de la Ley de medios, curiosamente, hay quienes sienten nostalgia de nuestra propia caza de brujas. Alguno añora los tiempos en que acompañaba a las tropas de asalto en sus infames campañas tucumanas, y otros se duelen de perder el monopolio de la palabra. Todos ellos se victimizan alevosamente, y salen de gira a rogar que regresen los inquisidores mayores y sus tribunales de inapelables y mortíferas resoluciones. Quieren ver muerto el ciclo de las reparaciones económicas, sociales y culturales iniciado en 2003. Pero no saben, y tal vez ni siquiera sospechan, que están condenados a despertarse cada día, y a vivir cada jornada, dentro de su miserable y pequeñito tiempo de canallas.

Por Carlos Semorile.

viernes, 25 de octubre de 2013

“Un pequeño horizonte para cada esperanza”



Sé que está aburrido de la campaña, y sé también que llega un momento en que los candidatos se espejan mutuamente y parece que todos los spots dicen lo mismo. Mi intención no es sumarle hastío a su fastidio, sino reflexionar juntos. Porque más allá del tedio, y como usted bien sabe, en los comicios del domingo se juegan algunas cosas importantes.  Es una frase trillada pero no me mire así, que yo no me candidateo a nada. Quiero, seguramente, las mismas cosas que usted para el futuro de la Argentina: el progresivo desarrollo del país y sus industrias, un bienestar razonable en todos los hogares, y un devenir tierno y piadoso para cada semejante. ¿Me permite que se lo diga con las palabras de un compatriota? Nuestro común anhelo –parafraseando a Raúl Scalabrini Ortiz- es que exista “un pequeño horizonte para cada esperanza”. Fíjese que en la frase no hay nada del orden de lo material. Léala de nuevo. ¿Ve lo que le digo? Esa frase es un “credo”, es todo un programa, una declaración de principios espirituales porque si existe un pequeño horizonte para cada esperanza, quiere decir que todo marcha bien. Y viceversa: para que avancemos hacia el porvenir que soñamos, es preciso que cada haya un pequeño horizonte para cada esperanza.

Téngame un poco más de paciencia, y déjeme que le cuente que Scalabrini llegó a esa frase mientras hacía un balance de los dos primeros gobiernos de Juan Perón: “Bajo su dirección el país trabajó durante diez años. Transformó su organización financiera, repatriando la deuda externa y permitiendo la formación de capitales nacionales. Transformó su economía, diversificando los cultivos, estimulando la minería, apoyando decididamente la industria. Transformó su política interna, dando acceso a los trabajadores agremiados y procurando que reflejara en sus planificaciones las necesidades del país. Transformó su estructura social con la formación de nuevas clases pudientes que no extraían sus provechos del campo. Transformó su jerarquía económica al descalificar el especulador y enaltecer a los creadores. Transformó la enseñanza superior con el alejamiento de servidores del capital extranjero y la desautorización de sus espurias doctrinas. Transformó al ejército, y al darle un sentido de realidad y de responsabilidad verdaderamente nacional, unió su destino al destino de la nación, de cuyo poderío industrial, financiero y económico es un reflejo. Transformó las costumbres al extender a las clases trabajadoras hábitos y recreos que habían estado reservados para los pudientes. Había un pequeño horizonte para cada esperanza. La crisálida había comenzado a romper su capullo y desplegaba sus alas. Quizás hay más diferencias entre la Argentina anterior y posterior a Perón, que entre la Francia anterior y posterior a la Revolución francesa.

¿Qué agregar, no? Usted es un tipo inteligente, y no precisa que le hable de los paralelismos que saltan a la vista. Dos décadas ganadas en todos los terrenos, dos procesos históricos de esos que dejan huellas, y una misma pasión por el país argentino y por la dignidad de cada una de sus hijas e hijos. Discúlpeme si doy por hecho que a usted no se le pasa por alto que, desde esta perspectiva, hay debates que resultan del todo intrascendentes y que –vamos!- no persiguen otro fin que el de dividirnos. Porque todos tenemos derecho a sostener opiniones distintas, y hacer nuestras críticas. Pero también es cierto que de ninguna manera nos asiste el derecho a decretar el fin de las ilusiones de millones de hermanas y hermanos que, por primera vez en sus vidas, han vislumbrado el horizonte y quieren forjar en él todo lo que alguna vez soñaron sus argentinas esperanzas.

Por Carlos Semorile.

jueves, 24 de octubre de 2013

Ídolos de barro



En las redes sociales se percibe mucho desencanto y mucha desilusión con Alfredo Casero, a raíz de sus declaraciones que conducen –si es que llevan a alguna parte- a una cloaca del tamaño del Monopolio. En este sentido, creo que es al ñudo detenerse en ellas, y en cambio me parece más productivo reflexionar en torno a aquel dictamen bíblico que desaconsejaba erigir, y adorar, ídolos de arcilla. Con lo cual quedaba todo dicho, ya que nadie en su sano juicio (y ni siquiera un copista de las Sagradas Escrituras) se iba a poner a nombrar uno por uno a los impostores del pasado, del presente, y del porvenir.

Quiero decir: Casero no es el primero en ponerse servil, ni seguramente será el último en tener una agachada fatal. En todo caso, es representativo de una época en la cual los pibes no encontraban referentes en la política y sí en programas televisivos orientados –preferentemente- a la juventud. De allí se derivó la estudiantina como enfermedad infantil de la democracia burguesa, lo cual ya es mucho decir. Pero con un agravante, porque cada nueva generación tiene el deber histórico de enfrentar y superar dialécticamente a la generación de sus progenitores. Y, en cambio, esta “juvenilia” berreta dejó sus impostadas transgresiones en la puerta de entrada de los canales de tevé. O, en el mejor de los casos, votando a esa versión partidaria de “rebelde way” que fue la Alianza.

Pero, mientras tanto, la máquina de fabricar idolatrías sigue funcionando a pleno, y entonces es probable que sigamos comprando (menos que antes, pero incorporando al fin) alguna que otra estrella fugaz. Destinada, claro, a alcanzar su cenit, pero también a caer hacia su nadir. Lo señalo -a riesgo de ser antipático- porque bien podría suceder que un día equis, por un quítame de allí esas pajas, hasta Bombita Rodríguez se “baje” del Proyecto. Y podrá parecernos un bajón, podrá enojarnos y podremos putear de lo lindo, pero sería más que interesante que ciertas “defecciones” no nos sorprendan tanto. Porque la naturaleza misma del formidable momento histórico que vivimos hace que, en la medida que se afecten intereses, algunos se disgusten, otros se indignen, y otros se chiven muy mal y se pasen de vereda con armas y bagajes.

Y mientras eso pase (y de seguro seguirá pasando), serán muchos más los  que se sumen porque sólo el movimiento nacional asegura que exista, como decía Scalabrini, “un pequeño horizonte para cada esperanza”.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni a palos



Así se llama el suplemento juvenil del periódico “Miradas al Sur”, sección que desde hace unos meses también comenzó a acompañar la edición dominical de “Tiempo Argentino”. Pero también es la última pregunta que contestan quienes son entrevistados por los periodistas del suple: “¿A qué le decís ‘ni a palos’?” En líneas generales, podría decirse que ese mismo espíritu recorre todas sus notas -escritas por jóvenes que militan o apoyan al gobierno kirchnerista-, que dan cuenta de la coyuntura social y asimismo de diversos aspectos culturales (cine, literatura, música, etc.), pero todos tomados desde su fuerte imbricación con la política. Y ello está en línea con la idea de que participamos de una batalla cultural que se juega, sin excepción, en todos los terrenos de la vida comunitaria.

No se crea, por esto que digo, que me gusta todo el suplemento. Pienso, más bien, que aciertan en las notas de fondo pero desperdician una buena cantidad de espacio en las columnas más pretendidamente “juveniles” y humorísticas. Tal vez se deba a que, como ya no soy joven, no le encuentro la gracia, pero me parece entender que “Ni a palos” apunta a formar un tipo de lector más parecido a los jóvenes que hoy se acercan a la militancia. Pibes y pibas que son -en todo sentido- más maduros, y que difícilmente busquen en esos espacios lo que Capusotto ya les da en la tele. 

Pero estas breves líneas apuntan a una crítica bastante más severa. En la edición del domingo 7 de octubre, “Ni a palos” entrevista largamente a la escritora y cineasta estadounidense Megan Boyle, y –francamente- no se entiende que se le brinde todo ese espacio para reflexionar sobre “la nueva literatura y la posibilidad de un arte tan narcisista, preciso, sincero e intrascendente como el mejor tuit”. Y no se comprende porque, en el mejor de los casos, queda en evidencia que las producciones de la propia Boyle caben en esa definición (narcicista, intrascendente), y que no está en condiciones de producir ninguna reflexión seria al respecto. Ella y su esposo (también escritor) se han filmado a sí mismos con sus “macbooks”, y luego decidieron hacer un film con esas casi 200 horas de imágenes cotidianas: “Yo quería que las escenas fuesen cortas, me parecía que eso iba a ser más interesante. Teníamos un montón de material y queríamos que fuese divertido. Tao y yo en algún punto somos los dos socialmente ineptos, entonces teníamos un montón de escenas y momentos divertidos a raíz de eso”. Si esto mismo se lo hubiese dicho Catherine Fulop a la revista “Caras”, no me sorprendería en lo más mínimo y no estaría escribiendo esta nota.  

Más adelante, el cronista la consulta sobre los distintos rótulos que podrían identificar su producción (“mumblecore” o “alt lit”), y también acerca de su pertenencia a un grupo generacional (“Generación-de-Universitarios-Sin-Trabajo” o “Generación-iPod”), y en ambos casos la Boyle se desmarca con elegancia. Del mismo modo, elude una definición sobre su futuro: “Cuando era más chica me acuerdo que podía imaginarme claramente dónde iba a estar dentro de un año, o dentro dos o tres. Pero ahora no. Ahora trato de pensar y quedo completamente en blanco, no tengo la menor idea. De verdad no lo sé. Es una sensación un poco aterradora pero también bastante interesante. Está todo bien si termino trabajando en un almacén o haciendo películas o las dos cosas”. Obviamente, a una persona así sale sobrando preguntarle a qué le dice “ni a palos”.

La Fundación Proa, en cambio, debe tener sus motivos para invitar a Buenos Aires a esta muchacha. Y está bien: hay un público minoritario siempre ávido de saber de qué va la cosa cuando se dice “alt lit” o “Generación-iPod”. Lo asombroso –y lo triste- es que un medio militante desperdicie de esta manera las páginas que podría haber dedicado a un pibe argentino con pensamiento propio. ¿No tenemos nada nuestro para mostrar? ¿Allá afuera no hay un montón de talentos esperando ser difundidos? Y, lo que es peor, ¿no sabemos de sobra que por cada Boyle que nos venden, luego aparecen los clones locales deseosos de producir “algo” –lo que sea- que sea bien “mumblecore”?

Aclaro, por si hiciera falta, que no se trata de un problema de estéticas, sino que esto también forma parte (y acaso sea el alma misma) de la tan mencionada batalla cultural. Ellos pueden filmar no doscientas, sino un millón de veces doscientas horas “minimalistas”, y nunca tendremos una mirada que le otorgue sentido a nuestra realidad. Ese es su cine, esa son sus series, esa es su industria y ese su mercado. Ya es bastante penoso que los medios progresistas (leáse “Página/12”, leáse “Radar”), o los del palo nacional y popular (leáse “Tiempo Argentino”), se ocupen con creces, y naturalicen, esa mirada. Se va instalando una cosa esquizoide de mencionar a los íconos del Pensamiento Nacional, pero al mismo tiempo se continúa creyendo –con inocencia digna de mejores fines- que debemos abrevar en todas las novedades. Me parece, por el contrario, que es hora de decirle “ni a palos” a aquellos que se autodefinen como “socialmente ineptos”, y que no tienen ni quieren patria alguna porque no llevan a ningún pueblo en su corazón. Y que sería bueno que, como dice el Tata Cedrón, definamos qué proyecto cultural nos damos para lograr el país que anhelamos.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Los igualados


    La aristocracia mexicana suele usar esta expresión para denostar a los humildes que, por una de esas vueltas de la historia colectiva o un giro favorable de su destino individual, logran conquistar algún derecho que hasta ese momento les estaba vedado. “Es un igualado”, dicen, y con ello quieren significar que está fuera de lugar, que transitoriamente usurpa una posición social que no le corresponde. Al mismo tiempo, están diciendo que esa anomalía debe ser corregida y castigada, para que los demás desheredados escarmienten. Si usted vio alguna de las memorables escenas de Cantiflas –o, viniendo para el Sur, de Catita- sabe de qué manera los poderosos entienden que el origen es un destino: la cuna es, para unos pocos, un trampolín, y para el resto, un estigma.

Hay casos patológicos de estigmas y hay maneras poco convencionales de llevarlo, como le pasaba a Igor, el jorobado de “El joven Frankestein” que no reconocía tener ninguna giba. Pero aquí hablamos de los estigmas sociales, esas marcas invisibles -pero actuantes en el imaginario de las comunidades- que trazan demarcaciones entre territorios y entre personas. Por un lado, entonces, están los guetos, y de otro lado existe un mandato no escrito que reza que nadie sale impune del lugar que tiene asignado. Y si a usted le interesa comprender por qué en la Argentina de hoy se discuten tantas cosas con tanta pasión, haría bien en fijarse cuánta gente ha pasado del hambre a la comida, del desempleo al trabajo, de la calle a la escuela y, en suma, de la exclusión a la inclusión.     

Inclusión es una de esas palabritas que le provoca urticaria a cierta clase de gente o, mejor dicho, a la gente de cierta clase muy alta. Otra es integración, pues quien se integra está abandonando un “nicho”, un espacio social condenado al inmovilismo. Pero la palabra que más tirria les genera es, sin dudas, igualdad. “¿Cómo vamos a ser iguales –piensan- si todo nos distingue? Nos separan, desde ya, los linajes, pero también el color de la piel, los colegios a los que fuimos, los valores que adquirimos a través de la educación y, claro, nos separan el esfuerzo, el estudio, los títulos, las propiedades, las relaciones y los vínculos”. Para quienes piensan de este modo, obviamente, hay otros que sí son sus “iguales”, y con ellos comparten el poder y el mando. Y hay “igualados”: un igualado ocasional, fortuito, se tolera y hasta se exhibe como nuestra de tolerancia, pero los igualados de a montón suponen un peligro inaudito. A la corta o a la larga, los igualados terminan asumiendo que la inclusión, la integración y la igualdad son derechos sociales, y entonces se convierten en actores políticos de peso.

¿Por qué le digo todo esto? Porque dentro de poco volvemos a las urnas, y no sea cosa que usted siga creyendo que, por haber escalado algunas posiciones, los “iguales” le reservaron un asiento con su nombre. Desengáñese. Ellos conocen su origen –que siempre es “abajo”-, y no importa lo mucho que usted haya hecho para cambiar de “status”. Si se mudó al Norte, ellos ya no están allí: vendieron cuando usted compraba para no tener que verlo. Me dirá que algunos son sus amigos y hasta le palmean la espalda. No lo tome a mal, pero le están buscando la joroba: usted no se la ve, pero ellos sí. Hágase y, de paso, háganos a todos un gran favor, mi amigo: deje de ver como “igualados” a esos otros que no han tenido su fortuna o sus chances. Y recuerde siempre que mientras cree que finalmente “llegó”, para los “iguales” usted es apenas un émulo de Cantinflas.

No se amargue. Al candidato de las clases altas le pasa lo mismo. Él piensa que el prolijismo y la vacuidad posicionan mejor sus aspiraciones presidenciales. Pero, para los oligarcas, Sergio Massa es tan sólo un instrumento para cerrarle el paso a los igualados y, de ser posible, desterrar del idioma esas tres palabras malditas: inclusión, integración e igualdad.

Por Carlos Semorile.

martes, 1 de octubre de 2013

El fatal ambientalismo de los Boris Grushenko



"Nunca debes matar a un hombre, sobre todo si eso significa quitarle la vida", decía Boris Grushenko retorciendo el sentido común hasta hacerlo estallar contra la lógica. Su complicada filosofía se derivaba de una contradicción primera: era un ruso pacifista en el momento mismo que su patria afrontaba las invasiones napoleónicas. Enrolado contra su voluntad, sus camaradas lo ponían en la boca de un cañón para sacárselo de encima pero, de chiripa, Boris caía sobre una tienda enemiga y desbarataba al alto mando francés. Un anonadado Grushenko se convertía así en héroe nacional.

Luego, la película de Woody Allen seguía otros rumbos igualmente disparatados, pero con lo expuesto nos basta para comentar la detención de dos ecologistas argentinos en los mares de Rusia. Resulta que mientras millones andábamos entretenidos peleando contra el neoliberalismo, comenzó a instalarse en estas pampas un credo ambientalista de muy buen ver en su canchera fisonomía “natural”. Como Boris Grushenko, “los verdes” también se enrolan en una causa superadora del entresijo y el fango nacional en el que los demás están tratando de salvar, entre otros detalles como la propia vida, los recursos naturales del terruño propio. Pero sucede que el ambientalismo -curiosamente como los capitales transnacionales- detesta las fronteras y, al igual que ellos, respeta muy mucho los poderes centrales de este mundo mientras pretende pasar por encima de aquello que está en la periferia.

Parodiando a Woody, cada tanto sus activistas aterrizan sobre un tenderete industrialista de alguna comarca a la que no le es permitido usufructuar sus riquezas para alcanzar –o mantener- el status de Nación. A veces caen presos pero, a diferencia del solitario final de Boris Grushenko, un ejército de abogados y de medios se ocupará de ellos. No sería extraño que, en las semanas que siguen, nos quieran hacer creer que los rusos (siempre tan criminales) se ensañen con los dos héroes argentos. Pero no hay nada que temer: ellos también piensan que “nunca debes matar a un hombre, sobre todo si eso significa quitarle la vida".

Por Carlos Semorile.

jueves, 5 de septiembre de 2013

¿Qué clase de bestias son los sirios?



Aunque uno jamás se formule esta terrible pregunta, debe admitir que conoce la respuesta: son una horda ingobernable en peligroso estado de ebullición interna y, por lo tanto, capaces de las mayores salvajadas. Yendo un poco más lejos, deberíamos aceptar que –salvo casos particulares- jamás nos detuvimos a pensar en Siria ni en su gente, y que lo que afirmamos tan a la ligera no es más que un sonsonete que venimos escuchando y repitiendo sin parar, un retintín que no podríamos sostener en ningún debate medianamente serio. Porque, en verdad, ¿qué es lo que sabemos de los sirios?

O, mejor dicho: ¿conocemos tan siquiera “algo” del pueblo sirio? ¿Qué sabemos de su historia, de sus antepasados, de los grupos étnicos que confluyeron en la formación de la nación Siria? ¿Estamos al tanto de sus costumbres, de los valores que las animan, del modo en que las mismas han sido transmitidas de generación en generación? ¿No será que ignoramos todo lo concerniente a su régimen de gobierno, a su sistema de representación política, a sus líderes sociales, a sus formas de organización comunitaria? ¿Tienen clubes de barrio, sociedades de fomento, locales partidarios? ¿Son gregarios, familieros, adoran el juntarse o todo lo contrario? ¿Salen masivamente a las plazas los días de sol, les gustan las mascotas, son de comer mucho o son medidos? ¿Qué música escuchan, tienen una literatura nacional, visitan sus museos, tienen una pintura y una plástica propia? ¿Tienen filósofos, ensayistas, un pensamiento arraigado en sus tradiciones? ¿Qué atuendos usan y por qué, cuáles son sus accesorios favoritos, son más bien sobrios o gustan de los colores? ¿Qué deportes practican, en qué disciplinas se destacan, cómo se divierten sus jóvenes? ¿Cuál es su credo, respetan los preceptos del culto, confluyen en sus ceremonias? ¿A qué Dios o a qué dioses le rezan?

Tampoco sabemos a dónde van en sus vacaciones, ni si cuentan con buenas rutas y una infraestructura adecuada. ¿Tienen una línea aérea de bandera, aeropuertos en las principales ciudades, una red fluvial integrada y una flota mercante nacional? ¿Hay suficientes médicos, maestros, científicos, ingenieros? ¿La salud, y la educación y los servicios esenciales: son prioridad del Estado o están en manos privadas? ¿Mantienen deuda con el Fondo -o alguno de los organismos-, o son un país que maneja soberanamente su economía? ¿Tienen una política exterior independiente, o están a merced de directrices externas? ¿Existe Siria, pues, como una nación autónoma e integrada a nivel regional y mundial?

Sea como fuere, hay una agresión en marcha que va a arrasar con toda esta diversidad que desconocemos pero que, razonablemente, podemos suponer que existe. El complejo militar-industrial que gobierna los Estados Unidos destruirá la infraestructura nacional siria (sus fuerzas armadas, los puentes y caminos, las plantas potabilizadoras, la red eléctrica, los aeropuertos y represas, etc.), y luego de “la transición” vendrán otras empresas yanquis a “reconstruir” lo que estaba en pie y funcionaba bien. Paradojas del anarco-capitalismo: mientras el país se endeuda a tasas del siglo XXI, muchos de sus habitantes pasarán a sobrevivir en condiciones semi-feudales de existencia. Si esto sucede, Siria dejará de ser una incógnita, y de su riqueza cultural no volverá a saberse nada.

Y esto nos lleva al inicio de estas líneas, cuando advertíamos que el primer bombardeo mediático nos había alcanzado a todos hasta convencernos que “todos los bárbaros” deben ser exterminados. Demasiado a menudo escuchamos aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”, pero los dueños de las usinas de imágenes han pulido el retrato del Otro como salvaje, y por eso no nos asombra que estén a punto de masacrar a los sirios. De la mano del imperio de la imagen, nos están llevando a un estadío pre-verbal, irreflexivo y rústico, que nos deja inermes frente a toda agresión. Recuperemos las palabras y el lenguaje para que triunfen las diversas culturas de los pueblos, y no la homogénea civilización de los poderosos.

Por Carlos Semorile.

martes, 27 de agosto de 2013

Desesperanza



Dice el refrán que lo último que se pierde es la esperanza, pero déjeme decirle que algunos han invertido la fórmula: nos vienen dispersando las ilusiones para luego proceder a un saqueo, prolijo y al ras, de todas las conquistas alcanzadas. Usted sabe quiénes son los dueños de los escobillones, las escobas y las escobillas, y asimismo conoce a los que ofician de barrenderos. Y lo sabe, sencillamente, porque no tiene modo de no saberlo: son los que a todas horas se ensañan con su sencilla y humana necesidad de tener esperanzas. Puede resultarle extraño que políticos en campaña también se afanen en limarle las expectativas hasta convertirlo en un ser sin anhelos. No un hombre o una mujer encaramados en sus deseos y capaces de patalear por sus derechos. No: quieren que usted sea una ausencia, una aflicción, una desesperanza larga como un olvido.

Hablando de olvido, permítame decirle que me cuesta creerle que no recuerde todo lo que tuvimos que remar para volver a sentirnos sujetos después de la carnicería neoliberal. Le hablo de una doble, o más bien triple reparación: se recuperó un piso de dignidad material, se elevó la siempre fustigada autoestima nacional, y se reestablecieron lazos comunitarios que estaban seriamente dañados. Esta triple reparación hizo posible el Bicentenario: yo lo vi ahí, compadre, sintiendo un renacido orgullo por todo lo argentino, y siendo capaz de sumergirse en los otros para ser parte, al fin, de un proyecto colectivo. Usted formó parte de aquella multitud que se miraba a los ojos porque quería dejar de desconocerse, y se atrevía a presentir una patria más suave y dulce.

Pero ahora resulta que vienen los medios pasando el lampazo a lo bruto, y entre “comunicadores”, “prestigiosos analistas”, y candidatos alquilados a última hora, me lo andan convenciendo de que todo fue un error. Que hay que dejar que “el hombre gris” tramite cámaras y patrullajes, para gestionar su desdicha y su literal encierro virtual. Y cuando lo tengan bien acovachadito en su desengaño, estos mismos monopolios comunicacionales van a tener la gentileza de irle contando, pantalla mediante, las tropelías que irán cometiendo con los salarios, las jubilaciones, la deuda externa y la mar en coche. ¿Y el hombrecito gris? No me diga que no lo sabe: como mucho, hará la plancha, y más adelante, cuando se le venga encima el descalabro, “lo renunciarán” para poner a otro que decida todavía menos sobre cada vez menos cosas. Todo esto mientras usted permanece firme, tenaz y mediáticamente,  abrazado a su descreimiento.
      
¿Lo ve ahora? ¿Se da cuenta que el mecanismo, en su simpleza, es siniestro? Primero le chamuscan la esperanza, y una vez que usted quede convencido que creer en algo o en alguien es de pavotes, guadañarán cada uno de los pilares en que se asienta su bienestar material. Se habrá consumado una paradoja perversa: querrá pelear por lo que, en buena ley, considera que es suyo, pero no tendrá ni reservas espirituales ni compañeros para hacerlo. Tampoco estará ya el gestorcito que le mintió que el conflicto era innecesario y absurdo. Será apenas una sombra gris en papeles y videos que, más rápido de lo que usted piensa, irán virando al sepia.   

Por Carlos Semorile.

viernes, 16 de agosto de 2013

Sergio Massa es Gunga Din



Entre las genialidades de Arturo Jauretche se cuenta la de haberle dado un uso criollo al término “cipayo”, para caracterizar con él a quienes traicionan a su Patria. “Cipayo era el nombre que se daba a un soldado indio raso al servicio de un país europeo en Asia, ya fuera Portugal (sipaio), Francia (cipayo) o Inglaterra (sepoy)”. La cita pertenece al británico Richard Gott, autor de una monumental investigación sobre las resistencias y rebeliones que debió enfrentar la Corona de su Graciosa Majestad durante la época de su consolidación imperial, datos que no forman parte de la “historia oficial british”. Leyendo al “revisionista” Gott, nos enteramos que inclusive los “batallones nativos”, o sea los cipayos, también protagonizaron motines y levantamientos en fecha tan temprana como 1764. Los ingleses solían mantenerlos bajo control por medio de una buena paga o, en caso de rebeldía, mediante el terror: al cipayo levantisco lo ataban a la boca de un cañón y… pumba!, a buscar los pedacitos esparcidos por el fuerte.

Sin embargo, el modelo de cipayo que como arquetipo instaló el cine yanqui es Gunga Din, un simple aguatero indio que sirve a tres oficiales británicos con una lealtad y una obsecuencia digna de vómito. Si la memoria no me falla, en la escena final, cuando los resistentes indios están por hacer puré a toda una compañía inglesa, Gunga Din toca el clarín que advierte a los invasores y les permite masacrar prolijamente a los nativos. Pero Gunga Din paga con la vida su cipayesca clarinada, y es ascendido post mortem a la categoría de soldado de la Reina. Ante su tumba, los oficiales invasores, conmovidos hasta el tuétano, le recitan el verso final del poema de Rudyard Kipling que dio origen a todo este bodrio: “¡Tú eres mejor hombre que yo, Gunga Din!” (total?, Gunga ya no está en condiciones de contradecirlos… ni lo estuvo nunca).

Pero los soldados cipayos no siempre estuvieron tan servilmente inclinados como el buenazo de Gunga. En 1806 (sí, mientras los ingleses invadían el Río de la Plata), los cipayos se insurreccionaron debido a que sus jefes ingleses pretendían que dejasen de usar aros en las orejas, se afeitasen las barbas y reemplazasen sus viejos turbantes por unos nuevos similares a sombreros. Con buen tino, preveían que estos “desplazamientos” darían lugar a males mayores: “Luego seremos condenados a beber y comer con los parias y los infieles ingleses, darles nuestras hijas en matrimonio, convertirnos en un solo pueblo y seguir una sola fe”. La práctica inglesa del cañoneo terminó con la revuelta y, también, con las preguntas. Pero en 1857 y 1858, los cipayos recibieron una nueva ofensa de parte de sus amos (debían usar un cartucho untado con cebo vacuno o bovino, animales sagrados para ellos), y esta vez Inglaterra debió exigir a fondo toda su potencial militar para impedir que la rebelión cipaya los privara de su trabajosa arquitectura imperial.

Pero como el lector atento ya habrá adivinado, todo lo anterior no es más que un largo prolegómeno para hablar de nuestro asiduo visitador de la embajada gringa, Sergio Massa. ¿Qué tipo de cipayo es Massa? ¿El que se rebela por enraizados motivos culturales, o al que toca el clarínete para avisar que viene la montonera? ¿El que se niega a que le toquen preciadas tradiciones comunitarias –como quien dice la independencia económica, la soberanía política y la justicia social-, o el que las entrega en bandeja para seguir siendo el sumiso aguatero que aspira a un “puesto menor”? No jodamos: Sergio Massa es Gunga Din de acá a la India, y su forzada sonrisa tiene el signo fatídico de aquellos que pudiendo servir a la Patria, eligieron traicionarla.

Por Carlos Semorile.

martes, 13 de agosto de 2013

Lo gris



No sabía que le gustara el gris. Nunca me lo manifestó. Podía sospechar que el negro y el blanco, así a secas, le disgustaran por su amenaza de absoluto, por su tendencia a aplanar los matices, las graduaciones. Siendo tan lindos los azules, los naranjas, los verdes, no me imaginé que se inclinara por lo gris, con su anodina textura y su opaco devenir. No necesita usted decirme lo que ambos sabemos de sobra: le repitieron mañana, tarde y noche que algunos brillos son peligrosos, que ciertos fulgores arrebatan el alma y así, de a poco, lo han convencido que el violeta es un extravío y que el fucsia se aproxima al delirio.

Lo han timado, mi amigo! Le robaron los colores, viejo! Si todavía no me cree, mire a su alrededor y, con una mano en el corazón, dígame si ve alegría en los rostros, si percibe algún júbilo a lo largo y a lo ancho del país argentino. Y si no lo percibe es porque, sencillamente, no lo hay. Porque el gris no es, como le dijeron, la síntesis de estos años coloridos pero sin sus “abundancias cromáticas”. Qué excesos me pregunto y le pregunto, si yo a usted lo vi disfrutar cuando pusieron un prisma delante de sus ojos, y ahora lo noto tristón, preocupado por un sentimiento tan escurridizo y viscoso como ese hombre gris que finge futuros y ya le está robando el presente.

No lo ve? Sienta, entonces, la manera alevosa en que el gris le carcome las esperanzas y las reemplaza por un horizonte macilento donde los días se suceden sin ilusiones, anodinos y vacuos como el quetejedi gris. Cuídese, paisano! La mirada suele ser un reflejo fiel de la conciencia, y nos andan queriendo empaquetar con una ceguera que empieza siendo gris, y termina negra y fiera.

Por Carlos Semorile.

viernes, 31 de mayo de 2013

Horacio González, entre la iluminación y la comprensión



Ayer tuve la fortuna de asistir a la presentación del libro “Historia conjetural del periodismo”, último trabajo de Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional. Y pienso, y siento, y finalmente escribo “fortuna”, porque he leído muchos de sus ensayos pero nunca antes había estado en el bautismo de alguno de ellos. Este de anoche tuvo lugar en el Museo del Libro y de la Lengua, cuya directora, María Pía López, fue la encargada de abrir las exposiciones. Y lo hizo señalando la que tal vez sea la característica sobresaliente del abordaje filosófico que González hace de sus temas; esto es: no juzga ni condena, intenta comprender. López advirtió que sumergirse en el pensamiento de Horacio no es una tarea sencilla pero, al igual que el río de Heráclito, uno sale de sus escritos con la conciencia de que ya no podrá leer de la misma manera a los autores y los textos por él citados. En el caso en particular de esta historia conjetural, González nos introduce en el doble debate del presente del periodismo, lo cual supone debatir sobre un tema en particular, sin dejar de discutir sobre los modos de abordaje que imponen los medios comunicacionales a través de “formatos predigeridos de goce, tiempo y habla”.

Florencia Saintout (Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata) también remarcó la existencia de un periodismo que, en un giro asombroso, ha abandonado toda capacidad auto reflexiva para terminar ofreciendo un lenguaje opaco y carente de horizontes. Saintout sostuvo que, por el contrario, el libro de Horacio sorprende por su capacidad de abrir nuevas perspectivas acerca de un tema sobre el cual parece que ya se ha dicho todo, y lo hace cabalgando sobre todas las tensiones que pone a disposición del lector.

El tema del lector fue abordado por el Director Nacional del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Eduardo Jozami habló de un libro difícil, que en un principio parece previsible -y hasta ofrece un desarrollo cronológico de temas y autores-, pero que está signado por la sorpresa de ofrecer siempre un impensado punto de vista. En este sentido, como ya lo había señalado López, la escritura de González se aparta de lo convencional y es exigente con sus lectores. Para Jozami acaso sea necesario que el lector supere un momentáneo desánimo, fije la vista y prosiga con la lectura porque, sostuvo, en las páginas Horacio le esperan “reflexiones inteligentes, relaciones inesperadas y afirmaciones luminosas”.

Tal vez porque González habla como escribe (o escribe como habla; sea lo que fuere, se le agradece), sus palabras finales nos ofrecieron algunas de aquellas tensiones, iluminaciones y comprensiones que habían preanunciado sus presentadores. Así visto, indócil a las etiquetas fáciles de los medios masivos, el periodismo adquirió la misma estatura dramática que el resto de la vida pública argentina. Una sociedad que hoy tiene a personalidades como Saintout, López, Jozami y González al frente de algunas de sus instituciones más importantes. Intelectuales que, como planteara Saintout respecto de Horacio, merecen nuestro abrazo ante los agravios que les prodigan los medios concentrados. Ese abrazo, si se me permite, deberíamos dárselo también por la generosidad con que nos brinda su mirada, esa que ilumina y comprende.

Por Carlos Semorile.

domingo, 26 de mayo de 2013

El desvelo



No recuerdo haber vivido otro período histórico en el que la Plaza de Mayo haya sido tan asiduamente “la plaza de nuestras libertades” como lo fue, y lo sigue siendo, en estos diez años kirchneristas. Durante “la década ganada” hemos colmado muchas veces “La Plaza”, derramando en ella, y en sus alrededores, manifestaciones de porfiada lucha, del dolor más inesperado y gigante, de aguante con el ceño fruncido y el nervio atenazado y alerta, pero también de intenso disfrute, de felicidad propia y de dicha compartida. Nada humano le es ajeno a nuestra plaza, y quien no la haya transpirado en multitud podrá acaso ubicarla en un mapa, pero difícilmente la lleve, como a un amante a su amada, bien adentro de su corazón.

Ayer, 25 de mayo, volvimos a ella con la alegría del anunciado festejo. Nos esperaban la música, la danza, el asombro por los espectáculos futuristas, y la renovada esperanza de encontrarnos con el flamear de las banderas, el cantito ingenioso que nunca falta, la frase genial que alguien estampó con trazo grueso en una cartulina, el olor de las parrillas y los rostros desconocidos de tantos hermanos. Pero también llegamos a La Plaza como Pueblo que vuelve a sus orígenes y reedita el mito patrio de querer saber lo que nos pasa y, desde allí, tomar las riendas del común destino. Dicho en la lengua de estos tiempos maravillosos: fuimos a escucharla a Cristina.

Créanme aún aquellos que no se permiten vivir la bella emoción de la esperanza: una multitud pocas veces reunida cesó sus cánticos y voceos para oír, con expectativa y anhelo, la palabra de la Presidenta. No es extraño que así suceda, bien lo sabemos todos aquellos que esperamos sus discursos para escuchar la genuina voz de la nación y, al mismo tiempo, el grado más alto de una renacida conciencia argentina. Por estas poderosas razones, las alocuciones de Cristina son seguidas por muchedumbres en trance de encontrar en ellas la verdad que los medios hegemónicos ocultan, tergiversan y deforman. La autenticidad, la exactitud y, en última instancia, la realidad están ausentes de “la cadena nacional del desánimo y el miedo” y es por ello que ayer, lejos de irse, las mujeres, los hombres y hasta los niños ocupaban estoicamente su conquistado pedacito de suelo en espera del mensaje de la Presidenta.

De entre las muchas cosas que Cristina dijo, me resulta sustantivo que haya planteado que “esta plaza no es una plaza de ayer ni de hoy, es una plaza de futuro, de porvenir, es una plaza y una Patria preñada de esperanzas, de sueños, de ilusiones”. Y aquí la Presidenta habla por los cientos de miles que pensamos que el dilema, la encrucijada, es entre dos épocas: una nos permite tener un presente cada vez con mayor dignidad, y nos proyecta hermanados hacia el porvenir; la otra, es el retorno al pasado, a la fragmentación, el abatimiento y la desdicha. Por eso, querida Cristina, entendemos tu desvelo, que es también el de todas y todos, nuestro común desvelo de que nadie nos robe lo que tanto nos ha costado. Es un desvelo que debemos resolver en la vigilia de cada uno de los días que vendrán, con la musculatura alerta y la inteligencia extremada hasta sus confines. Para seguir conquistando, como trabajosamente lo venimos haciendo, la plenitud de nuestras potencialidades materiales y espirituales.

Por Carlos Semorile.

martes, 30 de abril de 2013

Exterminad a todos los negros



El ensayista sueco Sven Lindqvist escribió hace ya tiempo un libro fundamental que, como corresponde, casi no se conoce, pese a que tenemos la fortuna de contar con una edición de la UBA disponible a un precio irrisorio. Es, creo, indispensable leerlo en estos tiempos de resurgidas violencias oligárquicas.

¿Qué tiene de especial el libro de Lindqvist, cuyo título nos reservamos para no adelantar conclusiones? Para empezar, tiene la virtud de ser la obra de un europeo que se anima a correr la delgada capa de barniz civilizatorio con que las potencias de la vieja Europa adornan sus conquistas. Una vez descorrido el velo, aparece la animalidad más primitiva y básica que desemboca en la brutalidad y en el asesinato: “Nuestra exportación más importante -reflexiona como europeo Sven Lindqvist- era (y es, actualizamos nosotros) la violencia”. Para Lindqvist, el origen de todas las violencias imperiales está en una falaz pero inconmovible idea de superioridad: “En África, Australia y América y en todas las miles de islas de los mares del sur, viven razas inferiores. Tienen -quizás- distintos nombres y tienen entre ellos pequeñas diferencias sin importancia, pero todos ellos son, realmente, ‘negros’. ‘endemoniados negros’. ‘Los finlandeses y los vascos y todo lo que se llamen, no son tampoco para tener en cuenta, son una especie de negros europeos, condenados a desaparecer’. Los negros siguen siendo negros, más allá del color que tengan (…) Los negros no tienen ningún cañón y por lo tanto ningún derecho. Sus países son nuestros. Sus ganados y sus campos, sus miserables enseres domésticos y todo lo que poseen y tienen es nuestro, del mismo modo que sus mujeres son nuestras, para tomarlas como concubinas, castigarlas y permutarlas. Nuestras para contagiarlas con sífilis, preñarlas, maltratarlas y hacerlas sufrir ‘hasta que los más perversos de nuestros malvados las hayan convertido en algo más miserable que los animales’ (…) El hipócrita corazón británico palpita por todos, excepto por aquellos que el propio imperio británico ahoga en sangre”.

Lindqvist dice que el autor de las líneas que él ha estado comentando es el aristócrata y socialista escosés R. B. Cunninghame Graham, un hombre que vivió algunos de sus años de juventud en la Argentina. “Después de una vida aventurera en Sud América, había retornado al país natal y a una carrera como político y escritor. Algunos meses después de ‘Bloddy Niggers’ (el escrito de Cunninghame que Lindqvist comenta), Graham leyó el relato Una avanzada de la civilización, y encontró un alma hermana en su crítica al imperialismo y en su asco por la hipocresía. Le escribió a Conrad y con esto se inició un intercambio epistolar, que es único en su seriedad, en su grado de confidencialidad y en su intensidad. Graham se convirtió en el más íntimo amigo de Conrad”. Tiempo después, Conrad leerá Higginson´s Dream, un relato de Graham con cuyo punto de vista se siente plenamente identificado: “Cuando las razas de color se extinguían, esto no se debía a ninguna inferioridad biológica, sino a lo que nosotros llamaríamos hoy el ‘choque cultural’; la exigencia de adaptarse inmediatamente a la singular especie de cultura occidental (el gin, la Biblia y las armas de fuego)”. El personaje de ese cuento de Graham tiene muchas similitudes con el de una novela que Conrad está a punto de escribir, El corazón de las tinieblas: “Higginson es, al igual que Kurtz, cosmopolita, ‘medio francés, medio inglés’. O sea que es, abreviando, europeo. Y al igual que Kurtz representa un Progreso que implica genocidio, una civilización cuyo mensaje es ‘Exterminad a todos los brutos’”.

Y así titula Lindqvist su magnífico ensayo: “Exterminad a todos los brutos”. O a todos los salvajes, o a todos los bárbaros, dependiendo de la traducción. Este es, en definitiva, el corazón del pensamiento civilizador: todo lo que se oponga al progreso civilizatorio, será calificado de bárbaro y pasado a degüello. En las semicolonias, este esquema imperial se repite al interior de nuestras sociedades fragmentadas, y las clases acomodadas ven a las clases subalternas como “negros endemoniados más allá del color que tengan”, multitudes bárbaras opuestas a la civilización o al “republicanismo” de turno.

Del mismo modo que Kurtz, los intelectuales de las derechas latinoamericanas (recientemente reunidos en Rosario) realizan sus incursiones hacia “el corazón de las tinieblas” peronista/kirchnerista/chavista/populista (táchese o agréguese lo que se considere necesario). Y al igual que el personaje de Conrad -luego recreado por Marlon Brando y Francis Ford Copola- se explayan en sus “impresiones” para la compañía naviera o para el medio para el cual editorializan. El contenido siempre es el mismo: una mirada denigratoria de lo que somos como Pueblo, de nuestros dirigentes políticos, y del lamentable destino que siempre nos espera si persistimos en abismarnos por el sendero de nuestras tozudas esperanzas comunitarias, y en la idolatría de unos hombres erróneamente devenidos en mitos (mitos que, según su mirada europea, son un atentado a la “Razón”).

Estos “escribas” cultivan el odio y pregonan la guerra a toda la cultura del pueblo. Desde la suma indigna de todos sus prejuicios, ellos piden que alguien extermine a todos los negros. Algunos dirigentes, como Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, Guillermo Montenegro, Horacio Rodríguez Larreta, Cristian Ritondo y otros de la cúpula del PRO, se salen de la vaina por castigar a quienes cometen el pecado de creer que, siendo pobres, les asiste el derecho a una vida digna, a un presente justo y un porvenir dichoso. Dicho en criollo: quieren darle a Magnetto el muerto que el Monopolio necesita para instalar un clima de zozobra y de “final de ciclo”. En esto culmina la barbarie de la razón civilizatoria. Ya nadie pueda darse por no avisado, y decir que no sabía que el “pensamiento cacerolo” empieza golpeando una olla y termina cometiendo crímenes políticos, sociales, culturales y raciales.

Por Carlos Semorile.

viernes, 12 de abril de 2013

Lo fragmentario


    “Poder y Desaparición” es uno de esos estudios que la democracia puso sobre la mesa para reflexionar acerca del Estado Terrorista, sobre sus hórridos mecanismos y sobre el modo en que éstos buscaron afectar a la comunidad civil. Junto con “Política y/o violencia”, es uno de los mejores ensayos sobre el período. Y acaso ambos lo sean porque su autora, Pilar Calveiro, fue una activa militante y una lúcida pensadora sobre las circunstancias que ella misma atravesó como detenida/desaparecida. Al analizar el funcionamiento de los campos de concentración de la Dictadura, Calveiro señala que los prisioneros eran “cuidadosamente separados entre sí por tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está profundamente interconectado”. Esta compartimentación, agrega Calveiro, funciona “como antídoto del conflicto” que se busca desactivar, y trabaja desintegrando lo que antes estaba organizado. Asimismo, esa separación esquizofrénica no sólo atraviesa a los sujetos y al propio campo de reclusión, sino también a la sociedad en su conjunto. Una sociedad, pues, separada en compartimentos estancos, alejados entre sí sus miembros por mecanismos que desintegraban el tejido comunitario, al punto tal de llegar a una zona cierta de esquizofrenia: la de no poder reconocerse como hijos de un mismo pueblo.

Me he permitido este largo preámbulo para recordar que de ahí venimos, del descalabro social que significaron primero el Terrorismo Estatal, y luego la continuidad del desquicio neoliberal de la Democracia Tutelada. Desde 2003, fuimos dando vuelta la taba y aquella alienación de lo fragmentario fue superada mediante a políticas acertadamente llamadas de integración. Gracias a este proyecto, hoy tenemos solidaridad donde antes había indiferencia, organización donde existió fragmentación, encuentro donde hubo compartimentación, salud en vez de perturbación, militancia donde imperó el miedo. Vaya logros! Vaya conquistas! Si hasta parece mentira estar revertiendo tanto en tan poco tiempo!

Pero el enemigo no descansa y hoy ataca –pecheras mediantes- la unidad de las fuerzas que sostienen esta renacida democracia (a la que deberíamos poder bautizar de un modo que grafique su inaudita novedad y sus fervientes anhelos de soberanía popular). Separar a la militancia de “la gente” parece ser el objetivo de la movida y es un punto crucial porque –como alguna vez explicara Scalabrini Ortiz- “lo más grave, no ha sido la destrucción sistemática de toda la actividad económica propia del país sino la desunión, la dispersión, la falta de solidaridad entre todos los factores que reunidos podrían quizás contrarrestar aquel ataque premeditado”.

Resumiendo: si no queremos regresar a la dispersión, a la fragmentación, a la esquizofrenia de una sociedad dividida en compartimentos estancos, al estado de alienación producto de la desintegración, entonces debemos mantenernos integrados, organizados y solidarios como en estas memorables jornadas de amor comunitario. Ya sé: el amor no suele ser estar dentro de las categorías políticas habituales pero, como dice una buena socióloga y mejor amiga, “la política debiera ser lo que uno hace, genuinamente, en nombre de otro. No contra otros, no meramente juntos a otros. Lo que uno hace en nombre de otro”. En eso andamos los que “unidos triunfaremos”.
Por Carlos Semorile.