martes, 29 de noviembre de 2022

Abrazar al Poeta

 






Éramos jóvenes, estábamos enamorados de sus canciones y ya lo considerábamos, incluso por sobre sus exquisitas melodías, como un inmenso poeta. El mayor de todos los que conoció nuestra generación.

 

Lo seguimos luego de un recital, lo rodeamos como en una súplica de promesantes, y nos regaló unos instantes de fraternidad y ternura. Pasó el tiempo y perdura la dicha de haber abrazado al reparador de sueños.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Néfli y su “revisionismo dominguero”

   Vamos a decir, en principio, algunas obviedades que hoy parecen estar algo olvidadas: cualquier película que usted vea, y las que no ve también, en verdad todas las películas sostienen una tesis. Así como se escribe a favor de algo y en contra de otra cosa, el cine hace lo mismo y esa toma de posición puede estar más o menos aludida, pero nunca deja de estar. Ni siquiera cuando se pretende, como en el caso de “El prodigio”, que es el espectador quien debe decidir cuál es la realidad.

 

Empecemos entonces por los hechos. A mediados del siglo XIX, Irlanda se encontraba bajo dominio inglés, y, por imperio de las políticas de la corona británica, sometida de modo férreo al monocultivo y a la excesiva parcelación de sus tierras. Bajo estos grandes condicionantes, la dieta de la mayoría de los pauperizados campesinos irlandeses se sostenía casi en exclusividad en el consumo de papa. Por ello, cuando un hongo destruyó la cosecha de papas se inició la Gran Hambruna, que duró entre 1845 y 1851. A diferencia de anteriores y localizadas hambrunas, ésta estuvo mucho más extendida y provocó que muriera más de un millón de personas y que medio millón emigrara (el inicio de esta diáspora haría que, hacia fines de ese siglo XIX, un 40% de los irlandeses vivieran afuera de la isla). Entre muertos y emigrados el impacto demográfico fue tan grande que aún hoy –inicios de la tercera década del siglo XXI- Irlanda no ha podido recuperar la cantidad de habitantes que tenía en 1841.

 

Mientras duró la Gran Hambruna se vivieron situaciones atroces. Millares de personas vagando como espectros por los campos en busca de algo que comer, y muriendo de hambre y siendo enterradas en el sitio donde caían debido a la extenuación; la aparición de enfermedades como tifus, difteria, fiebre amarilla, disentería, escorbuto y cólera asiática; y las evicciones (unas 200.000) ordenadas por buena parte de los terratenientes: las familias que no estaban en condiciones de pagar la renta eran desalojadas y sus casas echadas abajo en el mismo acto. Cuando visitó Irlanda en 1856, Federico Engels quedó impactado por las condiciones de vida en la isla y por estas ruinas de las antiguas casas campesinas; tanto que le escribió a Carlos Marx: “Nunca creí que una hambruna pudiera tener una realidad tan palpable”.

 

Aunque hubo casos puntuales de terratenientes que trataron de paliar el hambre -o los llamados soperos que daban un plato de sopa a cambio de la conversión al protestantismo-, hacia 1847 tres millones de personas recurrían a los asilos que daban albergue a los hambrientos errantes. Sin embargo, lo peor de todo es que desde los puertos de Irlanda seguían saliendo cargamentos de comida y que estos embarques se sostenían a punta de fusil. Como sostuvo el escritor irlandés Brendan Behan, “en 1847 Irlanda exportaba cereales y ternera en cantidad más que suficiente para alimentar hasta cuatro veces su población. La comida se tenía que vender para pagar el arriendo y que el terrateniente, su esposa y sus amantes siguieran viviendo confortablemente en Inglaterra”.

 

Otra consecuencia devastadora de la Hambruna fue la que produjo a nivel cultural, ya que las regiones más afectadas fueron las de habla irlandesa, quedando sólo un cuarto de la población en condiciones de hablar su idioma nativo. Por si todo lo anterior fuera poco, quedó flotando una sospecha sobre el origen de la plaga, recogida por un refrán campesino que sostenía que “Dios envió la enfermedad de las papas, pero los ingleses causaron la Hambruna”.

 

El ingenio popular no andaba lejos de la verdad pues desde 1801, Acta de Unión mediante, los irlandeses eran súbditos ingleses e Inglaterra debió haberse ocupado de paliar el hambre y sus devastadores efectos. Es verdad que durante el desarrollo de la hambruna hubo dos administraciones inglesas que tuvieron actitudes diferenciadas, pero también es cierto que lo que se hizo fue insuficiente e ineficaz, y que quienes optaron por no intervenir sabían lo que hacían pues sostenían –como dijo el administrador inglés Charles Edward Trevelyan- que la supuesta “sobrepoblación” de Irlanda “estando más allá del poder del hombre, ha sido remediada por un golpe directo de una providencia sabia de una forma tan inesperada y tan inconcebible como probablemente efectiva”.

 

Algo de este cinismo inglés se repite en este parlamento del Ulises de Joyce, que es una suerte de síntesis de los sucesos: “Fueron echados de sus casas y hogares en el negro 47. Sus cabañas de barro y sus chozas a la vera del camino fueron arrasadas por la topadora y “The Times” se frotó las manos e informó a los sajones pusilánimes que pronto habría tan pocos irlandeses en Irlanda como pieles rojas en América. Hasta el Gran Turco nos envió piastras. Pero el Sajón intentó hambrear a la nación en su país mientras en la tierra abundaban cosechas que las hienas británicas compraban y vendían en Río de Janeiro. Sí, echaron a los campesinos en hordas. Veinte mil murieron en barcos cementerios. Pero los que llegaron a la tierra de la libertad recuerdan la tierra de la esclavitud. Y volverán otra vez y en mayor número”.

 

Lo que suele llamarse evidencia histórica prueba, de forma documentada y apabullante, que Inglaterra aprovechó la Gran Hambruna para despoblar la isla de Irlanda. Por ello, resultaba indignante que una película pretenda distorsionar la realidad contando la historia de una niña que no come por causa del fanatismo religioso de sus padres, y que la ignorancia de los nativos justifique la “salvífica” intervención de una enfermera inglesa. Que además esta enfermera les queme la casa y secuestre a la niña para llevársela bajo una identidad falsa al otro lado del mundo, no es una opción del espectador como pretende el forzado cierre del film. Esta es su tesis: como todos los pueblos bárbaros, los irlandeses son niños que necesitan ser tutelados.

 

Por Carlos Semorile.

lunes, 14 de noviembre de 2022

El poderoso encanto de la dulzura


 

El sábado 12 pudimos, ¡al fin!, disfrutar de un concierto de Katie James, el segundo de la serie que viene haciendo en este su primer viaje a la Argentina, una estadía autogestionada y por ello mismo limitada a unas pocas ciudades -Buenos Aires, La Plata y Mar del Plata-. La bonita sala del palermitano Teatro Border resultó apropiada para su primer encuentro con un público que la esperaba con muchas ansias, tras largos meses de escucharla y seguirla a través de las redes sociales.

 

Una primera buena noticia es que la persona que conocíamos sólo a través de medios virtuales es la misma que vimos la otra noche: una mujer encantadora, alegre, cálida, sonriente, vital y amabilísima. También sabíamos de la dulzura de su canto y de sus dotes musicales como compositora e intérprete, y tuvimos la dicha de verla desplegar ambas cualidades en un repertorio donde ella se animó a ponerle el alma a algunos temas muy argentinos como la “Canción de las simples cosas”, el vals “A unos ojos” (que Katie recordaba cantada por Los Visconti, pero que también hicieron Edmundo Rivero y, aún antes, Carlos Montbrun Ocampo), y la maravillosa zamba “La Pomeña”, acompañada por su colega y amiga local Yasmin Occhiuzzi, pues esta porteña supo hacer una potente versión de “Toitico bien empacao”.

 

Lo que ha sucedido con este tema de James merece todas las alabanzas que, de seguro, se le han hecho y se le seguirán haciendo, pero el homenaje más grande es que se haya hecho un lugar –por derecho propio- dentro del cancionero popular latinoamericano. Este bambuco ya es un emblema y, como dijo su autora, muestra otra faceta suya: la de tener la claridad y la firmeza para expresar en versos, como buena juglar, el testimonio de una situación de índole social.

 

Las demás canciones –suyas y de otros- tienen ese aroma nostalgioso de los amores que llevamos, como las personas que quisimos y acaso nos quisieron, o los lugares que nos dejaron una marca indeleble, y que nuestros poetas y músicos plasmaron como folklore. Que Katie James rescate ese repertorio habla de su exquisita sensibilidad, y que eso vuelva a escucharse es una señal del poderoso encanto de la dulzura.

 

Por Carlos Semorile.

lunes, 7 de noviembre de 2022

La grasita


    Pocas cosas más sanadoras que ir al teatro y salir de allí en estado de gracia por haber presenciado una obra que el afiche presenta como “espectáculo unipersonal de narración oral”, aunque aún siendo así es mucho más que eso. Y por varios motivos. Uno de ellos es que siendo su intérprete -Lili Meier- una consumada narradora oral, también demuestra en escena tener grandes dotes de actriz.

 

Por otra parte, está el texto que Meier despliega ante el público con una formidable capacidad evocativa que nos sitúa siempre en el tiempo y el lugar que el personaje transita y, más que nada, nos arrima a su ternura y a la de otras mujeres que son cruciales en esta historia, como su madre y su tía. No conocemos el libro homónimo de la escritora Mercedes Pérez Sabbi, pero imaginen cómo habrá sido la función que uno se queda con ganas de buscarlo y leerlo.

 

Además, podemos debatir cuáles son los límites de lo “unipersonal” cuando la narración nos incluye a todos porque, aunque no hayamos estado en Plaza de Mayo cuando fue bombardeada en 1955, se trata de nuestra historia y porque entonces lo personal termina siendo una crónica colectiva que, por más que uno haya visto muchas veces las imágenes de aquella infamia, nos conmueve desde un lugar distinto.

 

No podemos ni debemos decir más, a riesgo de arruinar la catarsis de futuras espectadoras y espectadores. Digamos, sí, que gracias a “La grasita” nos llevamos su voz para no olvidarnos nunca de la esperanza.

 

Por Carlos Semorile.