José Hernández
escribió en su “Martín Fierro” el verso que mejor refleja tanta perversidad: “Las cosas que aquí se ven/ni los diablos
las pensaron”. Un descalabro bestial que cada día eleva su cuota de
humillados, ofendidos y ultrajados, y que -en su soberbia- no parece advertir
el modo en que se va aglutinando lo que hasta hace nada estaba disperso y sin
amalgama. Aunque sólo seamos “restos pampeanos”, hoy estaremos en la marcha
porque “sin nosotros no somos nada”.
martes, 23 de abril de 2024
Un descalabro bestial
martes, 2 de abril de 2024
La dignidad de una voz
A raíz del desguazamiento
del Programa “Primeros Años” de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia,
comparto un texto que originalmente fue publicado en agoto de 2018 en el blog “Nuestro
Querer”, cuando el experimento neoliberal de aquel momento amenazaba con su desmantelamiento.
Hoy la situación es mucho peor porque, además, alcanza a otras áreas sensibles
del Estado, como la Anses y tantas otras.
No hay imágenes, es tan sólo un audio que deja ver muchas cosas
si, como decían mis abuelos, se abren bien “los
óidos”. La que habla es una mujer de treinta años, F., madre de “cinco hermosos, maravillosos hijos”.
Ella trabaja en un programa estatal que fue creado, en el año 2006, por el
gobierno popular y que, milagrosamente, aún se mantiene en pie: la función de
F. como “facilitadora” consiste en acompañar a las familias con hijos de 0 a 4
años para brindarles asesoramiento en la crianza.
Dicho así, puede perderse en la vaguedad de una nebulosa sin cable
a tierra, pero F. enseguida aclara que su labor en los barrios pasa por enseñar
cosas tales como nutrición, amamantamiento, calendario de vacunas, y varios
ítems más, pero también a “que sepan la
importancia que tiene un libro, de leer un cuento a sus niños, de tomarse ese
tiempo”.
La voz de F. se detiene, parece que vacila, y luego arranca de
nuevo porque necesita decir lo que ella misma aprendió enseñando a otras
mujeres: “Aprendí a escuchar a mis hijos,
a compartir más momentos, a sentarme a leerles un cuento, a jugar -sobre todo a
jugar-, a cocinar sano. Aprendí a ser compañera, una mejor esposa, una mejor
mamá, una mejor hermana, tía, amiga, a escuchar a los demás”.
Dice que antes no era así, ella no escuchaba, y retoma el tema de
los libros: “Mis hijos agarran libros,
antes no, y leen sus propios cuentos, se leen unos a otros, éso no lo hacían:
lo hacen porque me ven a mí ahora, antes yo no lo hacía. Antes me decían: ‘Má,
¿me comprás ese libro?’, y yo les decía: ‘¿Para qué querés ese libro? Dejá de
joder’. Y ellos me miraban como diciendo: ‘Es más rara mi mamá’”.
“Pero hoy sí tengo, tengo
una biblioteca enorme en mi casa, muy linda, donde comparto todos esos libros
con mis hijos; tengo también libros que me han dado en el Programa para
trabajar con las familias, y que yo les leo a mis hijos siempre: ya dejé de ocuparme
tanto de mi casa, de lavar, de limpiar (un poco), y me ocupo más de mis hijos,
trato de darle más tiempo a ellos”.
El primer audio termina con F. agradeciendo, muy conmovida, a
todas sus compañeras y a todas las integrantes del equipo técnico por haberle
cambiado la vida. Pero se ve que no se quedó conforme y vuelve a grabar sus
impresiones, esta vez con voz más firme, y ella más suelta, mientras por detrás
se escuchan los gritos de sus hijos más chiquitos, y el ladrar de unos perros
en una típica estampa conurbana.
Dice que el dinero de la beca le viene bien, pero que no lo hace
sólo por eso: “A mí me gusta mucho el
Programa, me siento bien. No veo la hora que llegue el martes para ir, salgo,
me despejo. Me gusta compartir con las chicas, escuchar lo que hablan: a veces
no soy mucho de hablar, soy vergonzosa, cuando hablo se me enciende la cara,
pero de a poco estoy perdiendo la vergüenza, y eso también lo estoy
aprendiendo”.
“Soy feliz haciendo las
planillas (donde vuelca los resultados de sus
entrevistas con las familias), me siento
orgullosa, me siento ‘importante’; es más: me armé una oficina en mi casa, una
mesa donde tengo todos los papeles, todas las planillas, todos los libros y
cuadernillos que nos dieron. El otro día me regalaron una silla de esas de
oficina y la puse ahí; mi marido se me caga de risa: ‘Toda una empresaria, Mami’”.
“Él se da cuenta que a mí
me gusta, y me acompaña siempre, me incentiva a hacer esas planillas, y me
dice: ‘¿Querés que te ayude?’. Y cada martes cuando vuelvo, me pregunta: ‘¿Y?
¿Cómo te fue? ¿De qué hablaron? ¿Te dieron tarea?’. Y es que yo siempre hago
cosas: no nos piden, pero yo hago igual porque cuando voy a visitar a mis
familias siempre les llevo algo. La otra vez hice recetarios, como un souvenir”.
Ya sobre el final, F. rescata el apoyo de su compañero: “La verdad es que también tengo el acompañamiento
de mi esposo, que él siempre me ayuda, y siempre me dice que si no fuera porque
tiene vergüenza de estar entremedio de todas las mujeres, ya estaría
participando del Programa. A veces me dice: ‘¿Por qué no te quedás vos acá, y
yo voy al Programa? Yo voy y te reemplazo’. O ve que no me sale un dibujo, y me
ayuda”.
Como cierre, F. reitera su agradecimiento, pero también habla de
su dignidad: “Quiero que sepan que estoy
orgullosa de mí, y de todo lo que aprendí, y que todavía tengo mucho para dar,
para brindarles a mis compañeras, al grupo técnico, a mis familias, a todos. Y
muchas gracias”.
Carlos Semorile.
lunes, 1 de abril de 2024
Recetas de cocina
Más o menos para la misma época en que conocí al académico finlandés (ver
-en este blog- “La rea danesa”), una joven promesa de las ciencias de la
educación decidió que continuaría sus estudios en Alemania. Aunque aquí era el
protegido de una muy reconocida pedagoga, parecía que en la Argentina había
llegado a su “techo”. Pese a no hablar el idioma, se mandó a realizar una
maestría –¿o era un doctorado?- en tierras germanas. Cuando un año y monedas
más tarde regresó al país, estaba doblemente feliz: por haberse enamorado, y
por haber “salido del closet”.
Pese a su sonoro apellido italiano, el joven educador tenía cierto
aspecto teutón o, al menos mientras mantenía a raya a sus genes, pasaba por tal
en su nuevo entorno. Vivía con su pareja en las afueras de Münich, ciudad que
le encantaba porque tenía una buena movida cultural y una atractiva bohemia
nocturna, amén de ser tolerante o decididamente amigable con el mundo gay.
Esto nos lo contó, lleno de entusiasmo y dicha, en Buenos Aires, y luego
nos lo siguió contando a través del entonces novedoso –al menos para algunas y
algunos de nosotros- correo electrónico. Por este medio, siguió hablando
maravillas de la puntualidad de los trenes, de la eficiencia de los servicios,
del respeto por los bosques circundantes, y por la multiculturalidad existente
a partir de tantos inmigrantes que trabajaban, estudiaban y vivían en Alemania.
Al contrario del profesor finlandés, este joven académico mantenía un
vínculo distante, cuando no decididamente crítico con el peronismo. Este posicionamiento,
que en términos políticos podía entenderse como una mirada de izquierda, en
términos culturales podía terminar en un divorcio mal llevado, sobre todo para
un educador interesado en la polifonía de sentidos del mundo popular. Y algo de
eso comenzaba a traslucirse en los correos mencionados.
Curiosamente, lejos de sentirse a salvo de la barbarie, el becario
alemán parecía sentirse cada vez más amenazado por sus poderosos influjos que,
en este caso, llegaban del Este. Un clima de bien programada beligerancia iba
resquebrajando a la Yugoslavia genuinamente multicultural que había sabido
edificar el mariscal Josip Broz “Tito”. Los “criminales de guerra” ya estaban
identificados, y la OTAN comenzó a bombardear ante el silencio de la ONU.
Mientras nosotros –un “nosotros” ideológicamente bien plural y argento-
puteábamos a lo loco, desde Münich nos llovían mensajes donde el becario nos
trataba –por lo bajo- de “atrasados”. El mundo había cambiado, pero nosotras –argentinos
y antiimperialistas irredentos- nos negábamos a aceptar que las “potencias
civilizadas” efectuasen “bombardeos humanitarios”.
Luego de unas semanas, cuando fueron alcanzados hospitales, trenes y
otros objetivos civiles (todos lo eran, en realidad), el becario dejó de
tratarnos como a bestias populistas y comenzó a mandarnos recetas de cocina.
Carlos Semorile.