Políticamente
hablando, nunca fui tan feliz. Y, en líneas generales, también: nunca fui tan
feliz, porque mi dicha -lejos de lo que reza el credo liberal- no es una
alegría irremisiblemente individual, si no que está atada a la de millares de
compatriotas. Obviamente, esto no es nuevo, ni lo sería aun si hablásemos de la
desdicha o la congoja. Pero las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner
introdujeron un giro copernicano –también!- en el modo en que percibimos
nuestras vidas y, de tal suerte, los sucesivos círculos con los que se retrata
el despliegue de una existencia humana, nunca quisieron ser tan exogámicos y
comunitarios como en el presente. En ese sentido, importa lo propio y lo que, desde
siempre, se llama “lo ajeno” que es, en verdad, la suerte de nuestros
semejantes. En su ensayo sobre “La muerta lenta de los
desaparecidos en Chile”, la escritora Antonia García Castro dice que la
expresión seres queridos “parece escapar a todo cuanto puede hacer y decir un
cientista social. Y, sin embargo, hemos de tomarla en cuenta. Las agrupaciones
de 'familiares y amigos' de presos políticos, de ejecutados políticos y de
detenidos desaparecidos son una expresión poco estudiada por la sociología y la
política: el lugar de los afectos en los asuntos políticos”. Y concluye: “La
política debiera ser lo que uno hace, genuinamente, en nombre de otro. No
contra otros, no meramente junto a otros. Lo que uno hace en nombre de
otro". Particularmente, creo que nadie hace tanto como la Presidenta para
que entendamos esta dimensión donde la política está imbricada, en un sentido
amplio y no exclusivista, con los afectos. Ningún dirigente, ni siquiera los
del palo, se anima como ella a dejar que por su cuerpo transite, se instale e
irradie la emoción de hablar del amor como vínculo político, del cariño como
genuina argamasa del acontecer social. Cierto es que esto también reconoce una
tradición en el devenir político argentino, y que nuestros líderes históricos
(mal que le pese a los liberales) han sido “nuestros” porque supieron conjugar
la lengua política con los distintos verbos del cariño y el querer. La
imprevisible Historia ha querido, además, que este pueblo, que supo tener un
alto jefe material y una digna jefa espiritual, tenga hoy una única jefa
espiritual y material. Ella hace, justamente, que lo material sea no sólo la
adecuada y necesaria justicia de una sociedad que se precie de tal, sino
también el soporte indispensable para que alcancemos “la plenitud de todas las
potencias espirituales” de la Patria, es decir, la de todos y cada uno de los
hijos de este suelo. De allí la felicidad en los rostros, la alegría en los
hogares, y el amor en los corazones. De ahí el llanto en los actos, los moqueos
durante sus discursos, los pucheros de quienes la siguen por la tele. Y sin
pudores, no? Porque todos sabemos que esa risa o ese llanto es también el nuestro,
porque cada vida que se realiza es una conquista que le arrebatamos a la indignidad,
porque si vemos que una sombra cruza fugaz por la cara de una compañera, conocemos
de qué dolores están hechos sus recuerdos, que son los de todos. Porque cada
nueva verdad histórica que alcanzamos es una bofetada al mitrismo en el que pretendieron
hacernos vivir como esclavos complacientes, como abnegados repetidores de las
mentiras de los “Bartolos” y sus escribas. Cómo no estar contentos si la Jefa conduce
al Movimiento Nacional, y si este representa la síntesis de las
aspiraciones populares y es el pilar de la Nación organizada. Nunca fui tan feliz
porque política, social, cultural y humanamente
nunca fuimos tan felices. Eso sí, que sea cierto aquello que decimos cuando cantamos
en medio del agite, y que estemos dispuestos a dejarlo todo si a algún infeliz
(descontento o “indichoso”) se le ocurre tocarla a Cristina e
intentar robarnos esta felicidad
inmensa de saber que la Argentina es nuestra. Si no aflojamos, será también una tierra feliz para nuestros hijos y los
hijos de nuestros hijos.
Por Carlos Semorile.