En 2017 Hebe
dijo que Néstor y Cristina hicieron una revolución pues durante sus gobiernos “fuimos felices, aunque les parezca mentira”.
Después de tanto sufrimiento y dolor, Hebe reivindicó esa dicha de su pueblo
–del pueblo junto al que lucharon sus hijos- como “la revolución más maravillosa que nunca se vio en este país”. Si
alguien desde el pejotismo fosilizado cuestiona esta aseveración, habrá que
recordarles que hasta 2003 el peronismo estaba más que desahuciado.
Esa revolución
consistió, al igual que la de la primera década ganada -1945/1955-, en brindarle
a cada quien “un pequeño horizonte para
cada esperanza”. La frase es un acierto de Scalabrini para sintetizar lo
que significó aquel peronismo inaugural (“Quizás
hay más diferencias entre la
Argentina anterior y posterior a Perón, que entre la Francia anterior y
posterior a la Revolución Francesa”), pero también a cualquier
revolución que, aún con sus pifies, sea capaz de generar ese horizonte.
Esa esperanza
que muchas argentinas y argentinos sentimos entre 2003 y 2015 estaba fundada en
realizaciones concretas que implicaban la transformación de “la realidad efectiva” en beneficio de
los humildes, y también en una serie de gestos simbólicos -de lo que comenzó a
llamarse “la batalla cultural” (al “Profe” González le disgustaba el término)-
que implicaban otro tipo de disputa: la del uso de la palabra y, a la vez, la
de ser capaces de cuestionar el sentido de las palabras.
En esta línea, más allá de todas las
conquistas palpables y simbólicas que tuvimos durante el gobierno de Néstor, la
formidable capacidad retórica de Cristina hizo la diferencia. No dejó nada sin
explicar para que todas y todos estuviésemos en condiciones de leer y de traducir
el mundo convulso en que nos toca vivir, y que ya no puede ser comprendido bajo preceptos
ideológicos o doctrinarios que sirvieron de guía para alumbrar otras épocas no
menos complejas, pero ya pasadas.
Y es todo este
conjunto de reparaciones (materiales, simbólicas, culturales) el que ayer fue
condenado en un fallo sin sustento jurídico y de neto contenido político, una
sentencia que Cristina se encargó de dilucidar en su matriz mafiosa para que
millones de compatriotas tomen conciencia de que estamos cautivos de un estado
paralelo que tiene una condena ya escrita para cualquiera que se atreva a
modificar el statu quo. Creo que en Clarín lamentaron mucho la bala que no salió.
Quiero decir:
no hacía falta ir a incendiar las instalaciones del monopolio o dinamitar
Comodoro Py. La mujer que nos conduce, la que ya no dialoga sólo con la
inestable dinámica del presente sino con la Historia, los hundió para las
generaciones de hoy y las del incierto porvenir. La patada en los huevos que
ayer se comió el sistema patriarcal entendido como un entramado de hombres y
mujeres que apuestan al tutelaje, sólo podía dárselas la eterna compañera de Néstor.
Lo hizo a través
del poder de la palabra, y nadie –sea semiólogo o no- debería menospreciar aquello
que decía Walsh: el grado de movilización incalculable que puede lograr un
texto bien escrito. Un texto histórico. O una voz templada en mil batallas, esa
que nos toca el corazón.
Por Carlos Semorile.