(Este escrito, como la
película que analiza, ya tiene sus añitos, y hace foco en el malestar de
aquellos que realmente sufren. También habla de los que hacen sufrir, sea por vileza
o perversión. En todo caso, se trata de cómo reintegrar los fragmentos
estallados de una identidad que persevera en ser ella misma. En este sentido, lo
rescato pensando en el post-macrismo. Y en que debemos dejar de hablar de la
supuesta “locura” de quienes cada día nos degradan y fragmentan).
Scott Hicks, el director de la formidable “Shine”,
sintetiza temática, desarrollo y algunos de los planteos de su film: “Shine es el viaje que emprende David para
definir su individualidad, pues, debido a su carácter, le cuesta distinguir
dónde ‘acaba’ él y dónde comienzan los demás. Por ese motivo ‘fluye’ alrededor
de los otras personas, como su fuera un susurrante río de palabras que sólo
estuviera definido por su virtuosismo. Puede que el don del prodigio nazca con
el riesgo inherente de que una pequeña parte de la personalidad se desarrolle
excluyendo otros elementos que forman parte de una persona completa”. Ya la
primera escena nos informa que David es ese discurso inconexo, mediante el cual
busca integrar aquello que se ha desarticulado: una idea clara de quién es él,
un sentido preciso del Yo. Manifiesta, eso sí, una voluntad: volver a ser
“distinto”, como si aún en el centro mismo del desmembrado caos de la
esquizofrenia, se supiera diferente a los demás. Entonces, en principio,
identidad versus diferencia pareciera ser uno de los ejes sobre los que se
desenvuelve el “viaje de David”.
Cuando comienza el racconto, conocemos en pocos pero poderosos trazos a Peter -su
papá- y al tipo de infancia que, a la sombra de ese Padre cuasi mítico padeció
David. En efecto: Peter, más dueño que padre de sus hijos, nos recuerda al
Cronos de la Teogonía, aquel dios
de “mente retorcida” que se tragaba a sus vástagos pues temía sucumbir a manos
de éstos. Su madre es un pálido vegetal silencioso, casi un hijo más de este
señor arbitrario y orgulloso que dirige con mano férrea los destinos de esa familia
de judíos emigrados a Australia tras la Soha. David no sólo se halla inerme ante los
súbitos estallidos de violencia de Peter, sino que carece de elementos como
para desarmar el engañoso divorcio entre Afecto y Representación; en síntesis:
el tipo está más jodido todavía porque nadie sale indemne de este zangoloteo
donde, por un lado, el papá le hace creer que lo quiere hasta la adoración, pero
-por el otro lado- su lugar en el mundo está pensado como una mera revancha de
antiguas frustraciones y arcaicos resentimientos. En este sentido, es
perfectamente lícito discutir con Hicks si esta dificultad para distinguir
dónde “acaba” él y dónde comienza el mundo es algo atribuible -así, sin más- al
carácter de David. En todo caso, lo que sí parece quedar en claro es que aquí
se problematizan los lazos entre carácter e infancia, ó cómo a determinado
padre, corresponde determinado hijo -si lo decimos suave-, ó, si nos dejamos de
vueltas, cómo la enfermedad del padre, enferma al hijo.
De entrada nomás tenemos un planteo redondo donde
el padre necesita del hijo para sustentar una identidad amenazada por la
disgregación (su propia desgraciada infancia primero, el Holocausto luego, el
exilio y la pobreza más tarde), y donde el hijo “asume” -desde la indefención
que dan el amor y la ingenuidad- un traje de plomo, una máscara asfixiante. No
es extraño entonces que este hijo varón sea el bien más preciado que posee este
padre, ni que David compre el mandato
del triunfo cuando de ello parece depender tanto el racionado afecto que
recibe, y hasta su propia supervivencia. De este modo “el prodigio” deja de ser
la expresión natural de una sensibilidad exquisita, para convertirse en un mero
medallero al servicio de la menguada autoestima paterna. El talento del chico
se resignifica según el cuestionable criterio del “hombre de acero” y,
paradojalmente, lo artístico -con su cuota de belleza y armonía- se pone al
servicio de una lucha sin cuartel donde a los gusanos hay que aplastarlos sin
miramientos (pero, ¿cómo?: ¿este hombre no supervivió a los campos nazis?). De
tal modo, aquello que es propio de David queda subsumido en una confusa
identidad mayor, pero que no le pertenece: la familia -un concepto vago e
indescernible de la figura del propio Peter- es un magma de endogámicas
certezas que coagula cualquier intento por alzarse con la propia diferencia (el
padre, único dios de aquel panteón doméstico, ni siquiera consiente en permitir
-conciencias adentro- la libertad de culto).
Con su mundo interno escindido en dos mitades
aparentemente irreconciliables, los encuentros de David con el mundo externo
confirman y refuerzan esta dicotomía primigenia. Así, lo masculino (aún en su
variable más flexible e interesante, el profesor Parkers de la Real Academia de
Música de Londres -lo más parecido a un artista que le toca en suerte de entre
sus profesores-) siempre “exige” más de su talento. Los varones adultos del
film entienden al mundo como un escenario de cruel antropofagia, y valoran las
capacidades de David en la exacta medida en que éstas cumplen las metas
propuestas, sin importar que en el camino aquél se infantilice y se ausente del
mundo como tal. Lo masculino, paradojalmente, priva a David de aquellos saberes
e instrumentos que la cultura relaciona con su género, y lo coloca en la
posición de no poder resolver ninguna cuestión práctica. En tanto, David tiene
un primer acercamiento con una figura femenina exogámica, la escritora
Katherine Prichard, que es la contracara de estos hombres volcados
darwinísticamente hacia la exterioridad. Con su vida dedicada a los libros, y
organizada en torno al retiro y al silencio, Katherine lleva una existencia
reflexiva -pero plácida- que parece ponerle “pausa” al torbellino mental que
comienza a acuciar al muchacho. La nueva paradoja es que este mundo femenino
-de fluido contacto con una interioridad apasionada y sensible- es el
responsable de que David junte el coraje necesario para seguir los dictados de
su corazón, y sorteando las amenazas del padre (que cubren el arco que va desde
la extorsión hasta los bifes) se encamine hacia el extranjero -que es asimismo
el primer gran punto de giro de su vida, y de la peli-.
El estudiante David, lejos del hogar y lejos de su
amiga Katherine, es ya un río de palabras
(aunque no susurrantes, todavía) en
perpetua búsqueda de confirmación, guía, y sustento moral. Embarcado tras la
conquista de un logro que lo valide ante un padre que le ha cortado los víveres
emocionales, el joven se somete gustoso a las intensas jornadas en las que su
maestro Parkes (alguien a quien también le
falta una mitad) intenta trasmitirle -masivamente, podría decirse-la
técnica con la cual afrontar el compromiso de tocar el concierto N° 3 de
Rachmaninov en el certamen anual de la Academia. Esta
complejísima pieza une, como en un tejido, a todos los varones del film -incluido
al obviamente ausente Rachmaninov-; de adelante para atrás: Parkes, cuando aún
contaba con sus dos brazos, la interpretó para el autor y lo hizo tan bien que
le tocó el alma; el cazatalentos Rosen, al parecer con buen tino, se niega a
enseñársela al David niño por considerar que un pendex no puede comprender el
tipo de pasión que la pieza expresa; y para el padre de David representa un
límite infranqueable, un hasta aquí
llegué que le obliga a poner la educación musical de su hijo en manos de un
extraño. En suma: cuando David se prepara como un poseso a rendirle tributo al
padre, le llega la noticia de la muerte de Katherine, aquella mujer que
ordenaba el mundo con sus palabras, la que fuera su amiga y confidente, la
única persona en el planeta con la que podía comunicarse y entenderse como lo
hacen aquellos que son y se saben distintos.
Las condiciones objetivas conspiran contra el
propósito de David de ganar la competencia; es más, no pueden ser peores. El
padre ha decretado su destierro y se niega siquiera a recibir sus cartas, la
amiga que le ordenaba la azotea lo deja sin sus esenciales palabras, y en medio
de este caos emocional y mental se dispone a dar un salto sin red donde precisa
de todas sus fuerzas para domar -a un tiempo- el instrumento y la partitura. Se
emplea a fondo en la tarea, se entrega como nunca antes con explosiva fiereza,
y hechiza al auditorio con su interpretación. Pero mientras esto sucede
“afuera”, en el interior de su mente algo se resquebraja; no escucha música
sino sonidos sordos. ¿Son los gemidos de un piano sometido a una increíble
presión, o el retumbar de un cerebro que se precipita hacia el colapso?
Finalizado el concierto, cae redondo sobre el escenario. David paga “cash” los
costos de congratularse con el padre (a la par que lo supera), y comienza a
transitar la paradojal situación de los que “al ganar, pierden” (la salud en
este caso: a su castigado cuerpo que acaba de derrumbarse como si saliera de
una “descarga” eléctrica, no tienen mejor idea que volver a conectarlo al
tomacorriente). Cuando David regresa a Australia, llama a su papá (al que -lo
que son las cosas- nunca dejó de querer), y el silencio de ese hombre gélido le
confirma que se ha quedado solo en el mundo. De modo que, en lo que podría
pensarse como un punto de giro “en reversa”, David ingresa al hospicio.
En la internación, el río de palabras de David se
vuelve -ahora así, catatonia mediante- susurrante,
y es que los interlocutores, reales o aparentes, lo han abandonado. Pero además
se torna incesante como si buscara
restituir, mediante la letanía de la palabra y el discurso, un entramado que
vuelva a articular sus fragmentos dispersos. Si el mero hecho de nacer obliga a
adquirir dosis parejas de plasticidad y firmeza como parte de lo que -muy alla Manolito- podríamos llamar “el
desarrollo de la personalidad”, puede que Hicks esté en lo cierto cuando
sugiere que el don del prodigio supone un “plus”, unas horas extras
existenciales al momento de conseguir lo mismo que el común de los mortales. El
riesgo, sin embargo, no parece consistir en que una pequeña parte suplante al
todo; o sea: el genio al mando de una
nave a la deriva (en todo caso ése parece ser el proyecto de Peter, donde él
-como padre- decide la “deriva” de la vida del hijo, entendiendo deriva en su acepción marina de “desvío
del rumbo propio“). El riesgo, al menos en este caso, más bien parece consistir
en que no haya un continente adecuado para que ese plus de “genialidad” pueda
plasmarse saludablemente. Lo saludable sería que esa “talentosa” diferencia no
quede inexpresada, para lo cual necesita de un encuadre (encuadre en sentido amplio: un continente que abarque desde lo
técnico hasta lo amoroso) para evitar que la -llamésmole- “sobrecarga” estalle
y se desperdigue amorfamente. Pero aquí no se dan ni la firmeza de una
estructura que contenga, ni a la sensibilidad se la deja fluir para que
-plásticamente- entrelace los elementos más contradictorios de la psiquis. La
consecuencia es la dispersión de una mente sin puntos de referencia; ni
medianía ni genialidad, pues dichas posibilidades se anulan mutuamente: nada se
subordina a nada, todo se caotiza y se fragmenta.
Si por momentos David nos recuerda a un “stiker”,
es debido a que su “no-personalidad” busca constantemente definir contornos
mediante el contacto con los otros. Algunas de esos otros son, afortunadamente
para David, minas. Y no sólo por lo mucho que le gustan las meninas, sino por
aquello de que su sensibilidad “conecta” mejor con el mundo receptivo de las
mujeres que con el mundo intrusivo de los hombres. Un par de ellas lo ayudan de
modos diversos, que en un caso supone conseguirle el hotel que lo alberga, y da
la causa-casualidad que en su habitación hay un piano. David recorre las teclas
noche y día como un demonio, lo que termina por agotar a sus ocasionales
vecinos y obliga a que el conserje se lo clausure con llave. No importa: ha
sido suficiente como para que el punto de fijación que lo llevó al ocaso, pueda
ser virado en el punto de giro que le permita encontrar una salida a la medida
de sus actuales posibilidades (y conviene recordar que los psiquiatras de la
institución le tenían prohibido tocar). De tal suerte, David se propone “volver
a ser distinto” tocando el piano a como dé lugar. En el salón del restaurant
Moby´s, él se conecta con la música
como quizás nunca antes (y hasta suena raro hablar tan poco de música en una
peli que cuenta la vida de un músico): por primera vez hay gozo en vez de
sacrificio, libertad y no competencia, alegría antes que obsesión por el
triunfo.
Tras sus entradas, el tipo se pasea por entre las
mesas como un dandy; los tipos lo admiran, las chicas lo besan, es querido por
todos, odiado por nadie; tiene su pisito en los altos del boliche, y los fines
de semana los pasa en la casa de su amiga, la mesera Silvya; se gana su salario
con el sudor de la diestra y la siniestra, y hace lo que le gusta: en resumidas
cuentas, la vida le sonríe. Un diario local publica una nota de color en la que
da cuenta del “resucitado” fenómeno, y Peter -papá corazón- intenta una movida que le será fatal. Se le aparece
de sopetón al buenazo de David -lo deja casi albino del susto-, le soluciona un
conflicto con una lata de conservas, y se cree con derecho a recordarle que es
un tipo afortunado como pocos (claro!, como no fue a él al que internaron...).
Además tiene el tupé de intentar re-engancharlo con el gastado verso del abuelo
injusto y aquel violín que terminó sus días en el fango. Pero David ya no come
vidrio, y dándose la vuelta -física, concretamente- nos introduce en el segundo
punto de giro de la peli: al negarse a recordar un hecho que pertenece a la
memoria emotiva de su padre pero no a la propia, abandona aquel mundo paterno
donde sus dones estaban al servicio de una idea descabellada del mundo, una
idea enfermante en la que los hijos son una réplica de los padres. Cuando David
vuelve a darse la vuelta, ya el padre ha abandonado la habitación: la paradoja
entonces de los que al perder, ganan.
David recoge del suelo la medalla que su padre dejó caer (si no posee al hijo, tampoco sus logros le
pertenecen), y desde la ventana de su cuarto -con el fruto de su trabajo entre
las manos- despide cariñosamente a una figura abatida. Caen las máscaras, y
tras la inexpugnable fortaleza de un hombre sin fisuras, se revela la
inconsistencia de una identidad que necesitaba del hijo como soporte y proyección;
y del otro lado, tras la apariencia de una fragilidad inoperante, se revela una
inmensa capacidad amorosa que -ante la posibilidad del rencor o de la furia- se
conduele del dolor ajeno.
¿Qué le está faltando a esta historia? Pues claro,
manito, un tantito así de romance, unos besitos, algún arrumaquito sincero. La
mesera Silvya recibe la visita de una amiga de Melbourne, la astróloga Gillian,
una mujer que no quiere apurarse en darle el sí a su pretendiente asesor de
inversiones (que le regaló un anillo que equivale, pongásmole, como a cien
salarios de la categoría 1A de la administración pública). La no convencional
Gillian parece “saber llevar” al casi disfuncional David, poniendo en orden sus
pensamientos como antes lo hizo Katherine, o simplemente calmándolo en sus
estados de frenesí. De hecho lo ayuda a escribir la carta que lo vuelve a
conectar con la única figura masculina rescatable de su pasado (el maestro
Parkes de la Real
Academia), o lo acompaña a escuchar -y disfrutar- a Roger, su
antiguo rival de las competencias locales de piano. Cuando esta mujer
“diferente” está por regresar a Melbourne, el impulsivo David le propone
casamiento; ella le dice que sería poco “práctico“, y él le sugiere que lo
consulte con las estrellas. Cosa que ella hace al llegar a su casa: primero
queda pasmada ante la carta natal de David, y luego saca una “combinada”
(técnicamente una sinastría entre la
suya y la de él). Con las dos cartas ante sí, Gillian se quita el anilllo que
la ligaba a la lógica de la practicidad mundana, y hace lo que poca gente
dentro del gremio se atreve a hacer: le da bola a lo que “ve” en el mandala, y
se casa con David y con el “misterio”.
¿Una boda un tanto “loca” y final feliz? No. A
partir de aquí, es donde justamente la peli de Hicks consigue escapar
-siguiendo sus propias palabras- “de las estructuras de diagnóstico, terapia y
clínica, es decir las constantes de la
película de la semana que pasan por la televisión”. En las escenas finales
se hace evidente que este hombre de peculiar talento que tanto se parece a un
niño, nunca volverá a ser aquello que jamás fue: una persona de las llamadas
“normales”. Necesita, por ejemplo, que Gillian le marque el tempo que puede permanecer en el indiferenciado mundo acuático (“nada La Campanella, y después
sales”), o que le junten y sequen la partitura con la que él se metió en la
piscina. Algunas de sus facultades han quedado dañadas, y ello es irreversible;
no pocos psiquiatras lo volverían a internar si estuviera en sus manos.
Sin embargo, esa misma persona es ahora capaz, en
diálogo con su esposa, de pensarse a sí mismo en los siguientes términos (del guión original):
Gillian: Lo que había allí sigue estando en tu
interior.
David: ¿En serio, querida Gillian? ¿Está ahí? ¿Lo
puedes ver?
Gillian: Por supuesto.
David: Ja, ja, ja. Gillian puede verlo, pero nadie
más puede hacerlo porque piensan: “Oh, pobre David, pobre desgraciado. Dios no
lo ayudó”. Lo sé, pero lo sé porque he vivido aquí siempre, dentro del interior
lesionado...
Hay que pensar que quien así habla, es la misma
persona que al inicio se burlaba sarcásticamente de su apellido (Helfgott: “con
la ayuda de Dios”), y que consideraba la historia de su propia vida como una
“tragedia ridícula”. El “viaje de David”, es entonces el viaje de una
conciencia que aprende a mirarse desde un lugar propio, no contaminado por los
nauseabundos dictámenes que vienen del “pozo del pasado”. Nunca falta el
distraído que piensa que el “shine” del título alude a los espejitos de colores
de la fulguración mediática. No; el “brillo” es más bien un recorrido antes que
un estado. Es el camino que lleva a que el “interior lesionado” pueda salir a
la luz, y hacer su peculiar aporte al conjunto de la experiencia vital. La
maravillosa escena final es mucho más que la “cúspide” de un winner que supera aquella inmovilidad
del niño de las primeras escenas: es el epifánico instante en que un ser reúne
sus fragmentos estallados, los integra del mejor modo posible, y le es dado
tener un encuentro verdadero con los otros, con el mundo.
Por
Carlos Semorile.