Cuando empieza la peli, el Frantz del título ya está
muerto y enterrado, pero no precisamente en su germano pueblo natal donde una
falsa tumba recibe las flores de quien fuera su prometida, Anna. Y también, oh
sorpresa!, de un joven francés, Adrien, que dice haber sido su amigo en el
París “de antes de la guerra” (la del ´14). Tras finalizar la contienda el
horno no está pa´ bollos, y no está bien visto que un franchute ande dejando
flores en el sepulcro de un soldado alemán. Los mayores del pueblo se
encrespan, pero los padres de Frantz necesitan escuchar aquello que Adrien
pueda contarles de su hijo, e inclusive alientan a Anna para que vaya a un
baile con el misterioso forastero.
A partir de aquí, seguir contando los sucesos del
film sería una turrada. Deben verla, y no porque sea una reelaboración de
“Remordimiento”, de Ernst Lubtisch, o porque se trate de la nueva cinta de François
Ozon. Sino porque todo lo que van a leer por ahí –que es una peli sobre la
culpa y el perdón, que trata sobre las identidades dislocadas, que pone en
escena un cuadro de Manet y deja reverberando complejas cuestiones sobre el
deseo de morir y el deseo de vivir, que hace un uso exquisito y adecuado tanto
del blanco y negro como del color-, sino porque todo eso y mucho más pasa por
los rostros de Paula Beer y de Pierre Niney. En sus ojos se pueden leer la
incertidumbre de unas vidas, y aquello que llamamos encuentro o destino, dicha
o tragedia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario