martes, 29 de diciembre de 2020

No me gustaría morir en la pandemia

Si fuera por completo fiel al texto que inspira estas líneas (“No me hubiera gustado morir en los 90”, Silvia Bleichmar), debería esperar un cacho pero, como el tiempo está fuera de quicio, el momento es ahora.        

Más precisamente es hoy, 29 de diciembre de 2020, día en que sobre este suelo y bajo este cielo podemos afirmar que comenzamos a salir de la pesadilla del Covid. Es una jornada histórica para la formidable tradición de la salud pública argentina, y quien no lo entienda así es porque milita en alguna de las facciones negacionistas que pretenden marcar la agenda de los Estados y, a la vez, socavar el espíritu de sus ciudadanos.

 Si bien es cierto que casi todos, de un modo u otro, padecimos los estragos de la peste, “no todos somos responsables en igual medida de lo ocurrido” (como bien decía Bleichmar, señalando la diferencia entre víctimas, victimarios, y cómplices -por acción u omisión- entre 1976 y 2001) desde que la misma se hizo presente en estas costas, agudizando la situación de despojo, desamparo y arrasamiento que dejó el paso de la última alianza neoliberal, y su fuerte marca de “experimentación”.

 También sostuvo Bleichmar que “Las derrotas no se pueden medir por las batallas perdidas sino por la propuesta para las generaciones siguientes”, y ello será válido si sabemos sostener esta épica del derecho a la salud en igualdad de condiciones para todas y todos. Entendemos que el enemigo es muy poderoso y por ello, al inicio de esta etapa, dijimos que “en la palabra “virus” se agazapa un plan de extermino”. 

Hoy vemos que las naciones imperiales compran vacunas en cantidades que sobrepasan por mucho la necesidad de sus poblaciones –desabasteciendo, de facto, a las naciones sometidas-, y en el plano local asistimos a un nuevo experimento de la alianza neoliberal en la ciudad capital –mal llamada “Caba”- que está bajo su gobernanza: nadie sabe muy bien ni cuándo ni dónde podrá aplicarse la vacuna. 

Buscan sabotear la épica, tal como hicieron con la cuarentena y luego con la despedida a Diego: no quieren que los argentinos tengamos motivos de genuino orgullo, y nos prefieren humillados y en derrota.

 Por eso no me gustaría morir en la pandemia: para seguir peleando para que el futuro tenga el rostro de nuestros anhelos, y porque quisiera ver aunados los pensamientos dispersos de nuestra diversidad cultural y política, y así poder brindarnos, como dijo Bleichmar, “un nuevo modelo discursivo que implique amor y respeto por el otro”.

 Por Carlos Semorile.

viernes, 18 de diciembre de 2020

La cartera de la dama

Mentiría si dijera que no he disfrutado de ver una serie inteligente y bien hecha como es “The Crown”, con sus excelentes diálogos, sus cambios de óptica para con los distintos personajes, y las muy buenas actuaciones que retratan, más que singularidades, un carácter nacional que se regodea en el culto a la sobriedad, mientras coquetea con todos los excesos, urdidos a la sombra del opresivo y asfixiante calvinismo.

Pero también faltaría a la verdad si no dijera que su inteligencia naufraga cada vez que sus altezas abandonan Albión para internarse en las exóticas tierras que indistintamente llaman “las colonias”, y cuyos personajes más sobresalientes son apenas torpes caricaturas que no están cincelados hasta el paroxismo, como el Duque de Windsor o Louis Mountbatten, para que olvidemos el pasado nazi del primero o el golpismo del segundo, ansioso por recuperar su antiguo brillo virreynal.

Otro rasgo que espanta, ya no de la ficción sino de lo que ésta devela, es el acendrado provincianismo de estas gentes porque, aún comprendiendo que cada quien mide según su propia vara, resulta casi inconcebible que les resulte tremebundo alejarse de Londres hacia Gales o las “tierras altas” de Escocia, que no quedan más lejos que Mar del Plata y Bahía Blanca, respectivamente, desde Callao y Rivadavia.

Tampoco resulta demasiado digerible todo ese andamiaje monárquico cuyos pilares se sostienen en una serie de prejuicios y manías consuetudinarias elevados a la categoría de ceremoniales arcaicos, etiquetas inamovibles y protocolos cuya estética está más cerca del sainete que del dudoso ritual que pudo ser su lejano origen. Atrapados en semejantes dispositivos, sus rebeldías son tan exiguas como efímeras, y no hay ninguna solidaridad que enlace a los nuevos parias.

Es verdad que están vigilados hasta la náusea, y que la más mínima insinuación de un desvío es socavada con puntillosa impiedad, porque todo puede tolerarse (cuernos, juergas, esnifes, escapadas con amantes) siempre que no afecte la credibilidad de la Corona. Y por más pena que sintamos por sus destinos prefijados, hay algo que nos viene desde el fondo republicano de estas pampas irredentas: un escepticismo plebeyo y jodón que imagina que la reina lleva la Sube en su carterita eterna.

Dicho de otro modo: fuera del caso singular cuyo agobio puede llevarnos a cierta catarsis “very british”, no hay empatía posible con quienes han asolado el mundo sembrando hambre, esclavitud, humillación, congoja, muerte y la más feroz colonialidad al paso triunfal de una ideología supremacista que, como dijo Aimé Césaire, no tiene nada que envidiarle al nazismo. Si tiene dudas, vea el capítulo “El intruso” e identifíquese con esa víctima. Y aprenda: ellos no vacilan.  

 Por Carlos Semorile.

lunes, 30 de noviembre de 2020

La desprolija realidad


      Cuando los años pasan, uno advierte que ha creído en muchos imposibles: el amor de cierta hermosa muchacha que nunca se percató de nuestra existencia, la perdurabilidad ad infinitum de amistades transidas de bohemia y confesiones, el mejoramiento de la sociedad e incluso el de uno mismo. Diría que, a grandes rasgos, hay dos maneras de salir de este “equívoco”. La más fácil es abrazarse al cinismo, renegar de todas las creencias que uno sostuvo, y convertirse en un canalla.  

 La salida difícil implica la permanencia en el atolladero, sosteniendo los mismos o muy parecidos credos: la amistad acrisolada de conversaciones eternas, la bendición de amar y ser amados, el convencimiento de que somos parte de una comunidad que aspira a vivir mejor, con el mismo derecho que también lo anhelamos en el plano individual. Desde luego, hay que hacer algunos ajustes, comenzando por asumir las propias contradicciones –que suelen no ser pocas-.  

 También debe admitirse aquello que alguna vez le dijera Carlos Olmedo a un compañero de militancia mientras bajaba línea, al tiempo que lavaba los platos de la cena: “¿Sabés qué pasa, Negrito? La realidad es desprolija”. La clave de esta frase cargada de sabiduría consiste en percibir que, como se ha dicho muchas veces, no se pueden trazar líneas con una regla y un compás y sentarse a despotricar como geómetras despechados porque el territorio no “cuadra” en el mapa.

 Todo esto viene a cuento del asombroso deschave bienpensante que, con los tapones de punta, salió a exigirle “prolijismo” a uno de los máximos ídolos populares argentinos y, por extensión, al pueblo que lo idolatra. Parece increíble que a esta altura del siglo XXI todavía haya quienes crean que los mitos son resabios de una arcadia perdida, fosilizaciones de un período primitivo que habría que extirpar del alma popular y, en el mismo proceso quirúrgico, insertar un “raciocinio top”.       

 ¿Ustedes no sueñan imposibles, señoras y señores? ¿No se han dejado acariciar por la voz de Gardel, no se han desgarrado escuchando a Evita, no leyeron a Perón, no subieron a la sierra con el Che, no gambetearon rivales con Diego? Aún respetándoles sus arraigados prejuicios, hay que decirles –y ustedes deberían comprenderlo- que son muy brutos. Lean, por ejemplo, esto que Olmedo dijo hace 50 años:

 “Un mal marxista, con poco estudio y muchas pretensiones, es como un jugador de fútbol que no levanta la cabeza: al final se enreda con la pelota, y termina tirándola afuera. ‘Se marca solo’ dirá la tribuna. Algo parecido le ha ocurrido a la izquierda en este país”.

 Por si no lo entienden, les dejo esta imagen. El morocho que tiene la redonda es el mito. Los demás son, apenas, refutadores de leyendas. 

 Por Carlos Semorile.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Ni muerto lo perdonan


 Por eso la represión, pero también porque no quieren que el pueblo asome la cabeza y que tengamos motivos para sentirnos orgullosos de nuestros símbolos colectivos. Es penoso que nuestro gobierno no haya estado a la altura del formidable evento popular, y que de nuevo la cuestión nacional sea jibarizada como una mera razia policial.

 Carlos Semorile.


jueves, 26 de noviembre de 2020

El último gaucho


“Nunca perece del todo

el buen gaucho aunque haiga muerto,

pues ha de tener por cierto

que su osamenta vencida,

güelve otra vez a la vida

hecha luz sobre el desierto”.

 

(Buenaventura Luna, “Sentencias del Tata Viejo”).


martes, 10 de noviembre de 2020

Las chicas de Derry

Es una serie irlandesa situada en los ´70 en Derry, ciudad que hacia el 1600 fue el centro de las aspiraciones británicas en el Norte de Irlanda (todavía no existía Belfast) y por eso, luego de aplastar las sucesivas rebeliones de los líderes de los clanes locales, llamaron “Londonderry”, y se la repartieron a colonos ingleses y escoceses generando un conflicto sectario que perdura hasta hoy, y que mantiene a la mayoría católica en una suerte de apartheid. (Recuérdese que las primeras Invasiones Inglesas contaban con un número de colonos “de reserva”, por si las cosas salían mejor de lo esperado -onda Malvinas-...)

La serie es despareja y tiene más de un altibajo, pero retrata con mucho humor una época nada fácil para los irlandeses del Ulster, y es muy desprejuiciada en su manera de encarar el sentido común de comunidad oprimida y asfixiada desde varios frentes. Por lo pronto, las chicas del título incluyen a un tímido adolescente inglés que la liga siempre -como corresponde-, y por ahí anda una superlativa e irónica madre superiora que parece un ateo cumpliendo una penitencia. Y la frutilla del postre es este mural que les han dedicado en una ciudad que suele homenajear de este modo a sus íconos, y que se lo merecen por haber rescatado su verdadero y bello nombre: Derry/Robledal.

 Carlos Semorile.

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Fragmentación e inestabilidad


   Uno de los mejores interrogantes que escuché sobre este tiempo que atravesamos fue el siguiente: ¿quiénes seremos una vez que hayamos atravesado la etapa más complicada del confinamiento? Formulada al inicio del aislamiento, la pregunta quedó en el aire no tanto a la espera de una respuesta precisa, sino como una reflexión pendiente en torno a no perder de vista lo que está en juego: cómo seguir habitando y recreando la dimensión humana de todo lo que llamamos vida.    

Desde ese momento hasta hoy pasaron tantas cosas que me parece adecuado reformular aquella interrogación, y preguntarnos quiénes “vamos siendo” mientras transcurre este tiempo alucinado. Una posible primera respuesta es que, pasado el primer momento de novedad e incertidumbre -y salvo honrosas excepciones-, cada quien siguió siendo el que era “antes” y todavía más, porque las viejas identidades aparecen ahora investidas de nuevos argumentos contra –¡ups!- el cambio. 

Un rápido vistazo al panorama mundial nos trae imágenes de distintos tipos de “rebrotes”: violencia racial en EE.UU., neonazis en Alemania, desafiantes “libertarios”, pre-copernicanos y conspiranoicos en diversas regiones del globo. Si tuvieron alguna oportunidad de modificar conductas y de ampliar el campo de lo conocido y transitado, dejaron esa chance de lado para reafirmarse en posiciones ultra rígidas, mayormente de cuño conservador, cuando no directamente fascistas. 

Por casa no andamos mejor: femicidas a granel, terratenientes incendiarios, ignotos propietarios de su fuerza de trabajo que defienden oscuros negociados, la vieja “secta del gatillo alegre y la mano en la lata” desapareciendo jóvenes y alzándose en la niebla y la noche cual vástagos de Saavedra luego de la Supresión de Honores, nostálgicos de Videla, señoronas convencidas que gobiernan los Montoneros, y hasta palermitanos “Savonarolas de la cerveza artesanal” (González dixit). 

Y si esto es lo que muchos “van siendo”, habría que redireccionar una vez más algunas de las preguntas que nos hacemos respecto del ahora y del anhelado después. Por ejemplo: ¿alguien se imagina cómo puede reaccionar una “intensivista” –sea médica, enfermera o asistente- ante alguien que afirme que todas ellas fueron parte de un plan del gobierno? ¿O que en una reunión social se cruce quien perdió a un ser querido con alguien que sostenga que el virus no existió? ¿Difícil, no? 

Semejante nivel de fragmentación nos priva a todos de poder sentirnos parte de una comunidad (como plantea Rita Segato, “El primer derecho de un ser humano es tener un pueblo”), y asimismo le birla a los gobiernos su capacidad de intervenir de modo decisivo en los conflictos. En aras de un dialoguismo consensualista que está muy lejos de haber demostrado su capacidad de inclinar la balanza hacia el lado de las mayorías, el gobierno sigue como comentarista de un panorama que no hace más que agravarse mientras advierte sobre un botón rojo, pero no lo activa. Y así las cosas, ¿en qué nos vamos convirtiendo nosotros?    

Por Carlos Semorile.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Invasión


  

Las imágenes de una Buenos Aires tomada por una multitud desaprensiva, me hizo pensar en la idea que dio origen a la película “Invasión”, de Hugo Santiago. Estrenada hace más de 50 años, su director contaba que fue a verlo a Borges “con una idea de ciudad sitiada que (…) sería víctima de una invasión. Esa ciudad tendría (…) su río turbio e infinito, sus plazas abismales, sus ilimitados atardeceres, su orbe de ruidos –pasos y portales y pájaros y estallidos que la amenazarían como enemigos–, tendría sus tangos y milongas bravías y su Grupo del Sur, que más allá del final saldría a resistir”. 

Siguiendo la tradición plebeya del arte popular argentino que no teme cruzar fronteras de género y construye sus obras mixturando lenguajes, Borges y Bioy Casares dejaron a un lado sus habituales estilos narrativos y trabajaron como genuinos guionistas al servicio del film. Según Santiago: “El filme fue dialogado al final cuando la continuidad y las secuencias ya estaban decididas y el encuadre casi acabado. Yo decía, por ejemplo: “Herrera va hasta el fondo, se inclina y habla”. Borges preguntaba: “¿Cuánto?”. Y yo: “No mucho”. Entonces él me dictaba. Es decir que son diálogos hechos a la medida de la filmación”. 

La sinopsis, hecha por el propio Borges, rezaba: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. En declaraciones posteriores, agregaba: “Se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva (…) No se trata de una ficción científica (…) Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo: y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan (…) de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles”. 

Como se advierte, la creatividad de Borges estaba bastante más allá de su conservadurismo político: prefiere ignorar por qué luchan los defensores de la ciudad invadida, pero esos hombres –y mujeres- saben que “su batalla es infinita”. Por su parte, Hugo Santiago sostenía: “Intento cruzar dos tradiciones: la del cine narrativo y la del cine no narrativo. Yo creo que la verdadera diferencia no pasa por ahí sino por la oposición entre cine-espectáculo y el cine como sistema de conocimiento: no registrar sino interrogar a los personajes y a los objetos para que me revelen algo que ignoro y que ellos esconden”. 

Esta pregunta nos desvela a muchos que ya quisiéramos saber aquello que ignoramos sobre la conducta de tantos personajes que, en manada, se exponen con fruición al contagio. Pero, si releemos lo que con tanto tino señalaba Borges, esta nueva invasión tampoco tiene nada de sobrenatural: los invasores no pertenecen a otro mundo, ni actúan –salvo numerosas excepciones que también son de público conocimiento- “de modo contrario a la conducta general de los hombres”. Andan en bici, pasean al perro, toman un café, caminan al sol, comparten una birra, se juntan con sus amigos, y vuelven a sus casas. 

Salvo por un “pequeño detalle”, también mencionado por Borges: “Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles”. Aquí está la clave: tenemos una ciudad –o varias- sitiada por “enemigos poderosos”, que han elevado a la categoría de elección individual lo que en rigor es una fortísima inducción al suicido. 

Hugo Santiago tenía muy clara la “diferencia entre fábula y ficción: fábula es lo que se cuenta; ficción es el régimen del relato (quién habla, cuándo habla, cómo habla, la relación del narrador con lo narrado) (...) Cuando trabajo en un guión, ese texto contiene la fábula y los elementos necesarios para que haga con eso una ficción cinematográfica”. Para la casi totalidad de los aglomerados, debe resultarles “fabulosa” su participación en el “happening” de los desbarbijados, sin advertir que están intervenidos por el “el régimen del relato” y que, en vez de hablar “son hablados”. Pero la inmensa mayoría preferimos resistir, y defender lo que amamos. Lo haremos aún sabiendo que “la batalla es infinita”.      

Por Carlos Semorile.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Del aplauso al cadalso

  

Cuando Cristina fue obligada a entregar el gobierno a las 23:59 hs del 9 de diciembre de 2015, cientos de automovilistas que circulaban por Avenida de Libertador hicieron sonar sus bocinas a la hora señalada en señal de alborozo. No fueron dos minutos ni cinco, sino una muy larga sonata de odio que fue acompañada desde los balcones con gritos y banderas. Por eso, cuando esa misma gente salió a aplaudir a los médicos al inicio de la cuarentena, puse en duda su “buena leche”.

 Al calor del embate de los medios, aquellos primigenios aplausos no demoraron en trocarse por cacerolas, al principio con restos de pudor –se seguía aplaudiendo al personal de salud aunque con mucho menor énfasis, y cada vez durante menos tiempo-, y luego desembozadamente: ya no se homenajeaba a nadie, sino que todas las energías estaban puestas en denigran la labor del gobierno. Como algunos respondimos con “La Marchita”, hubo compañeros que nos sugirieron moderación.   

 La mesura siguió campeando desde nuestras filas, mientras se producían los primeros llamados a concentrarse contra un autoritarismo imaginario. Débiles al inicio, un poco más numerosos en cada nueva convocatoria, hasta llegar al punto que cada nueva concentración pudo ser tomada como fecha de inicio de una nueva ola de contagios. ¿Era mucho pedir que el único medio no abiertamente opositor no magnificara todavía más la amplitud del evento?

 Mientras tanto, otras señales de diálogo y consenso con los sordos por empacamiento y violentos por convicción y ADN, nos resultaron –por decir lo menos- ingenuas. ¿Quién se encargaría, por ejemplo, de controlar a aquellos vecinos que iban a poder abandonar en forma temporal el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio de acuerdo a su número de DNI, por un lapso no mayor a una hora diaria, y en un radio de cinco manzanas alrededor de su domicilio? ¿Larreta? ¿Santilli?

 La que fuera la aquelarre trotadora de los “raners” fue perdiendo, raudamente y sin pausa, su condición de escándalo para instalarse como el tolerado hábito de amucharse en plazas, parques y ciertos comercios que dizque mantienen vigentes arcaicos protocolos. En tanto, vía conferencia de prensa federal, el gobernador Morales se jactaba de tener todos los parámetros bajo control, y el presidente ponderaba su esfuerzo –el de Morales-. Hoy, en Jujuy se debate quién vive y quién no.    

 Pero, para algunos, los responsables seguimos siendo los que señalamos –además de la actitud criminal de los enemigos del pueblo- las incongruencias de un gobierno que sigue “comentando” los hechos, pero sin terminar de asumir su función ejecutiva de parar el desmadre. No es el único que se demora: la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva y la Facultad de Medicina de la UBA acaban de salir de su letargo y, recién ahora –cual “triunviros” de la CGT-, advierten que los aplausos devinieron en cadalsos. Apriete nomás el botón rojo, compañero presidente. A todos y a usted también, nos va la vida en ello.

 Por Carlos Semorile.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Incitación al descalabro

    Hace cinco meses decíamos que “En el muy complejo “escenario” en el que nos estamos “moviendo”, no deja de reiterarse la pregunta por el porvenir que es, al mismo tiempo, una interrogación sobre las formas que adoptará la vida comunitaria. La interpelación en sí misma es ya un modo urgido de la esperanza mientras resulta casi intolerable constatar que “el mundo está fuera de quicio”, como dijera el príncipe Hamlet bajo otras circunstancias”.

Señalábamos que, pese a las diferencias con la obra de Shakespeare, “también hay más semejanzas que las que parecen a simple vista: ¿qué es sino veneno lo que los medios concentrados del mundo están vertiendo en nuestros oídos?”. Dicho vertedero de falsías es una peste anterior a la del covid, y decíamos que su grado de circulación, verosimilitud y ponzoña “está determinando inclusive la posibilidad que millones de seres tienen de sobrevivir la actual coyuntura”.

Al escribir aquella crónica, tomamos el perverso ejemplo de Bolsonaro (aunque también dijimos que “desde luego, hay otros”) para graficar nuestra tesis: “si en la tragedia “Hamlet” un rey (representante de todo el cuerpo social) era envenenado mientras dormía, aquí al lado tenemos a un jefe de estado que pretende adormecer a su pueblo para que el virus haga su trabajo”. Cinco meses más tarde, ya no precisamos viajar al Brasil. Con ir al café Los Galgos, en Callao y Lavalle, alcanza. 

Esta foto de campaña apela al célebre copete del diario Clarín -“Total normalidad”- cuando anunció el golpe del ´76. Y, al igual que en aquella oportunidad, la corporación mediática se encarga de silenciar todas las evidencias de que estamos al borde del descalabro. Como advertimos en su momento, “No olvidemos que en la palabra “virus” se agazapa un plan de extermino”. Si lo reiteramos con la misma urgencia de entonces es porque entendemos que nos están empujando a un abismo.

Bajo el “inocente” señuelo de dos amigos compartiendo “un feca”, se apuesta al colapso del resto de defensas que queden en cada individuo que, de por sí, ya se halla sometido a un bombardeo inmisericorde y narcotizante que lo impele a desdeñar las peligros para pasar a ser parte de las espantosas estadísticas de cada día. Como dice uno de los “desbarbijados” conversantes que ayer dibujó Tute: “A mí, las propias conclusiones me las sacan otros”.

Este “consumidor” ni siquiera sabe que ha renunciado a ser ciudadano, ni que esos “otros” tienen nombre y apellido -y oscuros “bisnes” en común-, y que ya han sacado la cuenta de lo que ganarían si logran que todo estalle. De allí deviene la perversidad de esta imagen, de allí su pestilencia y su inmundo mensaje. Y es por ello que repetimos que “se trata de nuestras vidas, y de lo que seamos capaces de decir y pensar para que el futuro tenga el rostro de nuestros anhelos”. No lo olvide: la “normalidad” del poder real está llena de cadáveres insepultos.

Por Carlos Semorile.

 

martes, 1 de septiembre de 2020

La nueva normalidad


    Vengo releyendo la saga de Frank Bascome, el personaje de Richard Ford que primero fue escritor, luego periodista deportivo, después agente inmobiliario, más adelante no sé qué porque ese libro me lo salté, y finalmente, ya jubilado de todos sus oficios, tuvo la fortuna de mudarse de la costa de Nueva Jersey antes de que ésta fuese arrasada por el huracán Sandy. Uno de sus planteos es que existe una “Nueva Normalidad” y, como parte de esa mudanza de los tiempos, comenta:

“Desde octubre ha habido una cháchara casi ininterrumpida sobre el huracán (…) El presidente Obama (…) recibe una buena tunda. Un segmento bastante grande de la población de Haddam (republicana por tradición y en los últimos tiempos neciamente partidaria del Tea-Party) cree que el presidente o bien “provocó” personalmente Sandy, o bien como mínimo, lo dirigió desde su “búnker” subterráneo de Oahu, para conducirlo hasta la costa de Jersey, donde había muchos italoamericanos de derechas (en realidad no los hay) absolutamente decididos a votar por Romney, sólo que sus casas volaron por los aires y ya no pudieron presentar el certificado de residencia. El municipio de Haddam, cabe observar, apenas sufrió un rasguño en la tormenta, aunque eso no impide que la gente manifieste opiniones rotundas”.

Aunque Obama no sea santo de nuestra devoción, no puede dejar de advertirse la incongruencia de los planteos de la derecha, que son tomados y sostenidos como “opiniones rotundas” aún por aquellos que no fueron damnificados por un huracán que, como en las pelis clase B, Barack habría “provocado”. Pero, además, aquí se retrata muy bien ese menjunje de prejuicios, ideas disparatadas y, en especial, subjetividades colonizadas hasta el atenazamiento por los medios.

Publicado en 2014, “La Nueva Normalidad” de la que habla el personaje de Ford vendría a ser la “antigua normalidad” de la que tanto se habla hoy. Visto en perspectiva, este fragmento explica que en estos días un adolescente armado –presunto miembro de una “guardia blanca”- haya asesinado a dos jóvenes manifestantes durante las protestas antirracistas en una ciudad de Wisconsin. Es el desenlace natural de la progresión exponencial de los discursos del odio.

No debería asombrarnos porque todos conocemos cómo funciona el credo liberal, en cualquiera de sus variantes. Si, por ejemplo, un programa económico diseñado y ejecutado por ellos no genera empleo ni riqueza, ni soluciona ninguno de los problemas de una comunidad, es porque en realidad debió irse más al hueso, las medidas debieron ser más enérgicas y los ajustes más drásticos. Siempre faltó enjundia, pero nunca, en ningún caso, se trata de que el liberalismo es un fiasco.

Y como el modelo es global, las consecuencias se replican al interior de sociedades diversas. Aquí, durante la antigua normalidad, se instaló que era legítimo rasgarse las vestiduras porque el gobierno “impedía” que una tienda de café importara sus vasitos. Ahora, en la nueva normalidad, esa misma tienda recibe cantidades inusitadas de clientes dispuestos a inmolarse mientras saborean “el último café”. Lejos de cualquier pasmo, debemos advertir que la antigua y la mueva normalidad tienen más líneas de continuidad que de ruptura. Y si queremos cambiar algo, deberemos aprender de ellos e ir más a fondo.

 Por Carlos Semorile.

miércoles, 26 de agosto de 2020

Agenda oculta


 Tal es el título de una muy buena película del inglés Ken Loach sobre cómo la Corona Británica, a través de sus muy efectivos servicios de inteligencia, maneja un memorándum reservado –que toca todas las cuerdas de la supremacía colonial, desde las más sutiles a las más aberrantes- para impedir la reunificación de Irlanda. Tratando de descifrar la imagen que acompaña esta nota, percibí la jeta de “servicio” del retratado y, como una cosa lleva a la otra, recordé “Agenda oculta”.

 Todo en esta foto invita al desconcierto, empezando por el uso de tapabocas en quien denuncia una “Falsa pandemia”. El contexto tampoco ayuda porque los ya habituales desbordes de multitudes, provocan una sensación de irrealidad aún mayor que la del comienzo del aislamiento, dado que ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo: la pandemia y la antigua "normalidad". A propósito: ¿por qué los medios dejaron de publicar las fotos de dichas aglomeraciones?

 Prosiguiendo “en modo Chomsky”, es imposible no advertir que sólo a un “service” se le puede ocurrir sostener que la “falsa pandemia” está edificada en base a la “Desaparición forzada de ‘personas’”, poniendo entre comillas la palabra “personas”, como si en su enunciado se escuchara el eco de Videla hablando de quienes eran “una incógnita sin entidad”. Del biologicismo genocida y los infectados por el virus marxista, pasamos al higienismo de Alberto y sus “Médicos cómplices”.

 Es todo un despropósito, y es tan absurdo que no merecería que nos ocupemos del asunto…, a no ser, claro, que pensemos que los dueños de todo manejan una agenda oculta. Y que también aquí ellos tocan todas las cuerdas de la supremacía, desde las más imperceptibles a las más groseras. Una conductora puede ingerir dióxido de cloro ante las cámaras, o un ex presidente puede llamar a un golpe de estado, mientras la corpo mediática silencia en pianissimo la tragedia cotidiana.

 Podría decirse que a una agenda se la combate con otra, pero también es cierto que hacen falta fierros mediáticos para poder dar esa batalla que implica, además, conocer las reglas del juego. Permítaseme un ejemplo: Walsh solía perder con Lilia Ferreyra cada vez que jugaban al scrabble, hasta que descubrió que el valor de las palabras dependía de su frecuencia en lengua inglesa, y entonces les calculó un valor en el idioma de los argentinos y “los resultados fueron más parejos”.      

 Todo esto viene a cuento de una nueva quijoteada que Víctor Hugo Morales comenzó anoche con su programa “Batalla Cultural”, en defensa de un gobierno que no acierta a reaccionar ante la paliza mediática a que viene siendo sometido. Un solo envío no alcanza para caracterizar a un proyecto, pero el de ayer tuvo notorias similitudes con el vituperado “6-7-8”, ese que no estaba en la agenda presidencial. Son gustos. Pero hay que despintar las fichas marcadas con valores ajenos, hablar un idioma propio y desbaratar los planes de la “agenda oculta”.

 Por Carlos Semorile.

sábado, 22 de agosto de 2020

La invención de la inmunidad

   Recuerdo el inicio del aislamiento social como un período donde, casi de un día para el otro, hubo una extraña primacía del silencio. El barullo cotidiano dio paso a una serie de sonidos que “estaban ahí”, pero que no estábamos acostumbrados a escuchar. Vivimos pegados al túnel de Libertador, al nuevo viaducto del Mitre (que desmejoró en mucho el silente andar del tren que se había logrado antes de que elevaran las vías), y geográfica y auditivamente cercanos al Aeroparque. Dejar de oír el despegue de aviones, el paso de las formaciones ferroviarias, y el tumultuoso tráfico de la Avenida Libertador, implicó escuchar gorriones, cotorras, y nocturnos maullidos felinos. También era habitual oír prolongados ladridos que se daban entre perros que viven a uno y otro lado de la avenida, como si dijeran: “Che, qué onda?”

De vez en cuando, también se escuchaba el motor de algún auto que trataba de disimular su andar solitario y como en falta, tan visible y tan expuesto al escrutinio de cualquier vecino asomado a su balcón o ventana. Lo mismo sucedía con los escasos peatones que se dejaban ver como figuras de cine mudo, andando muy por debajo de los 24 fotogramas por segundo, apresurados por salir de un escenario tan solitario como incierto. Asimismo, era posible percibir el pausado y minucioso transitar de un helicóptero -¿era el que llevaba a Alberto?, por las dudas se lo saludaba- que parecía tomar nota de la situación.

 Luego de 3 o 4 semanas, esta situación comenzó a cambiar y el primer indicio de ese cambio (recuerdo haberlo conversado vía féis con la amiga y música Sila Rocha) fue un impacto auditivo. Después de aquél estruendoso silencio, se hizo muy notable la circulación vehicular y también la de peatones cuyas voces era casi imposible dejar de oír, mientras caminaban por veredas que aún se mantenían despejadas. El siguiente giro se produjo luego de que Alberto dijera que algunos gobernadores le habían alcanzado propuestas para “flexibilizar” (¿no había otro término?) la situación de los raners: sin esperar autorización ni protocolo alguno, comenzaron a dar sus vueltas al Club del Golf. 

 El resto es historia conocida. El helicóptero dejó de pasar, los trenes primero volvieron y luego fueron aumentando su frecuencia, ni hablar los coches –que sólo se aplacaban durante la noche-, y poco a poco hubo un relajamiento social que fue corriendo parejo con medidas aperturistas, pese al sostenido aumento de casos. Cuando un día trepamos a los 4250 casos, un asesor del presidente dijo que, dadas las proyectadas medidas de distensión, esa cifra había sido como “una patada en los dientes”. Y ahora, cuando cada día estamos por duplicar ese número, muchos nos preguntamos dónde nos estarán pateando. 

 Desde nuestra ventana, pasamos de ver el vuelo audaz de distintas aves que percibieron la inusitada quietud del inicio, a ver desbordes de multitudes paseanderas (ahora sí custodiadas por la policía local). La sensación de irrealidad es aún mayor que al comienzo del aislamiento, porque las dos cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo: la pandemia y la antigua "normalidad". Un estudio reciente revela que el 62,4% de los fallecimientos por el virus, se produjo en el último mes. Las pantallas, que casi siempre se encuentran en “estado de emoción violenta”, han establecido un siniestro pacto de silencio en torno al posible colapso del sistema de salud, así como también ningunean el palpable deterioro de los profesionales de la salud. Tampoco han entrevistado a los familiares de las más de 6800 víctimas fatales, pues serviría para darnos una idea del drama que vivimos. Y así las cosas, las “legiones libertarias” son -amén de vectores del contagio- víctimas de la invención de la inmunidad.

 Por Carlos Semorile.

viernes, 21 de agosto de 2020

La identidad astillada

    Los artistas populares suelen tener pegadas tan certeras y generosas como esta de Diego Capusotto: “Se creen dueños de un país que detestan”. Ya que no la han parido ellos mismos, los cientistas sociales deberían tomar esta síntesis y ponerla a dialogar con un conjunto de saberes diversos, pero también dispersos, que tratan de pensar la complejidad de un país cuya clase dirigente se formatea según patrones culturales originados en metrópolis distantes, y reniegan de su gente.

Me viene a la mente, por ejemplo, el modo en que Rita Segato trabaja la idea de “dueñidad” y dice: “La dueñidad en Latinoamérica se manifiesta bajo la forma de una administración mafializada y gangsteril de los negocios, la política y la justicia, pero esto de ninguna manera debe considerarse desvinculado de un orden global y geopolítico sobreimpreso a nuestros asuntos internos. El crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y la economía”. O sea: esos que “se creen dueños” son apenas una gobernanza mafiosa y gangsteril.

Esto en el plano de la estructura. En el de la superestructura cultural, podrían recordarse algunas de las reflexiones de Edward Said sobre el modo en que los nativos de las colonias –y, por extensión, los de las semicolonias- son denigrados en el plano simbólico, a través de un juego de espejos donde nunca pueden hallar una imagen digna de sí mismos, y así se les inculca un fuerte sentimiento de autodesagrado.

O ir a las propias memorias de este pensador palestino: “Todavía me sorprende que el mundo intelectual y mental en que vivíamos realmente tuviera tan poco que ver con el intelecto en cualquiera de sus sentidos serios o académicos (…) nuestro lenguaje colectivo y nuestros pensamientos estaban dominados por un pequeño puñado de sistemas perceptiblemente banales, derivados de los tebeos, del cine, de los folletines, de la publicidad y del saber popular que existía en las calles y de ninguna manera influidos por nuestros hogares, la religión o la enseñanza”. Habituados a comparar siempre “a la baja” lo propio con lo ajeno, no es extraño que el nativo termine diciendo: “Este país de m…”.

El muy criollo Buenaventura Luna también se ocupó del tema: “Nosotros los argentinos, amigos que me escuchan, constituimos un fenómeno de mala información histórica y, por ello mismo, de pésima educación política Nos han mentido, amigos. Nos han persuadido maliciosamente de que nosotros, los criollos, somos indolentes y vagos: nos han convencido de que somos ignorantes e ineptos, incapaces de vivir dentro de un tecnicismo al que se considera superior (…) e incapaces de asimilarnos a toda forma de cultura”. Y decía que a partir de crear en el pueblo “ese tremendo complejo de inferioridad en el orden social”, las clases dirigentes podían manipular y tergiversar la voluntad popular.

Y el tan inmenso como desconocido Leopoldo Marechal acusaba al antiguo patriciado nativo, ese que devino luego en oligarquía, por haber desechado lo nacional en la construcción de la república y por su deserción del compromiso de desarrollar la potencialidad criolla que estaba disponible para la creación una gran nación, pero que ellos dejaron vacante porque nunca supieron mirar con ternura lo argentino.

Todo lo contrario. Detestan lo propio –como dice Capusotto- porque, en el fondo, no pueden terminar de dominarlo. Y cuanta más resistencia encuentran en un pueblo que, pese a todo este engranaje cultural que le inculca autodesprecio, aún se mantiene díscolo y se aferra a los jirones de su identidad astillada -y desde allí se sostiene-, más lo odian y más se violentan. Por eso llaman a desobedecer la cuarentena. No sea cosa que esta comunidad logre algo épico, motivo de genuino orgullo.

Por Carlos Semorile.

jueves, 20 de agosto de 2020

Max Ullrich Vender

 En el secundario tuvimos como compañeros a dos vagos divinos (que aquí llamaremos Vernistein y Valernik) que siempre andaban juntos, medio apartados del resto y craneando maldades. Pero no dañinas, sino creativas. De todas ellas, la más lograda –y finalmente instructiva- fue la invención de un autor multipropósito cuyo nombre ahora no recuerdo, pero ponele que se llamaba Max Ullrich Vender. Algo así, bien nórdico, prestigioso y rimbombante.

 Apenas se iniciaba el ciclo lectivo y comenzaban a llegar las nuevas profes, Valernik y Vernistein les preguntaban –muy sueltos de cuerpo- si en vez del libro de texto que ellas proponían, podíamos trabajar con el manual de Max Ullrich Vender, a quien le habían inventado una tupida biografía como especialista en cada área. Dependiendo de la materia, Vender había sido filólogo, físico, matemático, biólogo, patólogo o discípulo de Freud; y según las circunstancias, había nacido en Viena en 1750, en Munich en 1840, o en Londres en 1920. Es decir que aquellos dos atorrantes se tomaban el laburo de escribirle una biografía adecuada al caso, más los nombres de sus ensayos.   

 Había profesoras con las que sabíamos que no se podía joder, y éstas nunca conocieron las proezas del bueno de Max. Algunas otras salieron airosas diciendo de plano que desconocían al tal Vender. Y hubo un tercer grupo, minoritario pero significativo, que compraron el buzón con todas las estampillas y se abrazaban al ridículo cuando con fingida pasión docente nos recomendaban trabajar con el manual de Ullrich: “Ah, sí, es excelente, úsenlo”.

 Esto pasó hace mil años, pero a veces se me cruza que Vernistein y Valernik persistieron en lo suyo. Que lo que iniciaron como un juego inocentón, los fue llevando a un estado de embale en el cual ya no podían parar. Se percataron que podían ganarse el mango con estos manijeos, a condición de que supieran invertir el flujo de sus esfuerzos. Aquellos que, sin sonrojarse, decían apreciar la obra de Ullrich, serían los difusores de su figura. Y sostenidos por relatos similares, convertirían a los escépticos en crédulos adoradores de Max.  

 Pero son ideas mías, porque Valernik y Vernistein eran buenos tipos y jamás se hubieran dedicado a sembrar cizaña, ni a utilizar a los cínicos para realizar una labor canalla. Por el contrario, el ingenio de estos compañeros nos ayudó a ver en manos de quiénes estábamos en esa etapa -aún formativa-, el grado de rutinización de una enseñanza estandarizada y, sobre todo a partir del dibujo en el mero aire de Max Ullrich Vender, la posibilidad de cuestionar lo que nos daban a leer y poner en tela de juicio toda esa vaina de los “prestigios”. 

 No añoro para nada los años que pasamos en una institución que se esmeraba en ser una réplica del régimen genocida, pero reconozco que –por más bien construido que estuviese el tal Vender- no se podía engañar a una mayoría de docentes que sabían de lo que hablaban. Tampoco es contra los docentes de hoy. Es reconocer que, en el pasaje de “manuales” a “pantallas”, nos han llevado a creer en cualquier cosa.

 Por Carlos Semorile.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Migración de gansos

A los miembros del muy conservador Partido Demócrata de Mendoza y -por extensión- a los miembros de la oligarquía viñatera de esa provincia cuyana, se los conoce popularmente como “los gansos”. El mote nació en 1918 en un periódico lencinista (“El Gaucho” Carlos Washington Lencinas era el líder de las masas empobrecidas de Mendoza, y jefe de la de la UCR local) como caricatura del modo de andar “envarado” de los copetudos, que caminaban como estas aves.

A fines de junio, el ex gobernador Cornejo –presidente de la UCR, y aliado clave del macrismo- lanzó la idea de la secesión de su provincia porque “Mendoza tiene todo para vivir como un país independiente, pero no lo tiene hoy. Hoy necesita de la Argentina y la Argentina lo perjudica en la calificación de riesgo, en el acceso de crédito internacional, para traer inversiones. Podría ser un país pero con un programa común de su elite política empresaria para desarrollar ese camino”.

Como se ve, es un llamamiento con varios destinatarios: a la propia elite local, y una formidable mojada de oreja al gobierno nacional, al cual se amenaza con desmembrarle una de sus provincias más ricas.

¿De qué vivirían concretamente los independentistas mendocinos? El sinuoso Cornejo –líder de un centenario partido con representación en todo el territorio nacional, adviértase la paradoja- no lo expresa. O acaso sí lo hace cuando dice que tendrían acceso al crédito internacional, que es el modo eufemístico de plantear que, de movida, endeudaría a más no poder a la “autopercibida” república de los gansos.

Todo esto viene a cuento porque, entre las postales que dejó una nueva jornada de promoción del virus y del número de contagios, está la de un señor morrudo ataviado con un coqueto “panamá” onda turista, un tapabocas que reproduce la mandíbula, la boca y la nariz de un gorila, y una remera que reza: “Mendoza, el mejor país del mundo. (Asterisco) MendoExit”. Pese a su provocativa indumentaria, su gesto -ante el deschave del fotógrafo- es adusto como el de un “carapintada”.

A título personal, me parece poco probable que se verifique la migración de los gansos, llevándose a toda una provincia en su vuelo. Pero, como en política nada está escrito de antemano, deben tomarse en serio estas manifestaciones de gorilismo oligárquico en cruza con  secesionismo regionalista. No hay que olvidar que a fines de 1929 los conservadores mendocinos asesinaron al Gaucho Lencinas, y que en San Juan se organizó un multitudinario asado de festejo al que asistió el entonces Fiscal de la Intervención Federal en Mendoza, el radical Ricardo Balbín. Los hábitos de estos gansos son tan regulares como las migraciones: siempre están, como dijo Walsh, “dispuestos al asesinato”.

Por Carlos Semorile.


martes, 18 de agosto de 2020

Lo que no se transa

 Mirando esta pancarta, pensé en mi padre bioquímico. Le costó bastante recibirse, pues implicaba trasladarse a diario desde Baradero a Rosario, pero al final salió con dos títulos: bioquímico, y también farmacéutico. Su madre hubiese preferido que se encaminase dentro de la Iglesia, pero siendo monaguillo tuvo una mala experiencia con los privilegios que se daban en la casa de Dios –y que replicaban los de aquél pueblo bonaerense-, y rumbeó para el lado del igualitarismo.

 Cuando pudo alquilar su propia farmacia le puso el nombre de Jonas Salk, y a la siguiente la bautizó Rádium, en homenaje a sus descubridores, los esposos Pierre y Marie Curie. Sus convicciones científicas eran muy firmes, lo mismo que su cerril anticlericalismo, aunque mantenía un diálogo lleno de chanzas y chicanas cruzadas con su sobrina monja. La futura madre superiora era una buena polemista, y mi viejo creía que un buen debate podía iluminar zonas oscuras. 

 También solía ponerse pesado, por ejemplo, con ciertos rituales higienistas como lavarse las manos, desde las uñas hasta los codos, cuando entrábamos a casa. Y así como él nunca vio a Dios pastoreando por las inmensurables pampas del Universo, tampoco vi jamás que en el aire fluctuasen microbios y bacterias, lo cual no me impedía lavarme los dientes, bañarme y poner a lavar la ropa usada. La invidencia del primero, lleva hacia lo inefable; la negación de los últimos, al hospital. 

 Teníamos otra divergencia respecto de la génesis de las enfermedades, que para él debían ser observables bajo condiciones de laboratorio, y para mí –además- podían obedecer a los diversos procesos anímicos que estudia el psicoanálisis. Y aún tuvimos una más. Él tenía un amigo, un cuadro del PC, con quien discutían sobre la Guerra Fría: mi padre creía que, si sentaban a conversar, rusos y yanquis llegarían a un acuerdo; su amigo y yo pensábamos que o ganaba uno, o el otro.

 Como decía, ver la pancarta ha reactualizado en mí ciertos procesos anímicos que me llevan, por ejemplo, a pensar que “la experimentación” macrista dejó al país en estado de laboratorio para ensayos de índole fascista y oscurantista, promoviendo todos los cruces posibles entre sectas que pueden tener orígenes muy diversos (desde el evangelismo al manijeo de “dirigentes” que chapotean entre la senilidad y la demencia), pero que siguen un mismo patrón: no hay Dios que los haga reflexionar.

 Ni comité de notables, ni evidencia científica, ni el más tosco sentido común. Esta pancarta es un síntoma: quienes mueven los hilos pretenden que esta sociedad sea un manicomio a cielo abierto. La viralización de la irracionalidad angosta las opciones, y deja de ser inocuo escuchar “todas las opiniones”. La verdad está acechada por la mentira, y eso nos obliga a levantar las defensas. Son ellos, o nosotros.

 Por Carlos Semorile.

lunes, 17 de agosto de 2020

La incumbencia del rosquete

 Quienes creímos que el 10 de diciembre pasado habíamos terminado con la pesadilla de la meritocracia y su prédica, pecamos de ingenuos. Una reciente campaña publicitaria gráfica de una de las prepagas más onerosas, dice: “Cuidarse es cuidar al orto”. El desliz revela, cual lapsus, la ideología profunda de los “ceos” de las compañías que lucran con la salud. Si abreviamos la frase, cual lingüistas en busca de sentido, obtenemos un destilado del pensamiento liberal: “Cuidarse el orto”.

 Sin llegar a este grado de grosería, pero sin restarle nada tampoco a la esencia de su filosofía robinsoniana, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires –bah, el Larretismo- sostiene que la incumbencia del propio rosquete debe estar por encima de asuntos tan comunitarios como una pandemia. Y sus votantes, convencidos de ser “vecinos” antes que ciudadanos, salen en manada a los espacios públicos porque, como buenos consumidores, ellos son obedientes adoradores del mercado.   

 Pero no se trata sólo del Larretismo –expresión, transitoria al fin, del espacio liberal/reaccionario del país argentino-, sino de aquello que señalamos al principio, la ideología meritocrática que les hace creer a unos cuantos que están más allá del igualitarismo rampante con que el virus se manifiesta, sin atender a cuestiones de pedigrí. Según este relato, alcanzaría con una serie de comportamientos de distancia social que no se verifican en la realidad y, sobre todo, que nadie controla.

 Y este es el punto al que es inevitable arribar: el Larretismo -como cualquier otra variante del liberalismo- propugna la ausencia del Estado porque, a no ser que el Estado sirva para financiar la timba de sus amigos “robinsonianos”, quiere perpetuar la orfandad de los excluidos. ¿Para qué precisamos del Estado si basta y sobra con el comportamiento responsable que “tan buenos resultados viene dando”?

 Que esto lo diga “Horacio” vaya y pase, pero que lo repita textual el secretario Lammens prometiendo temporada en Mardel, y pasando por encima de los dichos de Alberto, de Axel y de Gollán, es muy turbio.

 La teoría del rosquete soberano puede que funcione al interior de empresas que engullen a sus empleados como engranajes descartables de maquinarias impadiosas, y aún así siempre llega el momento en que necesitan del “salvataje” del Estado. Nada muy distinto va a ocurrir luego del “covid-fest” que se está desarrollando hoy en la zona norte de la capital: los bocinazos de hoy son las ambulancias de mañana, y habrá que ver, si como dice un viejo son, “no hay cama pa´ tanta gente”.

 Y como ese problema va a caer sobre nuestras espaldas, hay que advertir que nos están empujando a la última trinchera, allí donde no alcanza con ser “comentaristas” del desmadre de los upites desolados.

 Por Carlos Semorile.

domingo, 16 de agosto de 2020

Los “vacunados”

Es un fenómeno que merecería un abordaje interdisciplinario, un análisis que contemple todas las variables que entran en juego, aún aquellas que no compartimos ni avalamos, pero que pueden ser parte de la insensatez y la desaprensión con que muchas personas, aquí y en el mundo entero, están negando la gravedad de los hechos, las alarmas de pronósticos bien encaminados, y lo criterioso que resulta aguantar un poco más porque, al fin, parece haber una salida para todas y todos. 

Pero no. Hay una sorprendente cantidad de gente que cada día se manifiesta en contra de las políticas gubernamentales que privilegian la salud pública por sobre las predilecciones privadas de los individuos. En verdad, debería decir de “los individuos aislados”, pero sucede algo paradojal: quienes están convencidos de ver vulnerada su libertad privativa y singular, se agrupan, como hoy en Madrid convocados por Miguel Bosé –entre otros-, y gritan al unísono “Queremos ver el virus”.

Esa “única” libertad lesionada es la de “circular” y, como en el caso del dinero estudiado por Marx, goza o está investida de un fetichismo que arrasa con cualquier razonamiento, pues genera una imaginería ilusoria que ya fue usada con todo éxito durante el pasado siglo, cuando los mal llamados medios de comunicación formatearon las creencias de millones de seres que no podían pagarse un boleto de tren, y les hicieron creer que el comunismo les impediría moverse y viajar.

La mentira, para ser eficaz, necesita contener al menos una parte de verdad, y convengamos que es cierto que hoy, en aras de la salud del conjunto de la población, gobiernos de muy distinto color y pelaje les piden a sus ciudadanos que dentro de lo posible, se queden en sus casas. Pero resulta que si bien la medida los reguarda del virus que anda circulando, los expone todavía más –lo que ya es mucho decir- a todo lo que sale de las pantallas con el investimento de una verdad.

Así las cosas, no es extraño que algunas personas decidan ingerir dióxido de cloro y fallezcan: lo que resulta llamativo es que no sean muchas más. Tampoco debería parecernos insólito que muchas otras se congreguen alrededor del Obelisco porteño para sostener posiciones tan divergentes como que el virus no existe, o que su existencia obedece a un plan gubernamental de control de la ciudadanía, y todo acompañado por carteles que advierten sobre la inminente caída en… ¡el comunismo!

Y no tendría que resultarnos extravagante o ilógico, porque lo que aquí opera es otra lógica, una contra la cual los gobiernos se encuentran tan indefensos como los pacientes alcanzados por el virus: la de los monopolios de la comunicación que, al menos en nuestro país, son también los dueños de casi todas las demás cosas. Por eso, cada día y sobre todo cada fin de semana, millares de compatriotas se apelotonan -sin necesidad de una convocatoria formal- en calles, plazas y parques, como si ya estuviesen vacunados. Y es verdad: lo están.

Por Carlos Semorile.


miércoles, 12 de agosto de 2020

“Al lado del camino”

 

Vivimos un tiempo desquiciado donde todo parecer oscilar entre un aceleramiento impiadoso (el trabajo y las clases a distancia, con sus exigencias cada vez mayores, son claros ejemplos de esa exacción compulsiva de “plusvalía de tiempo”), y una quietud que parece darnos una chance de dar vuelta la desmoronada “normalidad” que supo ser tan cruel, tal como la describió Fito Páez hace más de 20 años:

 

“En tiempos donde nadie escucha a nadie,

en tiempos donde todos contra todos,

en tiempos egoístas y mezquinos,

en tiempos donde siempre estamos solos,

habrá que declararse incompetente

en todas las materias de mercado,

habrá que declararse un inocente,

o habrá que ser abyecto y desalmado…”

 

Como puede verse, lo que extrañamos de la añeja normalidad no son sus “tiempos egoístas y mezquinos”, sino que es todo aquello que acertamos a brindarnos por fuera del mercado y “a un lado del camino”:

 

“Me gusta estar a un lado del camino,

fumando el humo mientras todo pasa,

me gusta abrir los ojos y estar vivo,

tener que vérmelas con la resaca…”

 

Añoramos la dimensión humana de la vida, la cercanía, los abrazos, las caricias y los diferentes modos, individuales o grupales, de habitar el tiempo sin ser esclavos de un proyecto “abyecto y desalmado”:

        

“Entonces navegar se hacer preciso,

en barcos que se estrellen en la nada,

vivir atormentado de sentido

creo que ésta, sí, es la parte más pesada…”

 

Salvo “los alienados de siempre”, los fetichistas del consumo, el resto podíamos estar “atormentados de sentido”, pero estábamos dichosos de “abrir los ojos y estar vivos”, consumidos por nuestros propios deseos:

 

“Me gusta estar al lado del camino,

dormirte cada noche entre mis brazos,

al lado del camino

es más entretenido y más barato…”

 

Si en verdad salimos vivos y despiertos de esta encrucijada fatal, será porque desviamos los caminos hacia la solidaridad, el amor y la gracia.

Por Carlos Semorile.

jueves, 23 de julio de 2020

Cosas que se desean


Ese es el significado de “Desiderata”, palabra que proviene del latín. También significa “cosas que se echan de menos”. Como sea, el término remite a algo que no se tiene y se quiere obtener, con la premura propia que tiene toda avidez, todo apetito no saciado, todo deseo en estado de incierta espera hasta su efectivo cumplimiento. Llegados a este punto, vuelva a mirar la imagen y dígame si cree que los allí retratados están urgidos por algún apremio tan esencial como ineludible. ¿No, verdad?  

Para que toda esta gente circule en “estado de vecindad” con un virus devastador y mortífero es necesario que, previamente, hayan sido convencidos de que tienen necesidades impostergables que están por encima del hecho de que, saliendo a pasear para tomarse un café o una bebida en un vaso plástico, ponen en riesgo sus vidas y las de quienes ellos aman. Como dice el tango de Acho Manzi y Cedrón, “es necesario domar el malón (…) el lugar de la invasión es en la sala, casa por casa”.

¿Por qué “domar el malón”? Porque habíamos comenzado muy bien, tan bien que inclusive teníamos el legítimo derecho a sentir que éramos parte de un esfuerzo colectivo épico. En las primeras semanas, se percibía una energía comunitaria que se hermanaba detrás de las figuras de los trabajadores de la salud, e inclusive detrás de un presidente que seguramente no había sido elegido por todos quienes saludaban con aplausos sus decisiones de priorizar la vida. Pero, ya se sabe, hay intereses demasiado poderosos que no quieren que los argentinos tengamos motivos de genuino orgullo, y nos prefieren humillados y en derrota. Este retroceso implica el regreso de la “cultura de la mortificación”, aquella que habíamos vencido en las urnas. Y muchos ya empezamos a echar de menos la “cultura de la ternura”.

Por Carlos Semorile.

viernes, 10 de julio de 2020

Liderazgo demencial


El 26 de diciembre de 2009, Sandra Russo publicó un artículo en Página/12 que resultó profético. Allí hablaba de ciertos sectores de la sociedad argentina que estaban a la espera del surgimiento de un “liderazgo bestial” para canalizar sus ansias criminales: “Nuestra veta fascista tiene sus dirigentes, pero tiene también muchos voceros en las calles, hombres o mujeres comunes y corrientes que de pronto se entreveran en conversaciones en las que piden matar a unos cuantos. La muerte es una de nuestras tradiciones. Una pulsión argentina que se regodea en soluciones finales. Matarlos a todos es una ilusión degenerada. Hubo una época reciente en la que los mataron. A todos los que pudieron (...) Este año, uno ha tenido la sensación de que si apareciera un liderazgo bestial, tendría sus bases en esa gente que tiene mucho y no quiere perderlo, o en los que tienen muy poco, quizás un freezer y un auto, o una casa propia y un plazo fijo en el banco, y sin embargo arengan la muerte de los que tienen menos que ellos”.

Seis años después, ese “liderazgo bestial” se materializó durante la regencia delincuencial de Macri y sus cómplices, la que pasará a la historia como una experimentación de tipo fascista con sostén electoral.

En la encrucijada actual, en un contexto de pandemia y de una crisis mundial que aún no conoce un nombre adecuado que exprese su singularidad, esos mismos sectores sociales de los que hablaba Sandra Russo en su artículo de 2009 se encuentran ya no a la espera de un nuevo “liderazgo bestial”, sino de un “liderazgo demencial” que dé cuenta del grado de desquicio y de envilecimiento que ellos propugnan.

Lo que está discusión es el poder y, como “la lucha por el poder es la lucha por el lenguaje”, debemos llamar las cosas por su nombre. Estamos frente a una extrema derecha que pide a gritos un “liderazgo demencial” que termine con el mandato democrático del gobierno popular. Sería bueno que Alberto recuerde que Jauretche decía que “conducir y profetizar son cualidades inseparables”, y que alcance a dimensionar las delicadas celadas que le tienden sus nuevos “amigos”. 

Por Carlos Semorile.

domingo, 12 de abril de 2020

“No te apurís…”


Alberto no los va a deschavar, pero la verdad es que me encantaría saber quiénes fueron esos “estadistas” de provincias que abogaron para que una banda de impacientes puedan salir a hacer sus piruetas gimnásticas al aire libre, mientras el resto cumplimos la cuarentena disciplinadamente. En realidad, tengo una curiosidad mayor: quisiera que me cuenten cómo fue que ese reclamo de sectores minúsculos pudo abrirse paso en los entresijos del poder local, hasta llegar a Olivos.

Se ve que todo debe andar de maravillas en las provincias porque, si no, no se entiende que sus más altos dignatarios (¿y sus ministros de salud?) pongan en la agenda pública el ocio de los hedonistas.

Esta idea “estupenda” –con “runners” elongando en los parques públicos, seguidos por un mini ejército de polis reclamándoles el último número de su CUIT-, se parece demasiado a una danza macabra.

En su ensayo “El hombre ante la muerte”, el historiador Philippe Ariès clarifica el significado de ese antiguo baile simbólico: “La danza macabra es una ronda sin fin, donde alternan un muerto y un vivo. Los muertos dirigen el juego y son los únicos que bailan. Cada pareja está formada por una momia desnuda, podrida, asexuada y muy animada, y de un hombre o de una mujer, vestido según su condición, y estupefacto. La muerte acerca su mano al vivo a quien arrastrará pero que todavía no ha obedecido. El arte reside en el contraste entre el ritmo de los muertos y la parálisis de los vivos. El objetivo moral es recordar a un tiempo la incertidumbre de la hora de la muerte y la igualdad de los hombres ante ella. Todas las edades y todos los estados desfilan en un orden que es el de la jerarquía social tal como se concebía entonces”.

Como están tan apurados, propongo hacer una “suelta” de pelotudas y pelotudos enfundados en sus “joggings” en lugares emblemáticos comos los Bosques de Palermo, el “corredor ribereño” de Vicente López/Olivos, el Parque San Martín de Mendoza, las costaneras de Rosario y Paraná, etc. Eso sí: como parte del “protocolo”, antes de salir deberían dejar un importante monto en caución para cubrir los gastos de sus respectivas internaciones, costos de insumos, y entierros.

Porque lo único que falta es que los pobres, los jubilados, los subsidiados, los que reciben algún tipo de plan, los que realmente viven de su esfuerzo y de su trabajo, tengamos que garparles la “jodita”.

(En el caso de Buenos Aires, podría dárseles sepultura en los Bosques de Palermo, lo que brindaría una hermosa metáfora: la última morada de los “civilizados” serían las tierras del "bárbaro" Rosas).

Por último, un consejo con aroma a tierra y a un saber macerado por el cansino paso del tiempo. Son unos versos de Buenaventura Luna, tomados de su canción “La última carreta”:

“Qué triste tu andar legüero,
y qué aporreada tu suerte,
jamás sabrás, carretero,
que contra lluvia y pampero,
vos vas rumbiando a la muerte”.

Por Carlos Semorile.