martes, 8 de septiembre de 2020

Fragmentación e inestabilidad


   Uno de los mejores interrogantes que escuché sobre este tiempo que atravesamos fue el siguiente: ¿quiénes seremos una vez que hayamos atravesado la etapa más complicada del confinamiento? Formulada al inicio del aislamiento, la pregunta quedó en el aire no tanto a la espera de una respuesta precisa, sino como una reflexión pendiente en torno a no perder de vista lo que está en juego: cómo seguir habitando y recreando la dimensión humana de todo lo que llamamos vida.    

Desde ese momento hasta hoy pasaron tantas cosas que me parece adecuado reformular aquella interrogación, y preguntarnos quiénes “vamos siendo” mientras transcurre este tiempo alucinado. Una posible primera respuesta es que, pasado el primer momento de novedad e incertidumbre -y salvo honrosas excepciones-, cada quien siguió siendo el que era “antes” y todavía más, porque las viejas identidades aparecen ahora investidas de nuevos argumentos contra –¡ups!- el cambio. 

Un rápido vistazo al panorama mundial nos trae imágenes de distintos tipos de “rebrotes”: violencia racial en EE.UU., neonazis en Alemania, desafiantes “libertarios”, pre-copernicanos y conspiranoicos en diversas regiones del globo. Si tuvieron alguna oportunidad de modificar conductas y de ampliar el campo de lo conocido y transitado, dejaron esa chance de lado para reafirmarse en posiciones ultra rígidas, mayormente de cuño conservador, cuando no directamente fascistas. 

Por casa no andamos mejor: femicidas a granel, terratenientes incendiarios, ignotos propietarios de su fuerza de trabajo que defienden oscuros negociados, la vieja “secta del gatillo alegre y la mano en la lata” desapareciendo jóvenes y alzándose en la niebla y la noche cual vástagos de Saavedra luego de la Supresión de Honores, nostálgicos de Videla, señoronas convencidas que gobiernan los Montoneros, y hasta palermitanos “Savonarolas de la cerveza artesanal” (González dixit). 

Y si esto es lo que muchos “van siendo”, habría que redireccionar una vez más algunas de las preguntas que nos hacemos respecto del ahora y del anhelado después. Por ejemplo: ¿alguien se imagina cómo puede reaccionar una “intensivista” –sea médica, enfermera o asistente- ante alguien que afirme que todas ellas fueron parte de un plan del gobierno? ¿O que en una reunión social se cruce quien perdió a un ser querido con alguien que sostenga que el virus no existió? ¿Difícil, no? 

Semejante nivel de fragmentación nos priva a todos de poder sentirnos parte de una comunidad (como plantea Rita Segato, “El primer derecho de un ser humano es tener un pueblo”), y asimismo le birla a los gobiernos su capacidad de intervenir de modo decisivo en los conflictos. En aras de un dialoguismo consensualista que está muy lejos de haber demostrado su capacidad de inclinar la balanza hacia el lado de las mayorías, el gobierno sigue como comentarista de un panorama que no hace más que agravarse mientras advierte sobre un botón rojo, pero no lo activa. Y así las cosas, ¿en qué nos vamos convirtiendo nosotros?    

Por Carlos Semorile.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Invasión


  

Las imágenes de una Buenos Aires tomada por una multitud desaprensiva, me hizo pensar en la idea que dio origen a la película “Invasión”, de Hugo Santiago. Estrenada hace más de 50 años, su director contaba que fue a verlo a Borges “con una idea de ciudad sitiada que (…) sería víctima de una invasión. Esa ciudad tendría (…) su río turbio e infinito, sus plazas abismales, sus ilimitados atardeceres, su orbe de ruidos –pasos y portales y pájaros y estallidos que la amenazarían como enemigos–, tendría sus tangos y milongas bravías y su Grupo del Sur, que más allá del final saldría a resistir”. 

Siguiendo la tradición plebeya del arte popular argentino que no teme cruzar fronteras de género y construye sus obras mixturando lenguajes, Borges y Bioy Casares dejaron a un lado sus habituales estilos narrativos y trabajaron como genuinos guionistas al servicio del film. Según Santiago: “El filme fue dialogado al final cuando la continuidad y las secuencias ya estaban decididas y el encuadre casi acabado. Yo decía, por ejemplo: “Herrera va hasta el fondo, se inclina y habla”. Borges preguntaba: “¿Cuánto?”. Y yo: “No mucho”. Entonces él me dictaba. Es decir que son diálogos hechos a la medida de la filmación”. 

La sinopsis, hecha por el propio Borges, rezaba: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. En declaraciones posteriores, agregaba: “Se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva (…) No se trata de una ficción científica (…) Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo: y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan (…) de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles”. 

Como se advierte, la creatividad de Borges estaba bastante más allá de su conservadurismo político: prefiere ignorar por qué luchan los defensores de la ciudad invadida, pero esos hombres –y mujeres- saben que “su batalla es infinita”. Por su parte, Hugo Santiago sostenía: “Intento cruzar dos tradiciones: la del cine narrativo y la del cine no narrativo. Yo creo que la verdadera diferencia no pasa por ahí sino por la oposición entre cine-espectáculo y el cine como sistema de conocimiento: no registrar sino interrogar a los personajes y a los objetos para que me revelen algo que ignoro y que ellos esconden”. 

Esta pregunta nos desvela a muchos que ya quisiéramos saber aquello que ignoramos sobre la conducta de tantos personajes que, en manada, se exponen con fruición al contagio. Pero, si releemos lo que con tanto tino señalaba Borges, esta nueva invasión tampoco tiene nada de sobrenatural: los invasores no pertenecen a otro mundo, ni actúan –salvo numerosas excepciones que también son de público conocimiento- “de modo contrario a la conducta general de los hombres”. Andan en bici, pasean al perro, toman un café, caminan al sol, comparten una birra, se juntan con sus amigos, y vuelven a sus casas. 

Salvo por un “pequeño detalle”, también mencionado por Borges: “Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles”. Aquí está la clave: tenemos una ciudad –o varias- sitiada por “enemigos poderosos”, que han elevado a la categoría de elección individual lo que en rigor es una fortísima inducción al suicido. 

Hugo Santiago tenía muy clara la “diferencia entre fábula y ficción: fábula es lo que se cuenta; ficción es el régimen del relato (quién habla, cuándo habla, cómo habla, la relación del narrador con lo narrado) (...) Cuando trabajo en un guión, ese texto contiene la fábula y los elementos necesarios para que haga con eso una ficción cinematográfica”. Para la casi totalidad de los aglomerados, debe resultarles “fabulosa” su participación en el “happening” de los desbarbijados, sin advertir que están intervenidos por el “el régimen del relato” y que, en vez de hablar “son hablados”. Pero la inmensa mayoría preferimos resistir, y defender lo que amamos. Lo haremos aún sabiendo que “la batalla es infinita”.      

Por Carlos Semorile.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Del aplauso al cadalso

  

Cuando Cristina fue obligada a entregar el gobierno a las 23:59 hs del 9 de diciembre de 2015, cientos de automovilistas que circulaban por Avenida de Libertador hicieron sonar sus bocinas a la hora señalada en señal de alborozo. No fueron dos minutos ni cinco, sino una muy larga sonata de odio que fue acompañada desde los balcones con gritos y banderas. Por eso, cuando esa misma gente salió a aplaudir a los médicos al inicio de la cuarentena, puse en duda su “buena leche”.

 Al calor del embate de los medios, aquellos primigenios aplausos no demoraron en trocarse por cacerolas, al principio con restos de pudor –se seguía aplaudiendo al personal de salud aunque con mucho menor énfasis, y cada vez durante menos tiempo-, y luego desembozadamente: ya no se homenajeaba a nadie, sino que todas las energías estaban puestas en denigran la labor del gobierno. Como algunos respondimos con “La Marchita”, hubo compañeros que nos sugirieron moderación.   

 La mesura siguió campeando desde nuestras filas, mientras se producían los primeros llamados a concentrarse contra un autoritarismo imaginario. Débiles al inicio, un poco más numerosos en cada nueva convocatoria, hasta llegar al punto que cada nueva concentración pudo ser tomada como fecha de inicio de una nueva ola de contagios. ¿Era mucho pedir que el único medio no abiertamente opositor no magnificara todavía más la amplitud del evento?

 Mientras tanto, otras señales de diálogo y consenso con los sordos por empacamiento y violentos por convicción y ADN, nos resultaron –por decir lo menos- ingenuas. ¿Quién se encargaría, por ejemplo, de controlar a aquellos vecinos que iban a poder abandonar en forma temporal el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio de acuerdo a su número de DNI, por un lapso no mayor a una hora diaria, y en un radio de cinco manzanas alrededor de su domicilio? ¿Larreta? ¿Santilli?

 La que fuera la aquelarre trotadora de los “raners” fue perdiendo, raudamente y sin pausa, su condición de escándalo para instalarse como el tolerado hábito de amucharse en plazas, parques y ciertos comercios que dizque mantienen vigentes arcaicos protocolos. En tanto, vía conferencia de prensa federal, el gobernador Morales se jactaba de tener todos los parámetros bajo control, y el presidente ponderaba su esfuerzo –el de Morales-. Hoy, en Jujuy se debate quién vive y quién no.    

 Pero, para algunos, los responsables seguimos siendo los que señalamos –además de la actitud criminal de los enemigos del pueblo- las incongruencias de un gobierno que sigue “comentando” los hechos, pero sin terminar de asumir su función ejecutiva de parar el desmadre. No es el único que se demora: la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva y la Facultad de Medicina de la UBA acaban de salir de su letargo y, recién ahora –cual “triunviros” de la CGT-, advierten que los aplausos devinieron en cadalsos. Apriete nomás el botón rojo, compañero presidente. A todos y a usted también, nos va la vida en ello.

 Por Carlos Semorile.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Incitación al descalabro

    Hace cinco meses decíamos que “En el muy complejo “escenario” en el que nos estamos “moviendo”, no deja de reiterarse la pregunta por el porvenir que es, al mismo tiempo, una interrogación sobre las formas que adoptará la vida comunitaria. La interpelación en sí misma es ya un modo urgido de la esperanza mientras resulta casi intolerable constatar que “el mundo está fuera de quicio”, como dijera el príncipe Hamlet bajo otras circunstancias”.

Señalábamos que, pese a las diferencias con la obra de Shakespeare, “también hay más semejanzas que las que parecen a simple vista: ¿qué es sino veneno lo que los medios concentrados del mundo están vertiendo en nuestros oídos?”. Dicho vertedero de falsías es una peste anterior a la del covid, y decíamos que su grado de circulación, verosimilitud y ponzoña “está determinando inclusive la posibilidad que millones de seres tienen de sobrevivir la actual coyuntura”.

Al escribir aquella crónica, tomamos el perverso ejemplo de Bolsonaro (aunque también dijimos que “desde luego, hay otros”) para graficar nuestra tesis: “si en la tragedia “Hamlet” un rey (representante de todo el cuerpo social) era envenenado mientras dormía, aquí al lado tenemos a un jefe de estado que pretende adormecer a su pueblo para que el virus haga su trabajo”. Cinco meses más tarde, ya no precisamos viajar al Brasil. Con ir al café Los Galgos, en Callao y Lavalle, alcanza. 

Esta foto de campaña apela al célebre copete del diario Clarín -“Total normalidad”- cuando anunció el golpe del ´76. Y, al igual que en aquella oportunidad, la corporación mediática se encarga de silenciar todas las evidencias de que estamos al borde del descalabro. Como advertimos en su momento, “No olvidemos que en la palabra “virus” se agazapa un plan de extermino”. Si lo reiteramos con la misma urgencia de entonces es porque entendemos que nos están empujando a un abismo.

Bajo el “inocente” señuelo de dos amigos compartiendo “un feca”, se apuesta al colapso del resto de defensas que queden en cada individuo que, de por sí, ya se halla sometido a un bombardeo inmisericorde y narcotizante que lo impele a desdeñar las peligros para pasar a ser parte de las espantosas estadísticas de cada día. Como dice uno de los “desbarbijados” conversantes que ayer dibujó Tute: “A mí, las propias conclusiones me las sacan otros”.

Este “consumidor” ni siquiera sabe que ha renunciado a ser ciudadano, ni que esos “otros” tienen nombre y apellido -y oscuros “bisnes” en común-, y que ya han sacado la cuenta de lo que ganarían si logran que todo estalle. De allí deviene la perversidad de esta imagen, de allí su pestilencia y su inmundo mensaje. Y es por ello que repetimos que “se trata de nuestras vidas, y de lo que seamos capaces de decir y pensar para que el futuro tenga el rostro de nuestros anhelos”. No lo olvide: la “normalidad” del poder real está llena de cadáveres insepultos.

Por Carlos Semorile.

 

martes, 1 de septiembre de 2020

La nueva normalidad


    Vengo releyendo la saga de Frank Bascome, el personaje de Richard Ford que primero fue escritor, luego periodista deportivo, después agente inmobiliario, más adelante no sé qué porque ese libro me lo salté, y finalmente, ya jubilado de todos sus oficios, tuvo la fortuna de mudarse de la costa de Nueva Jersey antes de que ésta fuese arrasada por el huracán Sandy. Uno de sus planteos es que existe una “Nueva Normalidad” y, como parte de esa mudanza de los tiempos, comenta:

“Desde octubre ha habido una cháchara casi ininterrumpida sobre el huracán (…) El presidente Obama (…) recibe una buena tunda. Un segmento bastante grande de la población de Haddam (republicana por tradición y en los últimos tiempos neciamente partidaria del Tea-Party) cree que el presidente o bien “provocó” personalmente Sandy, o bien como mínimo, lo dirigió desde su “búnker” subterráneo de Oahu, para conducirlo hasta la costa de Jersey, donde había muchos italoamericanos de derechas (en realidad no los hay) absolutamente decididos a votar por Romney, sólo que sus casas volaron por los aires y ya no pudieron presentar el certificado de residencia. El municipio de Haddam, cabe observar, apenas sufrió un rasguño en la tormenta, aunque eso no impide que la gente manifieste opiniones rotundas”.

Aunque Obama no sea santo de nuestra devoción, no puede dejar de advertirse la incongruencia de los planteos de la derecha, que son tomados y sostenidos como “opiniones rotundas” aún por aquellos que no fueron damnificados por un huracán que, como en las pelis clase B, Barack habría “provocado”. Pero, además, aquí se retrata muy bien ese menjunje de prejuicios, ideas disparatadas y, en especial, subjetividades colonizadas hasta el atenazamiento por los medios.

Publicado en 2014, “La Nueva Normalidad” de la que habla el personaje de Ford vendría a ser la “antigua normalidad” de la que tanto se habla hoy. Visto en perspectiva, este fragmento explica que en estos días un adolescente armado –presunto miembro de una “guardia blanca”- haya asesinado a dos jóvenes manifestantes durante las protestas antirracistas en una ciudad de Wisconsin. Es el desenlace natural de la progresión exponencial de los discursos del odio.

No debería asombrarnos porque todos conocemos cómo funciona el credo liberal, en cualquiera de sus variantes. Si, por ejemplo, un programa económico diseñado y ejecutado por ellos no genera empleo ni riqueza, ni soluciona ninguno de los problemas de una comunidad, es porque en realidad debió irse más al hueso, las medidas debieron ser más enérgicas y los ajustes más drásticos. Siempre faltó enjundia, pero nunca, en ningún caso, se trata de que el liberalismo es un fiasco.

Y como el modelo es global, las consecuencias se replican al interior de sociedades diversas. Aquí, durante la antigua normalidad, se instaló que era legítimo rasgarse las vestiduras porque el gobierno “impedía” que una tienda de café importara sus vasitos. Ahora, en la nueva normalidad, esa misma tienda recibe cantidades inusitadas de clientes dispuestos a inmolarse mientras saborean “el último café”. Lejos de cualquier pasmo, debemos advertir que la antigua y la mueva normalidad tienen más líneas de continuidad que de ruptura. Y si queremos cambiar algo, deberemos aprender de ellos e ir más a fondo.

 Por Carlos Semorile.