Anoche fuimos al Teatro del Pueblo a ver “Guayaquil,
una historia de amor”, obra que aborda ficcionalmente el controvertido cruce
entre los dos líderes de la emancipación suramericana. La puesta cuenta con excelentes
trabajos de quienes interpretan a San Martín y Bolívar, a sus respectivos
edecanes, a sus amantes Manuela Sáenz y Rosa Campusano, y a un escritor francés
que años más tarde trata de develar el misterio sobre la famosa “entrevista”.
Como espectáculo teatral, “Guayaquil…” es impecable y
se sostiene, firmemente, en las actuaciones de su elenco: pese a una
escenografía que se pasa de rigurosa hasta rozar la aridez, y a una iluminación
algo estática que no termina de acompañar los muy buenos climas de las escenas,
uno “ve” a los dos próceres vivos allí sobre el escenario. Esto sólo, en sí
mismo, es ya un mérito enorme si se tiene en cuenta que sus espectadores hemos
sido formados en el culto a sus estatuas, y no en el estudio de sus ideas y
pensamientos.
Planteado como el duelo entre dos consumados
esgrimistas de las palabras y los hechos, el futuro encuentro es minuciosamente
calculado como una jugada maestra en la que participan cuatro inteligencias
exquisitas: las de ambos Libertadores, y las de Manuela y Rosa, que en nada le
van a la zaga. Está a punto de decidirse el destino de la América, y dos de sus
más grandes hombres conjeturan, piensan y se desesperan por hallar una
estrategia adecuada que los sitúe un escalón por encima del otro. Para
lograrlo, se valen de artimañas, desaires, y pliegos que deben ser leídos a
contraluz de los elogios que emanan de ellos. Todavía más: pretenden que ambas
damas (las cuales juegan sus propias cartas) los pongan “en autos” acerca de la
próxima movida del otro. ¿Acaso no es esto la política: un ramillete de
opciones que el estadista baraja en beneficio, no necesariamente del bien
común, sino de sí mismo, de sus ansias de laureles, de su pequeño y efímero
egocentrismo?
Tal vez sea así, y aún las figuras más altruistas
lleven adheridas a sus personas un “resto” de ambiciones y de apegos
narcisistas. Pero, ¿qué sucede si gran parte del planteo dramático pasa por
retratar a un Bolívar en incesante afán por conquistar la gloria y, como
contrapartida, se nos presenta a un San Martín casi deseoso de renunciar a la
misma aunque, claro, con el mayor decoro posible? Lo que sucede, a nuestro
entender, es que este “trazo grueso” de la dramaturgia se lleva puestas las
diferencias y los matices que efectivamente pudieron existir entre dos
caracteres diversos y complejos. Y, entonces, volvemos a encontrarnos frente a
una historia conocida: la del falsario Mitre que ya había pintado justamente
este mismo cuadro de un San Martín “desprendido” hasta el ascetismo y un
Bolívar petulante y vanidoso.
Y esto, aunque suene excesivo, nos devuelve al
conocido desamparado de no poder creer ni en la política, ni en sus mentores,
ni mucho menos nos permite contar con líderes que, desde el fondo de la
Historia, iluminen nuestros pasos presentes y futuros. Es una orfandad que pesa
como un sino maldito sobre los pueblos americanos: no podemos tener símbolos que
valgan la pena, que aún siendo hombres de carne y hueso (en el más
contradictorio sentido de la trillada frase) sigan siendo arquetipos de una
fraternidad posible y necesaria. Nos negamos a aceptar semejante hurto, y
seguimos a la espera de “una historia de amor” que, amén de los furtivos devaneos
de alcoba, sea la del encuentro de los pueblos con el legado de sus hombres más
valiosos.
Por Carlos Semorile.