Vamos al evento “Buenos Aires celebra
Irlanda y Escocia” con alguna expectativa de encontrar al menos una parte de lo
que conocemos de Irlanda, y de conocer aquello que no sabemos de la Isla y de
lo mucho que no sabemos de Escocia. Hace bastante calor, así que dejamos las
bicis en la boca del subte y llegamos bastante enteros a Avenida de Mayo y Perú,
y ahí nomás empezamos a recorrer los puestos.
El problema es que rápidamente
avanzamos en modo “crucero” porque casi nada nos llama la atención. Nos hacemos
bien los boludos, pero ambos sabemos que va a llegar ese momento en que nos
miremos y digamos: “Vinimos al cuete, no?” En realidad, no llegamos a decirlo
porque siempre le encontramos la vuelta y, aunque sea a los mordiscos, terminamos
rescatando alguna cosa, por pequeña que sea.
El asunto de las mordidas no surge de
modo casual pues, en verdad, estamos ante una feria gastronómica, que no
tendría nada de malo si así estuviese planteado el programa pero, entre tanta
oferta de comida real o pretendidamente “regional”, no aparece lo otro… O
aparecen formas degradadas de eso otro que vinimos a buscar: pines, gorritos
verdes, muchachos con atuendos medievales, un “duende” que grita y enseguida
ríe como tildado por un mal viaje con las brujas de Macbeth.
Lo otro, la cultura, aparece como una
versión infantilizada de la vida espiritual de un pueblo: hadas, elfos, “leprechauns”
y toda una serie de íconos sacados de contexto y listos para convocar a la
fortuna mientras custodian la heladera, o acaso el microondas. O los bailes
regionales en su versión más ritualizada, donde la fidelidad al original pasa
por la confección de los trajes, y no por la recreación de una música.
Aquí no hay nada que nos hable de una
gente profundamente creyente que, como escribió Joyce, fue “convertida al cristianismo por San Patricio y sus seguidores sin
derramamiento de sangre”. Siguiendo con Joyce, no hay mención alguna a que
quizás se trate del “único pueblo
católico para el cual la fe quiere decir también el ejercicio de la fe”. Y
mucho menos se habla de las Leyes Penales, mediante las cuales los ingleses
pretendieron apagar esa fe que sostenía a los irlandeses.
No hay historia de dominación, ni
historia de resistencia cultural y de lucha política frente a la sujeción de un
Imperio vecino, pero aún así sustantivamente extranjero. No hay casi un puto
libro de los tipos que salvaron los manuscritos del mundo antiguo, los copiaron
y se los devolvieron a Europa luego del “período oscuro”. No hay una sola foto
de sus poetas, de sus dramaturgos, de sus tremendos escritores.
No hay un relato acerca del
Levantamiento de Pascua de 1916, y de cómo llevó a la Independencia de gran
parte de la Isla (mucho menos se dice que la mal llamada “Irlanda del Norte”
es, en verdad, el Norte de Irlanda, aún ocupado por Inglaterra). No aparece ni
una imagen de “El viento que agita la cebada”, la gran película de Ken Loach
que narra la guerra civil y las enormes contradicciones de los republicanos.
En fin, se trata de un evento macrista,
donde no falta un puesto privilegiado para una conocida universidad empresarial
que no tiene nada que ver con Irlanda, pero que allí promociona su oferta
curricular. La nada misma. Por suerte, dentro de una semana se celebra San
Patricio, y nadie va a salir sobrio de los pubs del Bajo porteño. Mientras ello
sucede, vuelvo a los libros y a las canciones que tan pródigamente sembraron
los irlandeses desde su insularidad y su forzada pobreza.
Por Carlos
Semorile.