sábado, 26 de noviembre de 2022

Néfli y su “revisionismo dominguero”

   Vamos a decir, en principio, algunas obviedades que hoy parecen estar algo olvidadas: cualquier película que usted vea, y las que no ve también, en verdad todas las películas sostienen una tesis. Así como se escribe a favor de algo y en contra de otra cosa, el cine hace lo mismo y esa toma de posición puede estar más o menos aludida, pero nunca deja de estar. Ni siquiera cuando se pretende, como en el caso de “El prodigio”, que es el espectador quien debe decidir cuál es la realidad.

 

Empecemos entonces por los hechos. A mediados del siglo XIX, Irlanda se encontraba bajo dominio inglés, y, por imperio de las políticas de la corona británica, sometida de modo férreo al monocultivo y a la excesiva parcelación de sus tierras. Bajo estos grandes condicionantes, la dieta de la mayoría de los pauperizados campesinos irlandeses se sostenía casi en exclusividad en el consumo de papa. Por ello, cuando un hongo destruyó la cosecha de papas se inició la Gran Hambruna, que duró entre 1845 y 1851. A diferencia de anteriores y localizadas hambrunas, ésta estuvo mucho más extendida y provocó que muriera más de un millón de personas y que medio millón emigrara (el inicio de esta diáspora haría que, hacia fines de ese siglo XIX, un 40% de los irlandeses vivieran afuera de la isla). Entre muertos y emigrados el impacto demográfico fue tan grande que aún hoy –inicios de la tercera década del siglo XXI- Irlanda no ha podido recuperar la cantidad de habitantes que tenía en 1841.

 

Mientras duró la Gran Hambruna se vivieron situaciones atroces. Millares de personas vagando como espectros por los campos en busca de algo que comer, y muriendo de hambre y siendo enterradas en el sitio donde caían debido a la extenuación; la aparición de enfermedades como tifus, difteria, fiebre amarilla, disentería, escorbuto y cólera asiática; y las evicciones (unas 200.000) ordenadas por buena parte de los terratenientes: las familias que no estaban en condiciones de pagar la renta eran desalojadas y sus casas echadas abajo en el mismo acto. Cuando visitó Irlanda en 1856, Federico Engels quedó impactado por las condiciones de vida en la isla y por estas ruinas de las antiguas casas campesinas; tanto que le escribió a Carlos Marx: “Nunca creí que una hambruna pudiera tener una realidad tan palpable”.

 

Aunque hubo casos puntuales de terratenientes que trataron de paliar el hambre -o los llamados soperos que daban un plato de sopa a cambio de la conversión al protestantismo-, hacia 1847 tres millones de personas recurrían a los asilos que daban albergue a los hambrientos errantes. Sin embargo, lo peor de todo es que desde los puertos de Irlanda seguían saliendo cargamentos de comida y que estos embarques se sostenían a punta de fusil. Como sostuvo el escritor irlandés Brendan Behan, “en 1847 Irlanda exportaba cereales y ternera en cantidad más que suficiente para alimentar hasta cuatro veces su población. La comida se tenía que vender para pagar el arriendo y que el terrateniente, su esposa y sus amantes siguieran viviendo confortablemente en Inglaterra”.

 

Otra consecuencia devastadora de la Hambruna fue la que produjo a nivel cultural, ya que las regiones más afectadas fueron las de habla irlandesa, quedando sólo un cuarto de la población en condiciones de hablar su idioma nativo. Por si todo lo anterior fuera poco, quedó flotando una sospecha sobre el origen de la plaga, recogida por un refrán campesino que sostenía que “Dios envió la enfermedad de las papas, pero los ingleses causaron la Hambruna”.

 

El ingenio popular no andaba lejos de la verdad pues desde 1801, Acta de Unión mediante, los irlandeses eran súbditos ingleses e Inglaterra debió haberse ocupado de paliar el hambre y sus devastadores efectos. Es verdad que durante el desarrollo de la hambruna hubo dos administraciones inglesas que tuvieron actitudes diferenciadas, pero también es cierto que lo que se hizo fue insuficiente e ineficaz, y que quienes optaron por no intervenir sabían lo que hacían pues sostenían –como dijo el administrador inglés Charles Edward Trevelyan- que la supuesta “sobrepoblación” de Irlanda “estando más allá del poder del hombre, ha sido remediada por un golpe directo de una providencia sabia de una forma tan inesperada y tan inconcebible como probablemente efectiva”.

 

Algo de este cinismo inglés se repite en este parlamento del Ulises de Joyce, que es una suerte de síntesis de los sucesos: “Fueron echados de sus casas y hogares en el negro 47. Sus cabañas de barro y sus chozas a la vera del camino fueron arrasadas por la topadora y “The Times” se frotó las manos e informó a los sajones pusilánimes que pronto habría tan pocos irlandeses en Irlanda como pieles rojas en América. Hasta el Gran Turco nos envió piastras. Pero el Sajón intentó hambrear a la nación en su país mientras en la tierra abundaban cosechas que las hienas británicas compraban y vendían en Río de Janeiro. Sí, echaron a los campesinos en hordas. Veinte mil murieron en barcos cementerios. Pero los que llegaron a la tierra de la libertad recuerdan la tierra de la esclavitud. Y volverán otra vez y en mayor número”.

 

Lo que suele llamarse evidencia histórica prueba, de forma documentada y apabullante, que Inglaterra aprovechó la Gran Hambruna para despoblar la isla de Irlanda. Por ello, resultaba indignante que una película pretenda distorsionar la realidad contando la historia de una niña que no come por causa del fanatismo religioso de sus padres, y que la ignorancia de los nativos justifique la “salvífica” intervención de una enfermera inglesa. Que además esta enfermera les queme la casa y secuestre a la niña para llevársela bajo una identidad falsa al otro lado del mundo, no es una opción del espectador como pretende el forzado cierre del film. Esta es su tesis: como todos los pueblos bárbaros, los irlandeses son niños que necesitan ser tutelados.

 

Por Carlos Semorile.

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