miércoles, 9 de octubre de 2013

Los igualados


    La aristocracia mexicana suele usar esta expresión para denostar a los humildes que, por una de esas vueltas de la historia colectiva o un giro favorable de su destino individual, logran conquistar algún derecho que hasta ese momento les estaba vedado. “Es un igualado”, dicen, y con ello quieren significar que está fuera de lugar, que transitoriamente usurpa una posición social que no le corresponde. Al mismo tiempo, están diciendo que esa anomalía debe ser corregida y castigada, para que los demás desheredados escarmienten. Si usted vio alguna de las memorables escenas de Cantiflas –o, viniendo para el Sur, de Catita- sabe de qué manera los poderosos entienden que el origen es un destino: la cuna es, para unos pocos, un trampolín, y para el resto, un estigma.

Hay casos patológicos de estigmas y hay maneras poco convencionales de llevarlo, como le pasaba a Igor, el jorobado de “El joven Frankestein” que no reconocía tener ninguna giba. Pero aquí hablamos de los estigmas sociales, esas marcas invisibles -pero actuantes en el imaginario de las comunidades- que trazan demarcaciones entre territorios y entre personas. Por un lado, entonces, están los guetos, y de otro lado existe un mandato no escrito que reza que nadie sale impune del lugar que tiene asignado. Y si a usted le interesa comprender por qué en la Argentina de hoy se discuten tantas cosas con tanta pasión, haría bien en fijarse cuánta gente ha pasado del hambre a la comida, del desempleo al trabajo, de la calle a la escuela y, en suma, de la exclusión a la inclusión.     

Inclusión es una de esas palabritas que le provoca urticaria a cierta clase de gente o, mejor dicho, a la gente de cierta clase muy alta. Otra es integración, pues quien se integra está abandonando un “nicho”, un espacio social condenado al inmovilismo. Pero la palabra que más tirria les genera es, sin dudas, igualdad. “¿Cómo vamos a ser iguales –piensan- si todo nos distingue? Nos separan, desde ya, los linajes, pero también el color de la piel, los colegios a los que fuimos, los valores que adquirimos a través de la educación y, claro, nos separan el esfuerzo, el estudio, los títulos, las propiedades, las relaciones y los vínculos”. Para quienes piensan de este modo, obviamente, hay otros que sí son sus “iguales”, y con ellos comparten el poder y el mando. Y hay “igualados”: un igualado ocasional, fortuito, se tolera y hasta se exhibe como nuestra de tolerancia, pero los igualados de a montón suponen un peligro inaudito. A la corta o a la larga, los igualados terminan asumiendo que la inclusión, la integración y la igualdad son derechos sociales, y entonces se convierten en actores políticos de peso.

¿Por qué le digo todo esto? Porque dentro de poco volvemos a las urnas, y no sea cosa que usted siga creyendo que, por haber escalado algunas posiciones, los “iguales” le reservaron un asiento con su nombre. Desengáñese. Ellos conocen su origen –que siempre es “abajo”-, y no importa lo mucho que usted haya hecho para cambiar de “status”. Si se mudó al Norte, ellos ya no están allí: vendieron cuando usted compraba para no tener que verlo. Me dirá que algunos son sus amigos y hasta le palmean la espalda. No lo tome a mal, pero le están buscando la joroba: usted no se la ve, pero ellos sí. Hágase y, de paso, háganos a todos un gran favor, mi amigo: deje de ver como “igualados” a esos otros que no han tenido su fortuna o sus chances. Y recuerde siempre que mientras cree que finalmente “llegó”, para los “iguales” usted es apenas un émulo de Cantinflas.

No se amargue. Al candidato de las clases altas le pasa lo mismo. Él piensa que el prolijismo y la vacuidad posicionan mejor sus aspiraciones presidenciales. Pero, para los oligarcas, Sergio Massa es tan sólo un instrumento para cerrarle el paso a los igualados y, de ser posible, desterrar del idioma esas tres palabras malditas: inclusión, integración e igualdad.

Por Carlos Semorile.

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