lunes, 4 de noviembre de 2013

Es tiempo de canallas



Dicen que una cosa lleva a la otra. Y ha de ser así nomás, si considero que el cine negro me llevó a las novelas de Dashiell Hammett, y éstas a conocer a quien fuera su compañera, la dramaturga y escritora Lillian Hellman. En principio, me fascinó su relato sobre los meses finales de Hammett, que ella acompañó respetando su silencio en torno a la enfermedad que lo consumía, porque comprendió que ésa era la única manera en que él podía seguir adelante: “¿Quieres que hablemos?” “No. Mi única oportunidad es no hablar de eso”. Y agregaba Hellman: “En aquellos meses de sufrimiento, su paciencia, su coraje y su dignidad fueron enormes. Como si todo lo que integra la vida de un hombre se hubiera puesto a prueba al mismo tiempo: el sufrimiento era un asunto propio que no admitía intrusos”.

Más adelante, me zambullí en su descarnado relato sobre el papel que jugaron muchos de sus ex compañeros de ruta durante la persecución del Comité de Actividades Antinorteamericanas del senador McCarthy, en pleno auge de la Guerra Fría. Allí, Hellman vuelve a levantar la ética de ciertas actitudes que hacen a la dignidad humana. Mientras muchos defeccionan, y otros tantos claudican, los empleados de la casa que comparte con Hammett le envían a éste un telegrama de ¡felicitaciones! al presidio donde el escritor ha sido encarcelado. Hellman es conciente de que “estas buenas gentes habían hecho por Hammett mucho más que la mayoría de sus mejores amigos (incluyendo los muchos que le debían sumas de dinero)”. Ante tamaña muestra de solidaridad, Hellman no sabe cómo proceder pero una de las empleadas se le adelanta y le dice: “Somos irlandeses, señoritas. Para nosotros, la cárcel no es nada”.

Este gesto contrasta con el de algunos “intelectuales” que, ante la sola citación del “Comité”, comienzan a recordar pretéritas reuniones, rostros y nombres del pasado sin necesidad de que nadie los presione seriamente. Ellos creen que se salvan, pero Hellman los escrachará para siempre al escribir: “En circunstancias especiales, bajo tortura, es natural que la gente pierda el temple y confiese. Recuerdo que Louis Aragon me contó una anécdota, que Camus me repitió en la única ocasión en que lo vi. Durante la guerra, a los miembros de la Resistencia se les ordenaba resistir la tortura física todo lo que pudieran para dar a sus compañeros la oportunidad de escapar. Pero nunca se les exigía aguantar hasta dejarse matar: ni siquiera hasta quedar lisiados. En circunstancias semejantes, confesar es lo único que puede hacerse. Eso tiene sentido. Pero las circunstancias presentes son muy distintas, aquí no se ha torturado a nadie, y no me convence esa nueva teoría de que la tortura psicológica equivale a brazos rotos o a lenguas quemadas”.

Como consecuencia de la histeria anticomunista, Hellman y Hammett pasaron muchas privaciones pero nunca se victimizaron: sabían que otra gente la estaba pasando mucho peor que ellos. En sus conclusiones sobre el período macartista, Hellman se reprocha a sí misma por haber dado demasiado crédito a los escritos de los intelectuales, palabras que no dejaban suponer sus posteriores delaciones. Pero también les reprocha duramente a quienes finalmente repudiaron el macartismo sólo por sus métodos, y no por la naturaleza inmoral de sus actos. Todo ello en su conjunto configuró un “Tiempo de canallas”, sintética y ajustada frase de Hellman para definir una época.

En la Argentina de la Ley de medios, curiosamente, hay quienes sienten nostalgia de nuestra propia caza de brujas. Alguno añora los tiempos en que acompañaba a las tropas de asalto en sus infames campañas tucumanas, y otros se duelen de perder el monopolio de la palabra. Todos ellos se victimizan alevosamente, y salen de gira a rogar que regresen los inquisidores mayores y sus tribunales de inapelables y mortíferas resoluciones. Quieren ver muerto el ciclo de las reparaciones económicas, sociales y culturales iniciado en 2003. Pero no saben, y tal vez ni siquiera sospechan, que están condenados a despertarse cada día, y a vivir cada jornada, dentro de su miserable y pequeñito tiempo de canallas.

Por Carlos Semorile.

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