miércoles, 21 de enero de 2015

Lo sacro



Cuando ni la Sociología ni los entreveros del amor me brindaban respuestas, me topé con la Astrología y fue un romance apasionado que tuvo impensadas derivaciones. Al principio, fue una aventura que encaramos junto a la esposa de un gran amigo tomando clases en la zona de Congreso, en la escuela más “tradicional” del medio. Tal vez fue el exceso de matemáticas, tal vez fue el hecho de que ya sabíamos ubicar a los planetas en el zodíaco, pero lo cierto es que de un día para el otro mi amiga plantó el estudio. Para ir entrando en tema, podríamos traducir esa situación al lenguaje astrológico y decir que ella actuó siguiendo un acuariano impulso de disruptividad. Por mi parte, como buen capricorniano, trepé la montaña del sacrificio en jornadas de astronomía aplicada y de aquellos arduos cálculos matemáticos de la era previa a los programas de ordenador que “te sacan” una carta en cuestión de segundos.

Estudiando allí tuve la fortuna -evitemos por ahora la temida palabrita: “destino”- de que una compañera me propusiera pegar el salto hacia Casa XI. Su insistencia rindió frutos y, tal como ella me vaticinara, el ingreso al centro fundado y dirigido por Eugenio Carutti tuvo más de ruptura que de continuidad. Debido a su formación como antropólogo, y al hecho de haber mamado la disciplina desde niño (por su madre astróloga), la mirada y el abordaje de Eugenio sobre la Astrología era y es por completo impar. Ya no se trataba de adivinar, muertos de miedo y ansiedad, qué amargos tragos nos tienen reservados los astros sino de aprender un lenguaje simbólico a partir del cual es posible hacer una reflexión –ahora sí- acerca del Destino. Así enfocado,  “hacer Astrología” implica estudiar un idioma arcaico pero, aún así, capaz de brindar herramientas para ver aquello que desconocemos de nosotros mismos.

Más de una se estará preguntando en qué difiere esto de una buena terapia laburada a fondo. La respuesta es que no hay demasiadas diferencias, salvo tal vez una cuestión de ritmos: la carta natal permite, de una sola mirada, conocer el mismo entramado oculto que el terapeuta irá develando en el desarrollo de las sesiones. Debido a esta concordancia, tuvimos muchas compañeras y compañeros que venían del más variado follaje de todas las ramas del muy frondosito árbol “psi”. En su polémica con Freud, claro, se alineaban del lado de Jung, quien por otra parte era muy citado en la bibliografía astrológica. Para sorpresa de muchos, esa biblioteca existe y tiene obras y autores insoslayables: Arroyo, Sasportas, el propio Carutti, los bellos trabajos de Liz Greene. Y como los libros llevan a los libros, también leíamos con devoción a Joseph Campbell, un capo en el campo de la mitología, esa disciplina hermana.

Se armaban grupos de estudio de los textos, y así llegamos a Johan Huizinga, a Rudolf Otto, al Gershom Scholem que tanto interesara a Borges, y a Ken Wilber y su “espectro de la conciencia”, que en definitiva era “el tema” superlativo y omnipresente. Al abrigo de este juego de luces y sombras que toda conciencia lleva adelante, nuestras conversaciones se iban sofisticando para el lado de la jerga y cualquier visitante externo al bar de Casa XI pasaba por la incómoda situación de escuchar a un grupo de chiflados que le daba entidad a melifluas influencias astrales. Pero las charlas derivaban también hacia el lado de la juerga y, ante cualquier nueva carta natal, se oía un clamor: “Pooobreee!!!”. Era un modo de bajarle el tono a la propia conmiseración que luego iba a aparecer cuando, buscando equivalencias, cotejáramos esas energías con las propias, llevados todavía por el instintivo miedo al Destino.

¿Tanto estudio y tantas lecturas sobre el asunto para continuar temiéndole al susodicho como si fuésemos neófitos? Lo que sucede es que Eugenio no formaba astrólogas ni astrólogos sino que, por el contrario, en forma permanente cuestionaba el lugar y la figura del augur como aquel que “sabe del Destino” y –fantasía suprema- puede manejarlo a su antojo. Como ya se dijo, estudiar con Carutti implicaba un cambio de paradigma: en principio, una forma de mirar el fenómeno energético actuante por detrás de las anécdotas, y más adelante una investigación sobre los arquetipos, necesarios para condensar ideas pero cuya cristalización en formas fijas impide la fluidez de la conciencia. Por todo ello, éramos serios y poco parecidos a la imagen de las adivinas mediáticas. Pero además porque nos reíamos mucho en las clases, en el bar, en las fiestas, y hasta jugando al fútbol con Los Desamparados del Mandala.

Dicho todo lo anterior (en lo cual, espero, se lea un cariño perdurable), he de decir también que la mirada astrológica sobre los hechos políticos y sociales nunca me terminó de cerrar, del mismo modo -barrunto- que a un terapeuta politizado, por freudiano que sea, no le alcanza con “La psicología de las masas”. Tampoco entendí nunca que tantas compañeras empeñadas en llevar adelante transformaciones radicales en sus propias vidas, y asimismo dispuestas a que otros también pudiesen realizarlas, fuesen conservadoras –y algo peor- en la política. La gota que colmó mi vaso fue cuando en plena clase de arquetipos se la agarraron en masa con una socióloga que planteó algunas dudas e inquietudes sobre el trabajo que veníamos realizando: lo absurdo es que ella había sido invitada ex profeso para probar la coherencia de nuestras hipótesis. Al final del círculo, volvía a ser reclamado desde lo social y lo político.

Siendo franco, todavía no sé cómo se compatibilizan ambos mundos, si es que compatibilizarse pueden. Quien más lejos ha llevado esta reflexión es el mencionado Ken Wilber, planteando que el nivel más alto de conciencia lo alcanza aquel que es capaz de elevarse desde sus propias sombras hasta llegar al espectro de la Política. En su noción más genuina, es este el ámbito de la verdadera trascendencia. Para mis ex compañeros de Astrología no tiene ni pies ni cabeza esto que aquí afirmo, como de seguro no lo tiene que piense que un lugar tan singular y creativo como Casa XI sólo puede darse bajo el cielo argentino. Pero entonces recuerdo a Liz Greene cuando rescataba aquella idea griega de que cada quien escucha el llamado de un dios o una diosa, y a él o a ella consagra su vida. Y, venusinamente, pienso que es una pena que otras lecturas sobre el Destino no hayan sido leídas en Casa XI.

Lo sagrado, en su sentido más irreductible, debería ser el respeto a esa consagración particular –y/o colectiva- que cada quien elige hacer cuando se siente convocado hacia lo sublime. La horizontalidad de las deidades griegas expresaba, en lenguaje simbólico, que existen jerarquías pero no superioridades. La conciencia de la diferencia, y el respeto a esos dioses ajenos que iluminan las vidas de los otros. Con sus luces y sus sombras.

Por Carlos Semorile.

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