jueves, 30 de junio de 2011

El Niño Mauricio en El Callejón del Beso

En la ciudad mexicana de Guanajuato existe, entre otras maravillas que la singularizan, un callejón tan estrecho en el que casi se tocan los balcones de dos casas enfrentadas. Esto ha dado pie a una leyenda que habla de dos jóvenes enamorados, la española doña Ana, hija de un hombre rico, y Carlos, un pobre minero, seguramente mestizo, que alquilaba la pieza desde cuyo balcón podía estrechar y besar a la joven. La historia, situada en la época colonial, adquiere un giro dramático porque el padre de Ana descubre a la pareja en plena franela. Si el romance continúa, este hombre intransigente jura que matará a su única hija. Ana no considera que su señor padre sea capaz de cumplir semejante promesa, y a la noche siguiente vuelve a balconear fogosamente con el osado minero. El drama se convierte en tragedia cuando, de improviso, el papá de Ana se cuela en la habitación de la muchacha y le clava una daga en la espalda. Es el final: en su agonía, el brazo de la enamorada busca el contacto con su amado, y Carlos sólo alcanza a depositar un último beso en el dorso de su mano exánime. La del Callejón del Beso tiene, como toda leyenda que se precie de tal, variantes y agregados, pero básicamente consiste en lo que hemos relatado. Pese al auge de los puntillosos manuales para viajeros que de unos cuantos años a esta parte han saturado la industria del turismo internacional, quienes visitan El Callejón del Beso se hacen narrar la historia por alguno de los niños que ofrecen su sapiencia a cambio de unas monedas. Se trata de pibes pobres, chicos y chicas sin más escuela que la de haberse aprendido un cuentito que narran a una velocidad asombrosa. A mí me lleva más tiempo escribir esto, y a usted leerlo, que a estos gurises repetir de principio a fin el metejón de doña Ana con el pobretón de Carlos (lo acabo de reconfirmar en youtube, donde una dulce niña resuelve lo esencial de la historia en menos de un minuto y cuarto). Claro, necesitan contar rápido para pasar al siguiente cliente y así juntar la mayor cantidad de dinero posible. Pero no todos los turistas son capaces de seguirles el tranco, y entonces los interrumpen a mitad de la leyenda con alguna pregunta que les quiebra la continuidad narrativa. Es un momento crítico donde se pone a prueba la voluntad del pibe, que se esfuerza por satisfacer la demanda para no perder la propina, y la paciencia de quien preguntó. ¿Por qué? Porque los niños, que sólo saben contar la historia de una manera práctica y elemental, no pueden sino recomenzar el relato desde el inicio. Es como si alguien me interrumpiera ahora, y yo volviese a escribir: “En la ciudad mexicana de Guanajuato existe…”, etcétera, etcétera, y así hasta el final que me dispongo a escribir. Ahora bien: ¿qué tiene que ver todo esto con el Niño Mauricio? Aparentemente nada. Pero resulta que hace unos días visitó un programa de televisión donde fue consultado por sus renuencias al debate franco y abierto. La conductora le dijo: “Se habla de que sólo querés debatir con Filmus en TN (…) ¿Qué opinás?”. “Opino que debatir es un buen ejercicio…”, comenzó a contestar el Niño Mauricio pero fue interrumpido por Pamela David (no por Beatriz Sarlo, ¿eh?): “¿Y por qué elegís sólo TN?”. Contrariado, el Niño Mauricio recomenzó su argumentación diciendo: “Opino que debatir es un buen ejercicio”. Y ahí me acordé de aquellos pibes de Guanajuato. Como ellos, el Niño Mauricio también está cautivo de un relato aprendido para juntar la mayor cantidad de guita en el menor tiempo posible. Sólo que esos chicos son más dignos: la leyenda del Callejón del Beso no jode a nadie.
Por Carlos Semorile.

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