viernes, 30 de septiembre de 2011

Tiempo de canallas

A raíz del apriete a Mike Amigorena para que abandone su representación de Héctor Magnetto en la miniserie “El Pacto”, hay una mirada que insiste en pensarlo como víctima de un poder muy superior a sus fuerzas espirituales, las cuales nunca se templaron en otra cosa que no fueran las lides actorales. Pero si nos quedamos con esta versión y pasamos rápidamente a otra cosa, nos perdemos la oportunidad de revisar algunas “verdades” instaladas, justo en el momento en que, como sociedad, venimos realizando una formidable tarea de develamiento masivo del corset mediático/ideológico que durante años nos mantuvo escépticos, apáticos y, por ende, inofensivos. Si procedemos a exculpar al actor por su arrugue estaremos, aunque no lo sepamos, convalidando la mentira que sostiene que ciertos sectores de la comunidad (llámense artistas, periodistas, o lo que sea) están -y hasta “deberían” mantenerse- excentos de las viscosidades de la vida política, particularmente de la política que no se rinde mansamente ante las corporaciones del poder real y efectivo del país. ¿Por qué aceptarían verse “salpicados” por las cambiantes vicisitudes de la “polis” quienes pretenden vivir, literalmente, fuera de esta realidad tan peliaguda que tenemos? En este punto, “Mike” no pudo ser más explícito: él no quiere estresarse. ¿Cree Amigorena que este es un derecho horizontal e igualitario, o defiende tan sólo su soberano y particularísimo acceso al relax? El asunto del procedimiento también es revelador. ¿Lo invitaron a una cena y entre varios le comieron la cabeza hasta doblegarlo? La fuente no es confiable, pero si la versión no suena tan descabellada es porque el Poder suele recurrir a estos y otros refinamientos cortesanos (como las nocturnales visitas a despachos de accesibilidad reducida). El problema que carga este relato es que nos retrocede al punto de partida, y entonces hay quienes dicen: “bueno, no todos tienen pasta o ganas de ser héroes”. No se les pide tanto, muchachos. En 1952, en plena vigilia a su comparecencia ante los comités macartistas, la dramaturga Lillian Hellman escribió lo siguiente: “Me parece imposible que un hombre ya maduro e inteligente no tenga suficiente sentido común para saber de antemano cómo actuar bajo presión. Más o menos, todos podemos adivinarlo: es algo que decidimos en nuestra niñez, cuando aún éramos muy jóvenes, y que ya desde entonces está relacionado con nuestras nociones de orgullo y dignidad”. Y para remarcar que la claudicación no era la única alternativa posible ante el macartismo, agregó: “En circunstancias especiales, bajo tortura, es natural que la gente pierda el temple y confiese. Recuerdo que Louis Aragon me contó una anécdota, que Camus me repitió en la única ocasión en que lo vi. Durante la guerra, a los miembros de la Resistencia se les ordenaba resistir la tortura física todo lo que pudieran para dar a sus compañeros la oportunidad de escapar. Pero nunca se les exigía aguantar hasta dejarse matar: ni siquiera hasta quedar lisiados. En circunstancias semejantes, confesar es lo único que puede hacerse. Eso tiene sentido. Pero las circunstancias presentes son muy distintas, aquí no se ha torturado a nadie, y no me convence esa nueva teoría de que la tortura psicológica equivale a brazos rotos o a lenguas quemadas”. Para ir concluyendo: a medida que avance la efectiva implementación de la Ley de Medios, es probable que veamos acrecentarse la lista de quienes, luego de un sushi recargado de “consejos”, decidan cobijarse bajo el amigoreneano dilema que reza: “relajación o disturbios”. No sonarán convincentes, pero actor que “se alivia” sirve para el próximo unitario.
Por Carlos Semorile.

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