miércoles, 14 de julio de 2010

Y la "tibia leche de tu cuerpo" lo cobijará…

En su Curso de Literatura Europea, Vladimir Nabokov analiza un pasaje de Madame Bovary donde la voluble Emma Bovary visita, junto con su amante, el lugar en que su hija está creciendo. La acción, durante los primeros años de la década de 1840:

“Las consideraciones románticas al ponerle nombre a la niña contrastan con las condiciones en las que la dan a criar fuera, costumbre rara en aquel entonces. Emma va con León a visitar a la niña. ‘Reconocieron la casa por un viejo nogal que le daba sombra. Baja y cubierta con tejas pardas, tenía colgada una ristra de cebollas en el exterior, bajo la ventana de la buhardilla. Unos haces de leña, apoyados de pie en un seto de espino, cercaban un bancal de lechugas, unos metros cuadrados de espliego y unas matas de guisantes enroscadas en palos. Por la hierba corría agua sucia, y alrededor se veían varios trapos indescriptibles, medias de punto, una chaquetilla roja de percal y una sábana grande de tosco lienzo tendida sobre el seto. Al ruido de la verja, apareció la nodriza con un niño en brazos al que estaba dando el pecho. Con la otra mano tiraba de un pobre chiquillo encanijado con la cara llena de pupas, hijo de un calcetero de Rouen, cuyos padres, demasiado ocupados en su, negocio, habían llevado al campo’.”

Emma, quien jamás ha estado demasiado ocupada como no sea en sus ensueños, da a su hija a criar afuera; tan afuera -podría decirse- que ni siquiera sabe con certeza dónde está viviendo Berthe, esa hija suya a la que ha puesto un nombre de condesa. Y por la descripción que Flaubert hace de la casa de la nodriza, nos parece estar llegando a la cueva de una bruja de los pantanos: la misma señora que da el pecho a su niña. Sin embargo, la escena no tiene por qué ser tétrica para retratar esta fatal ausencia de lactancia materna. Más o menos para la misma época, pero del otro lado del océano, sitúa Katherine Anne Porter El viejo orden, el cuento donde describe la vida de una descendiente de los primeros colonos –esclavistas, vale la pena tenerlo presente- del Sur de Norteamérica, y la de su criada y ama de leche de sus primeros tres hijos:

“Sophia Jane y Nannie habían iniciado entonces su huraña y terrible carrera procreativa, un hijo cada dieciséis meses. Nannie los amamantaba a ambos; Sophia Jane, espantosamente incómoda, suprimía su leche con vendajes y brebajes hechos con vino. Cuando ambas tuvieron el cuarto hijo, Nannie casi se muere de fiebre puerperal. Sophie Jane amamantó a ambos niños. Le puso Charlie al bebé negro y Stephen a su propio hijo; los alimentó equitativamente, sin favorecer más al blanco que al negro, como Nannie estaba obligada a hacer. Su esposo estaba escandalizado y trató de prohibírselo; su madre vino a verla y razonó con ella. La encontraron muy difícil y terca. Empezaba a manifestar un carácter que era justo, humano, orgulloso y simple. Tenía muchas vanidades y debilidades menores en la superficie: un amor por el lujo y una tendencia a rechazar las críticas. Esta tendencia se basaba en la sensación de que su juicio y sensibilidad eran superiores a los de casi todos los que la rodeaban. Eso la hacía muy difícil de manejar. Tenía un modo sereno de defender sus posiciones que convencía a sus rivales de que en verdad moriría antes que ceder; y no se contentaba con amenazas. Entonces aprendió que la habían inducido mediante engaños a permitir que otra mujer alimentara a sus hijos; resolvió que nunca más la engañarían de ese modo. Amamantaba al hijo y al hijo adoptivo, con un placer tibio y sensual con el cual no había soñado, traduciendo su natural alivio físico en algo sagrado, divino, una retribución del cielo por lo que había sufrido en el parto. Sí, y por lo que le había faltado en el lecho matrimonial, pues sabía que también allí algo había fallado.”

El placer de amamantar es un despertar de tibias sensaciones también para el hijo. En El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, esto es lo que reclama el bebé llamado Jesús cuando regresa a los brazos de su madre tras haber sido circuncidado:

“No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera.”

Ahora bien, si amamantar puede quedar del lado de los placeres, ¿por qué estafar a una mujer induciéndola a que sea otra la que se hace cargo de esta tarea en ciertas épocas desacreditada? La respuesta nos la da Bertha, la joven y reciente madre burguesa del cuento Felicidad perfecta de Katherine Mansfield:

“¿Qué puedes hacer cuando tienes treinta años y al doblar la esquina de tu calle, de pronto te invade un sentimiento de felicidad -¡como si estuvieras en la gloria!- como si de repente te hubieras tragado un trozo de ese sol brillante del atardecer y siguiera ardiendo en tu pecho, enviando una lluvia de chispas hacia cada partícula, hacia cada dedo de tus manos y de tus pies?... Pero, ¿no habrá forma de expresar este sentimiento sin estar “borracha y alborotada”? ¡Qué idiota es la civilización! ¿Para qué te dan un cuerpo si luego tienes que tenerlo
encerrado en una caja como si fuera un violín muy, muy valioso?”

Ser madre es, para muchas mujeres, la puerta de acceso a la conciencia de tener un cuerpo, y ello implica un irrumpir de dormidos éxtasis que rabian por instalarse. Y cuando la sociedad se ocupa de que esto no ocurra, no es que sea idiota -como piensa Bertha-, sino perversa. “¿Para qué tener un bebé si lo tienes que guardar, no en una caja como un valioso violín, sino en brazos de otra mujer?”: es la pregunta que la propia Bertha y el sentido común se formulan cuando al fin logran asomar la cabeza por entre la maraña de prejuicios y sojuzgamientos de la Era Victoriana. Pero, de un modo u otro, volvemos siempre sobre el mismo asunto: los niños necesitan recibir el amor de un pecho que los amamante. Escuchemos lo que Francoise Dolto le contaba a su hija –Catherine Dolto, en la entrevista publicada bajo el nombre de Infancias- sobre los fundamentales cuidados de su propia madre:

“A todos nos amamantó durante un año, lo que era extraordinario, porque ya en esa época las madres burguesas no amamantaban más a sus hijos. Pero era uno de los principios de mi abuelo materno: una mujer debe dar el pecho a su bebé durante un año. Entonces ella siempre lo hizo, pues era muy apegada a su padre, y creo que lo que hizo allí fue importantísimo. Y en cuanto a mí, casi muero a los seis meses, de una bronconeumonía doble, y fue mi madre quien me salvó estrechándome contra ella toda la noche sin dejarme en la cuna, apretada contra su pecho.”

Las imágenes de salvación del hijo muchas veces se contraponen a una situación tan real como la anterior: es el hijo quien salva a los padres sacudiendo en ellos las escamas agrietadas de sus antiguas existencias. Si hasta una traidora como Acila, la ”malinche” de Los días del fuego, el libro de la argentina Liliana Bodoc, puede sentir cómo se derrumban los viejos dogmas ante la potencia de la lactancia:

“Cuando la boca del niño se aferró a su cuerpo, Acila sonrió:
-Ahora sé lo que vale un instante.”

Y si hablamos del Tiempo, hay que señalar que algunos autores de ficción se permiten ciertos saltos temporales y relatan, como Noah Gordon en El médico, acontecimientos que, bien mirados, son atemporales :

“Rob fue a su lado en tres zancadas y la abrazó sin hablar. Después tocó el vientre plano.
-¿Todo fue bien?
Mary soltó una carcajada temblorosa, porque estaba fatigada y dolorida. Rob se había perdido sus frenéticos gritos por cinco días.
-Tu hijo tardó dos días en llegar.
-Un hijo.
Apoyó su enorme palma en la mejilla de Mary. A su contacto la oleada de alivio la hizo temblar, estuvo a punto de derramar el aceite de la lámpara y la llama parpadeó. Durante su ausencia se había vuelto dura y fuerte, una mujer curtida, pero era todo un lujo volver a confiar en alguien competente. Como pasar del cuero a la seda. Mary dejó la espada y le cogió la mano para llevarlo al interior, donde el bebé dormía en una cesta forrada con una manta. En ese momento, vio con los ojos de Rob el trocito de humanidad de carne redonda, las facciones hinchadas por los dolores del parto, la pelusilla oscura en la cabeza. Sintió fastidio por ese hombre pues no logró dilucidar si estaba decepcionado o sobrecogido de júbilo. Cuando Rob levantó la vista, en su expresión había congoja y placer. (…) El bebé soltó un leve vagido y Rob lo levantó del canasto y le acercó el dedo meñique, que el niño aceptó, hambriento. Mary usaba un vestido suelto con un cordón en el cuello, que le había cosido Fara. Aflojó el cordón, dejó caer el vestido por debajo de sus senos henchidos y cogió al bebé. Rob también se echó en la estera cuando ella comenzó a amamantarlo. Le apoyó la cabeza en el pecho libre y Mary notó que tenía la mejilla húmeda. Nunca supo que su padre o ningún otro hombre llorara, y las sacudidas convulsivas de Rob la asustaron.
-Querido mío. Mi Rob... -murmuró.
Instintivamente, su mano libre lo orientó suavemente hasta que la boca de él rodeó su pezón. Era un lactante más indeciso que su hijo, y cuando apretó y succionó, Mary se sintió muy emocionada, aunque tiernamente divertida: por una vez, una parte de su cuerpo penetraba el de él. Pensó fugazmente en Fara, y sin experimentar la menor culpa agradeció a la Virgen que la muerte no se hubiera llevado a su marido. Los dos pares de labios en sus pechos, uno diminuto y el otro grande y conocido, le hicieron experimentar una hormigueante calidez. Quizá la Madre bendita o los santos estaban obrando su magia, pues por un instante los tres fueron uno. Finalmente, Rob se incorporó, y cuando se inclinó y la besó, Mary probó su propio sabor tibio.
-No soy un romano -dijo él.”

No soy un romano, dice este adelantado: un hombre del siglo XI que se permite llorar de emoción ante su mujer por el hijo que ésta le dio y que él acaba de conocer. Pero, prestemos atención a otro aspecto que aquí se nos narra: la hormigueante calidez que experimenta Mary con sus dos hombres succionando de sus pechos, es una imagen netamente sexual. Este es un aspecto del embarazo que se suele dejar de lado, pero esta mujer acaba de parir y quién podría negar la fortísima impronta sexual que hay en todo parto. Pero prestemos atención a Mary: se le está retirando la leche. Es de lamentar que aquél goce de Mary no haya podido continuar, y que la pareja se vea obligada a buscar un ama de leche para el pequeño:

“Mary se repuso rápidamente después de dar a luz. Siguieron las instrucciones de Ibn Sina, quien advirtió que hombre y mujer debían de guardar abstinencia durante las seis semanas posteriores al parto, y aconsejó que las partes pudendas de la madre reciente se trataran suavemente con aceite de oliva y se masajearan con una mezcla de miel y agua de cebada. El tratamiento funcionó de maravilla. La espera de seis semanas pareció una eternidad, y cuando se cumplieron, Mary se volvió hacia Rob tan ansiosa como él hacia ella. Semanas después la leche de sus pechos empezó a menguar. Fue un sobresalto, porque su producción era copiosa; Mary había contado a Rob que en ella había ríos de leche, leche suficiente para abastecer al mundo. Cuando amamantaba, sentía aliviarse la dolorosa presión de sus pechos, pero en cuanto desapareció la presión, sintió el dolor de oír el quejido hambriento de Rob J. Comprendieron que necesitarían a una ama de cría. Rob habló con varias comadronas, y por medio de ellas encontró a Prisca, una armenia fuerte y humilde que tenía bastante leche para su hija recién nacida y para el hijito del hakim. Cuatro veces por día, Mary llevaba al niño al almacén de cueros de Dikram, el marido de Prisca, y aguardaba mientras el pequeño Rob J. se alimentaba. De noche, Prisca iba a la casa del Yehuddiyyeh y se quedaba en la otra habitación con los dos bebés, mientras Rob y Mary hacían sigilosamente el amor y luego gozaban del lujo del sueño ininterrumpido con una nueva certeza. A veces Rob tenía la impresión de que ella se adjudicaba todo el mérito de la pequeña y ruidosa criatura que habían creado juntos, pero la amaba tanto más por eso mismo.”

En el siglo XI ya están instaladas ciertas prescripciones -la cuarentena-, y vemos que no había falsos pudores para masajear la vulva de la mujer con lo que a los oídos contemporáneos puede sonar como una receta afrodisíaca. Lo que para Madame Bovary era un sacrificio, para Mary es un placer, y si acudir a un ama de leche era para Emma Bovary un alivio, para Mary lo es también pero por muy distintos motivos: puede recuperar la intimidad suspendida por el parto y el posparto.
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 10, abril de 2007).

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