miércoles, 14 de julio de 2010

Pertenecer a la vida

Los buenos escritores iluminan con sus páginas aquellos aspectos vitales sobre los cuales han decidido posar una mirada tan inteligente como reflexiva. A este miramiento literario, a veces, es preciso acompañarlo de ciertos núcleos teóricos para que -entre ambos- ayuden a profundizar allí donde el hábito se perpetúa en observar tan sólo la superficie de las cosas. Es lo que sucede con este muy intenso fragmento autobiográfico de la brasileña Clarice Lispector –que ella tituló Pertenecer- y unas notas del libro Haptonomía pre- y postnatal, de Catherine Dolto: ellas corren el velo para que, al mirar, veamos.

“Un amigo mío, médico, me aseguró que desde la cuna el niño siente el ambiente, el niño quiere: en él el ser humano desde la cuna ya comenzó. Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que no interesan aquí, de alguna manera yo debía estar sintiendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací sin motivo. Si en la cuna experimenté esa hambre humana, ésta sigue acompañándome en la vida, como un destino. Al punto que mi corazón se contrae de envidia y deseo cuando veo una monja: ella pertenece a Dios. Exactamente porque es tan fuerte en mí el hambre de darme a algo o a alguien, es que me volví muy arisca: tengo miedo de revelar cuánto necesito y cuán pobre soy. Lo soy, sí. Muy pobre. Sólo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe si no empecé a escribir tan pronto en la vida porque, al escribir, por lo menos me pertenecía un poco a mí misma. Lo que es un triste facsímil. (…) Casi logro visualizarme en la cuna, casi logro reproducir en mí la vaga y no obstante apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por motivos que ni mi madre ni mi padre podían controlar, yo nací y resulté tan sólo: nacida. Sin embargo, fui preparada para ser dada a luz de un modo muy bonito. Mi madre estaba ya enferma, y, por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esta carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiera desertado. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono. Querría que simplemente se hubiera cumplido un milagro: nacer y curar a mi madre. Entonces, sí: yo habría pertenecido a mi padre y a mi madre. Yo no podía confiar a nadie esta especie de soledad de no pertenecer porque, como desertor, tenía el secreto de la fuga que por vergüenza no podía conocerse. La vida me hizo de vez en cuando pertenecer, como para darme la medida de lo que pierdo al no pertenecer. Y entonces lo supe: pertenecer es vivir. Lo experimenté con la sed de quien está en el desierto y bebe sediento los últimos tragos de agua de una cantimplora. Y después la sed vuelve y es propiamente en un desierto donde camino.”

Podemos –y hasta debemos- relacionar estas palabras de Lispector con los conceptos que la médica pediatra Catherine Dolto desarrolla en tanto investigadora de la afectividad:

“Desde la vida intrauterina, el niño depende totalmente de las sensaciones que confirman su existencia y se muestra muy sensible a los ofrecimientos de confirmación a los que responde siempre de una manera variable en función de sus estados de disponibilidad y de vigilia. (…) Puede verse, entonces, cuánto, la realidad física del embarazo –indisociable de la vivencia psico-afectiva de ambos padres- corresponde a importantes variaciones de las percepciones y sensaciones que lo afectan a través de la realidad de su vivencia más íntima. A su manera, comparte más o menos directamente las emociones de sus padres. Las modificaciones de sus respuestas atestiguan muchas de sus interacciones. (…) El regazo materno está lejos de ser un universo cerrado sobre sí mismo. Ciertamente, el niño no vive en directo las dificultades que atraviesan su madre y, por este hecho, está en parte protegido. Sin embargo, está mucho más atento y sensible a los mensajes que le llegan de todas partes de lo que se creía en otras épocas.
(…) Se comprende así que las vivencias emocionales de la madre, que están fuertemente ligadas a la vivencia del padre, tienen gran importancia durante todo el embarazo. Esas vivencias parentales influencian mucho el desarrollo del niño y la instauración de lazos de la triada. Todo eso jugará, también, un rol importante en el momento del parto y del nacimiento: dos acontecimientos que suceden juntos, pero son distintos. Cuando ocurren hechos graves durante la vida prenatal, si el niño esta potencialmente en peligro y debe afrontar exámenes repetidos (ecografías, amniocentesis, tomas de sangre del cordón) o si se le debe realizar una cirugía fetal, los padres pueden aportarle, gracias a su acompañamiento, una ayuda considerable. Descubrimos, entonces, cuanto ese ‘estar juntos’ en la afectividad permite reducir el efecto traumático de tales acontecimientos para todos los participantes.”

Para Catherine Dolto –hija y, en cierto sentido, continuadora de Francoise Dolto-, la criatura humana es un ser necesitado (sediento, diría Lispector) de una confirmación afectiva y de una explicación que le aporte sentido a su experiencia vital:

“El recién nacido es alguien que viene de pasar de un estado a otro, con todo lo que eso acarrea en emociones y sensaciones fuertes. Todo lo afecta y todo es potencialmente amenazante, esta acechado. Como cualquier ser humano, está en búsqueda de seguridad ante todo. El niño se abre al mundo con todos sus sentidos despiertos, exacerbados y potentes, con una confianza que será, obligadamente, decepcionada en parte. Allí, todo es por primera vez experiencia nueva; todo deja una profunda marca, buena o mala, en términos de seguridad de base o de inseguridad, de placer o de displacer. (…) Al nacer el niño pierde muchas libertades que eran suyas en el vientre materno, en el que no tenía representaciones imaginarias de un espacio no cerrado. Podía desplazarse hacia lo que llamaba su atención, bailar entre manos tiernas, jugar con su cordón y su placenta, succionar su dedo gordo o su pie, masturbarse. Y ahí lo vemos, pegado a su cuna por la gravedad, incapaz de desplazarse ni de llevar a su boca una mano o un pie cuando, de casualidad o después de muchos esfuerzos, ha logrado aproximarlos. Es victima de una repentina incoordinación motriz que lo frustra en sus seguridades habituales. Muchas veces durante el día debe afrontar el miedo al vacío bajo el cual manos, más o menos segurizantes, lo levantan. Descubre el hambre, la respiración, el frío, el exceso de calor, el dolor de panza, la cola mojada y las vestimentas que aprietan, pican o frotan. Él, que era co-viviente (pero no simbiótico), está ahora dependiente y minusválido en este nuevo mundo en el que enfrenta la soledad por primera vez. En búsqueda de continuidad entre su vida pasada y su nueva situación, explora sus referencias sensoriales y sensuales en el contacto con sus padres. A través de esas referencias de continuidad, la cuestión de su identidad está en juego. Ante esa marejada de sensaciones y emociones fuertes, de percepciones nuevas y afectos variados se encuentra sin defensa, a no ser que se encierre en la anestesia de las percepciones y la renuncia a sí mismo. Todos sus sentidos están alerta; está al acecho de todo lo que le hace signo; busca el sentido en todo lo que siente. Es ‘todo pregunta’, ya que es humano; es ‘todo espera’ porque no puede hacer nada por sí mismo para asegurar su supervivencia. La inmadurez del pequeño humano en búsqueda de sentido hace de ese cruce entre el deseo y la necesidad una encrucijada peligrosa, ya que allí todo se vuelve signo, todo es lenguaje para él; pero quienes están a cargo de él a menudo no lo saben. De allí provienen muchos malentendidos dolorosos, a veces trágicos. Desgraciadamente, sus esfuerzos de adaptación, sus miedos y sus sufrimientos pasan –la mayor parte de las veces-inadvertidos a los ojos de su entorno que lo interpretan sin conocer su lengua. Se puede, probablemente, explicar así los ‘jirones’ de paranoia que, en ciertas circunstancias, se encuentran en los adultos a pesar de su buena salud psíquica.”

La seguridad o la inseguridad de base hacen al modo en que un ser humano puede afirmarse en el mundo, y el mismo papel cumplen las respuestas –verdaderas, falsas o, peor, inexistentes- que el bebe recibe en su continuo preguntar por el sentido de las sensaciones que lo abruman:

“Porque es humano, el recién nacido está listo para amar a quienes lo rodean, incluso a riesgo de perder la vida o el sentido común. Los lactantes temen la soledad en la que podrían ahogarse, soledad mucho más compleja por el hecho de no serlo aún. (…) En estos tres primeros meses, el niño se somete muy rápidamente a lo que se le propone. Los bebés son inteligentes; saben que no pueden elegir. Aceptan pasar por inverosímiles enredos neuróticos, si ése es el camino impuesto por sus padres, con tal de intercambiar amor por supervivencia, que están estrechamente unidos en este preciso momento. Me gusta decir que los bebés son ‘atletas del amor’: saben que hay que amar para vivir. Imaginen lo que esto representa para seres que durante nueve meses quisieran demostrar lo que les gusta y lo que no, jugar, bailar y que no se les hiciera ninguna proposición adecuada. Tras su nacimiento, se les proponen aun cosas que no les convienen. Se los separa de aquello que representa todo su universo de referencia; se los mete en una incubadora para que no tengan frío; se los hace dormir en el otro extremo de la Maternidad, ‘para que la madre descanse bien’. Después, cuando ellos quieren dormir, queremos que coman; cuando quieren comer, queremos que sean pacientes y sonrían.”

Estas notas, nos hablan de una Catherine Dolto preocupada por lo que ella llama la ciencia de la afectividad -o Haptonomía- que eluda estos malos entendidos entre las expectativas de los padres y las verdaderas necesidades de los hijos (a la Lispector no la espera un regazo que le otorgue seguridad afectiva, sino que la aguarda una expectativa desmesurada). En este sentido, es muy claro el ejemplo que Lispector brinda en Pertenecer: la conciben para curar a su madre, pero fracasa (y no pensemos que el caso es una rareza, pues a partir del uso de las células madre contenidas en el cordón umbilical, esto puede devenir en una tendencia masiva). Y aunque sus padres le perdonan el “haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza”, es ella misma la que no se perdona.

Pero estos fragmentos de Dolto hablan, sobre todo, de esa capacidad atlética que todos tenemos para el amor y que en el relato de Clarice Lispector está presentado como una angustiosa necesidad de pertenecer –a algo o a alguien-. Y si pertenecer es vivir, la soledad no pertenecer es tanto peor en la medida en que todavía no es la soledad del adulto autónomo, sino que es la del abandono en que un bebe podría –literalmente- ahogarse. Manuel Scorza, en su fantástica Historia de Garabomobo el invisible, dice lo mismo pero en un tono poético: “No existe animal solitario. El peor de los castigos es la exclusión. El animal que ha inventado la risa necesita un eco”. Y luego, plantea una teoría de los determinantes años que nos forman: “¿Qué es mejor? ¿La grandeza o la felicidad? La verdadera patria del hombre es su infancia. Cruzando esa frontera ya se es para siempre sublime o canalla”. Mejor es, qué duda cabe, la felicidad, y lo mejor sería que al nacer se nos cobije con dosis parejas de seguridad y de sentido para que realmente podamos contar con la infancia como patria y no tengamos ni siquiera la oportunidad de ser canallas.
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 8, septiembre de 2006).

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