miércoles, 14 de julio de 2010

“¡Bendita porque sos hembra! ¡Dichoso del que te siembra!”

Como sostengo en Palabras Grávidas, la buena literatura cobija las diversas temáticas de la maternidad. A dicho libro pertenecen estos dos fragmentos que rescatan a la mujer en la madre y a la madre en la mujer, y va -como cierre- un poema celebratorio de esa doble condición.

En esta escena de El Médico -la novela de Noah Gordon- tenemos a un hombre que vuelve de la guerra ansioso por conocer al hijo que nació en su ausencia, y a una parturienta queriendo recuperar la competente solidez de su marido:

“Rob fue a su lado en tres zancadas y la abrazó sin hablar. Después tocó el vientre plano.
-¿Todo fue bien?
Mary soltó una carcajada temblorosa, porque estaba fatigada y dolorida. Rob se había perdido sus frenéticos gritos por cinco días.
-Tu hijo tardó dos días en llegar.
-Un hijo.
Apoyó su enorme palma en la mejilla de Mary. A su contacto la oleada de alivio la hizo temblar, estuvo a punto de derramar el aceite de la lámpara y la llama parpadeó. Durante su ausencia se había vuelto dura y fuerte, una mujer curtida, pero era todo un lujo volver a confiar en alguien competente. Como pasar del cuero a la seda. Mary dejó la espada y le cogió la mano para llevarlo al interior, donde el bebé dormía en una cesta forrada con una manta. En ese momento, vio con los ojos de Rob el trocito de humanidad de carne redonda, las facciones hinchadas por los dolores del parto, la pelusilla oscura en la cabeza. Sintió fastidio por ese hombre pues no logró dilucidar si estaba decepcionado o sobrecogido de júbilo. (…) El bebé soltó un leve vagido y Rob lo levantó del canasto y le acercó el dedo meñique, que el niño aceptó, hambriento. Mary usaba un vestido suelto con un cordón en el cuello, que le había cosido Fara. Aflojó el cordón, dejó caer el vestido por debajo de sus senos henchidos y cogió al bebé. Rob también se echó en la estera cuando ella comenzó a amamantarlo. Le apoyó la cabeza en el pecho libre y Mary notó que tenía la mejilla húmeda. Nunca supo que su padre o ningún otro hombre llorara, y las sacudidas convulsivas de Rob la asustaron.
-Querido mío. Mi Rob... -murmuró.
Instintivamente, su mano libre lo orientó suavemente hasta que la boca de él rodeó su pezón. Era un lactante más indeciso que su hijo, y cuando apretó y succionó, Mary se sintió muy emocionada, aunque tiernamente divertida: por una vez, una parte de su cuerpo penetraba el de él. (…) Los dos pares de labios en sus pechos, uno diminuto y el otro grande y conocido, le hicieron experimentar una hormigueante calidez. Quizá la Madre bendita o los santos estaban obrando su magia, pues por un instante los tres fueron uno. Finalmente, Rob se incorporó, y cuando se inclinó y la besó, Mary probó su propio sabor tibio.”

Prestemos atención a lo que aquí se nos narra, porque la hormigueante calidez que experimenta Mary con sus dos hombres succionando de sus pechos es una imagen netamente sexual. Y veamos ahora un breve relato mítico de Alejo Carpentier donde, desde lo profundo de una aldea primitiva visitada por un varón citadino, se nos habla de la madre que habita en la mujer:

“Los hombres y las mujeres pasan este tiempo como una necesaria crisis de la naturaleza, metidos en sus chozas, tejiendo, haciendo cuerdas, aburriéndose enormemente. Pero padecer las lluvias es otra de las reglas del juego, como admitir que se pare con dolor, y que hay que cortarse la mano izquierda con machete blandido por la mano derecha, si en ella ha fundido los garfios una culebra venenosa. Esto es necesario para la vida, y la vida ha menester de muchas cosas que no son amenas. Llegaron los días del movimiento del humus, del fomento de la podre, de la maceración de las hojas muertas, por esa ley según la cual todo lo que ha de engendrarse se engendrará en la vecindad de la excreción, confundidos los órganos de la generación con los de la orina, y lo que nace nacerá envuelto en baba, serosidades y sangre -como del estiércol nacen la pureza del espárrago y el verdor de la menta. Una noche creímos que las lluvias hubieran terminado. Hubo como una tregua, en que las techumbres dejaron de sonar, y fue un gran respiro en todo el valle. Se oyó el correr de los ríos, a lo lejos, y una bruma espesa, blanca, fría, se adueñó del espacio entre las cosas. Rosario y yo buscamos nuestros calores en un largo abrazo. Cuando, salidos del deleite, volvimos a cobrar conciencia de lo que nos rodeaba, llovía de nuevo. “En tiempo de las aguas es cuando salen empreñadas las mujeres”, me dijo Tu mujer al oído. Puse una mano sobre su vientre en gesto propiciatorio. Por primera vez tengo ansias de acariciar a un niño que de mí haya brotado, de sopesarlo y saber cómo habrá de doblar las rodillas sobre mi antebrazo y ensalivarse los dedos...”

El narrador de Los Pasos Perdidos comienza haciendo alusión al ingobernable clima que todo lo indispone a su real antojo, para enseguida después referirse a todas las otras consecuencias que están inscriptas en el código genético de lo natural que nos constituye. Es entonces cuando interviene Tu mujer -su amante, una joven dispuesta a la maternidad que la naturaleza habilita en ella como posibilidad asociada a un tiempo y a un tempo-, y al varón se le disparan sus propias ganas del hijo. Y como aquí se ha hablado de lluvias, fertilidad e hijos, nos despedimos con una canción -Por qué será que parece- que el poeta sanjuanino Buenaventura Luna le escribió a Olga Maestre, su compañera de tantos años y madre de sus “changuitos”:

Por qué será que parece
que voy p´ande va tu sombra
que rama que el viento mece
florece cuando te nombra.
Rubia… dorada que no morena
lluvia… bendita sobre mi pena.
Con esta luna que crece
nos vamos para la Villa
ya vamos llegando a trece
y tu amor fue la semilla.
Madre… dorada de mis changuitos
tiernos y como yo morenitos.
Calladita, chinitita
alivio de toda pena.
Madrecita, rubiecita
mejor que la yerba buena.
Por qué será que parece
que se ensanchan mis graneros
que tu amor en mi alma crece
que hay más luz en mi sendero.
Lluvia… dichosa sobre mi siembra
Rubia… dichosa porque sos hembra.
Por qué será que parece
que nos mira todo Huaco
también la majada crece
y está más viejo el guanaco.
¡Sierra… dichosa porque sos hembra!
¡Tierra… dichoso del que te siembra!
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 12, diciembre de 2007).

No hay comentarios:

Publicar un comentario