miércoles, 14 de julio de 2010

La “estación literaria” de la conciencia

En septiembre de 2006, la Fundación Creavida organizó en la ciudad de Buenos Aires el Seminario "Hacia una nueva conciencia del parto y del nacimiento humanos". Invitado al mismo, estuve en la conferencia que allí brindaron los investigadores Robbie Davis-Floyd y Michel Odent, y que tuvo por título "Nuevas maneras de hablar de nacimiento y de amor". Las líneas que siguen representan mi intención de transformar la experiencia vivida durante el Seminario, en un periplo literario que intenta abarcar tanto la poética como la dramática de estos cruciales acontecimientos humanos:

En las dichosas jornadas seminarísticas de septiembre pasado tuvimos la fortuna de escuchar, lo que no es tan frecuente, voces inteligentes y amigas recreando -desde distintos puntos de vista- la posibilidad de generar conciencia allí donde ésta es tan valiosa como necesaria. Puede parecer una obviedad decir que el parto y el nacimiento humano precisan de un nuevo enfoque, pero los problemas que se suscitan de semejante convocatoria son intrincados. E inclusive podría afirmarse que no existe un problema más complejo que el de la conciencia humana intentando recrear los modos en que se asume la existencia.

De tal suerte, todo parece derivar de una tensión irresuelta entre la existencia –vivida tal y como se presenta a prima facie-, y la conciencia que, bajo este esquema, se asemeja a una de esas primas que nos visitas de tanto en tanto, nos complican la cotidianeidad por unos días, y se marchan sin que de momento advirtamos las huellas de su paso por nuestras vidas. ¿Habrá alguna manera de cerrar la brecha, tanto a nivel individual como colectivo? ¿Es atrevido o es pertinente que nos preguntemos cómo percibir todo lo que condiciona una vida humana? Para comenzar a responder semejante interrogante, nada mejor que visitar una página donde el ensayista Horacio González analiza un breve pero fundamental texto de Albert Camus:

“Permanece el tema de los extremos que se miran: el reino de las cosas inertes, que siempre estamos por interrogar, y la historia, esas espumas que siempre recomienzan con la lucha de los hombres.

En el Facel-Vega de Gallimard, ruta de Sens a París, mediodía. “Para corregir una indiferencia natural, me encontré situado a media distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió cree que todo está bien bajo el sol y en la historia. El sol me enseñó que la historia no lo es todo”.

"Esa media distancia entre la naturaleza y la sociedad contiene la roca viva de toda la literatura de Camus. Importaba el descubrimiento de los contrarios para imaginar a los hombres en tensión permanente, atraídos simultáneamente por dos fuerzas contrapuestas. Así, donde podría existir ‘indiferencia’, hay una tensión: cada extremo trae a la conciencia la existencia del otro, prometiendo un mundo donde todo pueda ser usufructuado sin herejías. La historia no debe ahogar la sensualidad. El sol, ese caldero irreflexivo de placer, no debe omitir la comunión entre los hombres justos.
El regocijo y el gozo recuerdan que el hombre puede sacrificar su dimensión social sin convertirse en un ser feroz, sin solidaridad. El sentido de la lucha en comunión social recuerda que el hombre puede abandonar su sublime tedio carnal sin perder la posibilidad de ser feliz.
Los centros de la vida –el sol y la sociedad de los hombres- son dos soberanos que obligan a un particular vasallaje: la equidistancia. Sin embargo, sepamos cerrar los ojos y pensar qué clase de lugar es esa media distancia. ¿No sería ella, propiamente, una estación literaria? Porque el Sol y la Ciudad no podrían existir sin relatos, sin escrituras. La literatura, entonces, será el arte del distanciamiento que hará la crónica de cada entrega, recordando, ante el volumen sanguíneo del sol, que la miseria existe, y, ante los templos históricos devoradores de los hombres, que el erotismo de los bienes naturales nos prepara tálamos y mieles afortunadas.”

A esta iluminadora página de y sobre Camus, quisiéramos situarla en relación al embarazo que siempre nos presenta una situación vital de erótica terrenalidad, pero cuya complicada actualidad nos recuerda que todavía faltan muchas jornadas solidarias como para asegurar la comunión entre los hombres y mujeres justos. El conflicto, como bien dice González, no lo inventamos nosotros; surge de la conciencia de que el otro extremo existe, y si el embarazo y el parto siempre prometen un nuevo sol, la conciencia nos recuerda que a la nueva vida la amenazan los pasajeros nubarrones de la historia. ¿Por qué? Porque, como nos advierten Robbie Davis-Floyd y Michel Odent, el paradigma de esta civilización “planetaria” se proyecta de modo tal que, por ejemplo, en un futuro no demasiado lejano nadie -y las embarazadas menos que nadie- podrán escapar de su destino de paciente perpetuo. Es verdad: la modernidad aspira a la obscenidad de restringir el impulso creativo que toda vida humana representa, a la desaparición de las biografías que se animen a seguir naciendo todas las veces que sea necesario. El poeta Robert Duncan lo dice mucho mejor: “El drama de nuestros tiempos es que todos los hombres están abocados a un solo destino”.

Pero, para corroborar aquello de la estación literaria de la que hablaba González, leamos lo que escribió uno de los más geniales literatos de todos los tiempos y lugares, la francesa Marguerite Yourcenar. Casi sobre el final de sus Archivos del Norte, Yourcenar se ocupa de la niña que fue, de los antepasados que tuvo por línea paterna –los Cleenerwerck, más tarde los Crayencour-, y nos deja un fresco donde podemos terminar de entender la clase de problemas históricos que requieren la intervención de la conciencia:

“En cuanto a la niña, tiene seis semanas. Como la mayoría de los recién nacidos humanos, parece una criatura muy vieja y que va a rejuvenecer. Y, en efecto, es muy vieja: sea por la sangre y los genes ancestrales, sea por el elemento no analizado que, con una hermosa y antigua metáfora, llamamos alma, ha atravesado los siglos. Pero ella no lo sabe y es mejor así. Tiene la cabeza cubierta de una pelusilla negra como el lomo de un ratón; los dedos de sus puñitos cerrados, cuando los abre, parecen delicados filamentos de plantas; sus ojos miran las cosas sin que nadie las haya definido o nombrado para ella; de momento, no es más que un ser, esencia y sustancia indisolublemente mezcladas en una unión que durará bajo esa forma alrededor de tres cuartos de siglo, quizás más aún. Vivirá unos tiempos que son los peores de la historia. Verá al menos dos guerras llamadas mundiales y las secuelas que consigo traen otros conflictos que se encienden por aquí y por allá; guerras nacionales y guerras civiles, guerras de clases y guerras de razas e incluso, en uno o dos puntos del globo, por un anacronismo que demuestra que nada termina, guerras de religión, que llevan cada una dentro de sí las suficientes chispas para provocar la conflagración que todo lo arrase. La tortura, que nos parecía relegada a la Edad Media, se convertirá en una realidad; la pululación de la humanidad desvalorizará al hombre. Unos medios de comunicación masivos, al servicio de intereses más o menos camuflados, derramarán sobre el mundo, junto con visiones y ruidos fantasmales, un opio del pueblo más insidioso de lo que fue jamás ninguna religión. Una falsa abundancia que encubre la creciente erosión de los recursos dispensará alimentos cada vez más adulterados y unas diversiones cada vez más gregarias, panem et circenses de unas sociedades que se creen libres. La velocidad, al anular las distancias, anulará asimismo la diferencia entre los lugares, arrastrando por todas partes a los peregrinos del placer hacia los mismos sones y luces ficticios, hacia los mismos monumentos tan amenazados en nuestros días como los elefantes y las ballenas, con un Partenón que se desmorona y al que proponen rodear de cristal, con una catedral de Estrasburgo corroída, una Venecia podrida por los residuos químicos y una Giralda bajo un cielo que ya no es tan azul. Cientos de especies animales que habían logrado sobrevivir desde la juventud del mundo serán aniquilados dentro de unos años por motivo de lucro y de brutalidad; el hombre arrancará sus propios pulmones: los grandes bosques verdes. El agua, el aire y la protectora capa de ozono, prodigios casi únicos que han permitido la vida en la tierra, serán manchados y desperdiciados. En ciertas épocas, se asegura que Siva baila sobre el mundo, aboliendo las formas. Lo que hoy baila sobre el mundo es la estupidez, la violencia y la avidez del hombre. No convierto el pasado en un ídolo: estas visitas a unas oscuras familias de lo que hoy es el Norte nos ha mostrado lo que hubiéramos visto en cualquier otro sitio, es decir, que la fuerza y el interés mal entendidos han reinado siempre. El hombre, en todo tiempo, ha hecho algún bien y mucho mal; los medios de acción mecánicos y químicos que se ha procurado recientemente y la progresión casi geométrica de sus efectos han hecho este mal irreversible; por otra parte, unos errores y unos crímenes no muy importantes cuando la humanidad no era, en la tierra, sino una especie igual a las otras, se han convertido en mortales desde que el hombre, víctima de la locura, se cree todopoderoso. El Cleenerwerck del siglo XVII debió inquietarse al ver ascender en torno a Cassel el humo de las bombardas de Mounsier, hermano del rey, cuando combatía al príncipe de Orange; el aire que respirará la hija de Michel y de Fernande llevará hasta ella los humos de Auschwitz, de Dresde y de Hiroshima. Michel-Daniel de Crayencour, emigrado, encontraba asilo en Alemania; hoy ya no existen asilos seguros. Michel-Charles permanece indiferente ante las miserias de los sótanos de Lille; el estado del mundo es el que algún día pesará sobre esa recién nacida.”

La intensidad de la ternura con que observamos a la pequeña Marguerite, es análoga a la intensidad de la crispación y el horror que nos provoca la lectura de hechos bien conocidos por todos, y acaso esa oscilación vacilante que nos lleva de una a otra es la que puede tomar el nombre de conciencia. Pero todo nombre prefigura un destino, o al menos abre una pregunta en torno de él; y entonces decir conciencia tal vez convoque a que tomemos sensatas previsiones respecto de los aspectos menos humanos de la civilización que nos toca transitar. Quizá la conciencia nos invita, en su modalidad perentoria y paciente a la vez, a que nos hagamos cargo de aquellas cosas que, como el lenguaje o como el parto, nos conciernen a todos porque forman parte de nuestra cultura.

¿Por qué sumamos el lenguaje a este periplo? Porque pensamos que hay que seguir buscando entre los pliegues del lenguaje para recuperar territorios simbólicos de autonomía y emancipación. Allí nos espera una audacia libertaria inusitada: la que contribuye al conocimiento de lo que somos y también de lo que podemos llegar a ser. Nunca nos desconocimos tanto como ahora que vivimos bajo el imperio de la civilización global, y nunca como ahora debemos insistir en sostener nuestras culturas singulares, las mismas que nos afianzan en la identidad de mujeres (y hombres), dignas y nobles, que saben acerca del parir y acerca del nacer. Y tenemos que saber que “una civilización puede derrumbarse y se derrumba, pero la cultura no”, porque a la larga el Hombre siente la necesidad de reencontrarse con aquello que lo centra desde la raíz.
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 9, diciembre de 2006).

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