miércoles, 28 de julio de 2010

The Martin Dressler City

Cuando ocurrieron los atentados a las Torres Gemelas, muchos estadounidenses recordaron la trilogía Operaciones Ejecutivas, del bestsellerista Tom Clancy. En ella, el Capitolio de Washington, con Presidente y todo incluído, era el blanco de un ataque suicida llevado a cabo con un Boeing 747. Se pensaba, por aquel entonces, cuánto tiempo pasaría antes que Hollywood llevara a la pantalla el libro de Clancy o alguno similar que reflejara las peores fobias de los norteamericanos.. Confieso que desconozco si tanto ripio anunciado llegó finalmente a las salas, porque en aquel momento recordé un libro que, aún sin apelar al terror anticipatorio, hablaba y habla de las pesadillas que asolan a esa sociedad tan peculiarmente asustada:

Antes de que nos inunden las versiones fílmicas de la actual tragedia, conviene leer un libro que puede darnos una mirada mucho más honesta de la ciudad hoy atacada, y de aquellos que construyeron lo que hasta ayer era el perfil en el que los estadounidenses preferían reflejarse. Martin Dressler, es el título de esta maravillosa obra de Steven Millhauser, y es a su vez el tenaz protagonista de una época en la que Nueva York era todavía poco más que una ciudad en ciernes rodeada de suburbios pobres, muy pobres. Dressler es hijo de un tendero, hijo de la inmigración y de cierta clase de segregación, que sin embargo se atrevió a soñar "un sueño propio y al final tuvo la suerte de realizar lo que muy poca gente se atreve siquiera a imaginar: logró satisfacer los anhelos de su alma. Un privilegio por cierto riesgoso, al que los dioses permanecen celosamente atentos, esperando a que surja la hendidura, la ínfima hendidura que finalmente lo conduce todo a la ruina”. Martin Dressler sueña el sueño del progreso, y el progreso son hoteles cada vez más grandes, más modernos, y más polifuncionales. Dressler ejecuta sus planes con la pasmosa tranquilidad de quien no halla obstáculos en su camino: su ritmo es el del progreso y el progreso le debe, a este profeta de la modernidad, su ritmo. Contemplamos su marcha triunfal mientras las bandas que contrata para la inauguración de sus hoteles, interpretan la melodía de la aceleración de los tiempos. Asistimos a la suplantación de malezas y rocas, por prodigiosos edificios hijos de la técnica, pero también nos movemos al pausado acontecer de un tiempo que, lánguidamente, se está dejando morir: sus lámparas, sus sillones, sus tranvías, caballos y viejos motores ya no contienen ningún futuro dentro de sí y, sin mayores resistencias, sólo esperan el tiro del final. Millhauser, con singular pericia, nos hace paladear cada detalle de ese victorianismo en retirada, y su maestría consiste en enancarse en la mismísima bisagra entre dos épocas, y desde allí dar cuenta de la maravilla y el horror que hay a cada lado de la línea demarcatoria. Martin Dressler, con su desprecio por todo lo que es viejo y antiguo, es responsable de que esa línea no perviva por mucho más tiempo: él corre en pos de la promesa de un mundo acabado y total, donde la maravilla es una cúpula, donde la magnificencia del mundo cabe en el diseño de un puente, y una mole surgiendo enhiesta del fondo mismo de la tierra o la mecánica de una turbina contienen más poesía que cualquier experimento romántico. Pero, a la vez, Milhauser nos anuncia las nefastas consecuencias que en el terreno emocional supone la fatal creencia de que todo se reduce a números y acero. El emprendedor Dressler se empantana en el terreno amoroso, y puesto a elegir entre sus vecinas, las hermanas Vernon, lo hace con criterio empresarial: se casa con la rubia “presentable”, y desecha a su verdadera compañera, la morocha de anchas espaldas. De ahí en más, Martin se despierta cada día a un mundo febril de actividad y energía arrolladora, para dejarse vencer cada noche por la enferma laxitud de una esposa que lo envuelve en la durmiente niebla de su ensueño. Aquí se nos revela como absolutamente incompetente para actuar como el caballero del cuento, para despertar a Caroline Vernon del sopor en que se ha sumido luego del pinchazo que, suponemos, le administró su propia madre. Él entra cada noche, subrepticiamente, a su cama de esponsales, como el día mismo se diluye en la noche, y cada madrugada la abandona en sigilo y se arranca de ese mundo en penumbras: una radiografía precisa como pocas para todo aquel que quiera saber de qué letargos escapa un hacedor de mundos (mientras que la morbosa ensoñación de su esposa es un retrato fiel de las decisiones que ella elude y hasta dónde llega la potencia de su deseo oculto). Es el componente genialmente arquetípico de la novela de Millhauser; el que, alejándose de la anécdota, toma a lo masculino y a lo femenino en sus ingredientes míticos esenciales. Hacia el final, Dressler se empecina en su delirio de suplantación del mundo real por uno artificial: es un “adelantado” construyendo hoteles estilo shoppings tan abarcativos en su oferta de servicios como ni aún hoy se ven. Esta es la hendidura por la que esperaban los dioses: en su caída, Martin Dressler llegará a ser dolorosamente consciente de haber jugado la farsa del amor errado, y de haberse hechizado con las evanescentes promesas de permanencia que emanaban de las sólidas piedras. Y así Millhauser, que se metió de lleno con la sustancia concreta de los sueños, con su materialidad más profana, nos revela la ilusoria cualidad del sueño americano.
Por Carlos Semorile.

No hay comentarios:

Publicar un comentario