miércoles, 14 de julio de 2010

“Nadie nos pertenece, salvo en la memoria”

La abuelidad está lejos de ser un estado espontáneo al que los ancianos se acomodan con la misma naturalidad con que cobran sus jubilaciones (y sería prudente suponer que en todo lo que implica “jubilarse” no sea tan fácil encontrar actitudes resignadas). La misma palabra “abuelo” -concluyente, definitiva- provoca un intenso escozor de incomodidad: “¡si acababa de comenzar. Dios mío!”. Pero cuando uno mismo ha plantado casi un bosque para consagrar de la vida su esplendor que fluye al paso del tiempo, no es fácil mantenerse tan terco y negarse a que los nietos trepen por uno como si el abuelo fuera uno de esos sólidos árboles de abultado tronco. Así las cosas, se llega -como toda vez que algo nos mueve de lugar- a la pregunta fundamental: ¿quién creo que soy?, o al menos: ¿quién soy ahora? El abuelo, se contesta el abuelo, sin por ello dejar de pensar que usurpa el lugar de una creatividad que no le es propia. Una creatividad -la de los hijos- que obliga, por ejemplo, a cierto abuelo a rastrear el modo en que esa hija que ahora está por parir se hizo presente en su vida:

“Pero la idea de que su primer nieto entrara en el mundo sin que él estuviera cerca era dolorosa. Judith había nacido en Inglaterra y la vio por primera vez muy envuelta en pañales, un bulto compacto de cara redonda y roja. Fue el primer recién nacido que tuvo en brazos; pensaba que sería una experiencia precaria, saturada de miedo a dejar caer algo tan valioso y frágil, pero no, hasta en el niño más diminuto había una fuerza adhesiva, un algo que encajaba activamente en tus brazos y tus manos, desterrando el temor. La cabeza caliente e insegura, los ojos errátiles como gotas opacas de un líquido celeste, la carita fruncida, colérica y musculada por la voluntad de vivir. ‘Estamos juntos en esto, papá’, le había asegurado el cuerpo de la nena, ‘y lo vamos a superar los dos’.”

Este abuelo -de un cuento de John Updike, Abuelos -, sabe positivamente que hace mal no estar ahí para recibir a las criaturas: el miedo puede apoderarse del terreno, y uno quedar paralizado ante la enormidad de vida que le depositan en los brazos. A los bebes -tal vez- los ayude este primer “miramiento”, pero es indudable que quienes sí lo precisan son los padres, que necesitan sentir la adhesiva fuerza de su voluntad de vivir, el gesto de un cuerpito que dice: “Estamos juntos en esto, y lo vamos a superar los dos”. Pero veamos qué se dicen ahora estos dos seres, madre y abuelo recién estrenados:

“Cuando por fin, a despecho de las estrictas normas, le dejaron pasar a ver a su hija, encontró a Judith inesperadamente neutral después de la prueba: ni extenuada ni jubilosa, ni enferma ni buena, ni más vieja ni más joven que sus treinta y un años. Tenía puesto un camisón de hospital debajo del viejo albornoz azul celeste de Joan, y estaba sentada en el borde de la cama. Acababa de dar de mamar al niño, y las enfermeras se lo habían vuelto a llevar al nido.
-No sé, papá -dijo-. Ha sido un poco extraño. Esta mañana me han puesto ese ser en los brazos y es que no tenía ni idea de qué hacer con él. Ni sabía casi dónde tenía la cabeza y dónde los pies. Tenía miedo de dejarlo caer y me sentía, comprendes, muy torpe.
El se sentó en el sillón de cuero que Andy había ocupado la noche anterior y sonrió paternalmente.
-Dejarás de sentirte torpe enseguida.
-Sí, eso es lo que dice Paul. -Paul, el sabelotodo. Sólo por la manera en que Judith pronunciaba su nombre, se había ganado un ascenso inmerecido. Richard se notó más celoso y resentido frente a Paul y el niño que frente a Andy. Judith dijo-: El ya es un gran padre.
-A lo mejor es un papel más fácil. No hay todo ese..., ese tinglado. A lo mejor tú todavía sientes al niño como parte de ti, como un pie. Quiero decir, ¿cuánto sentimiento se puede desarrollar de buenas a primeras hacia un pie? ¿Cómo fue realmente el... parto?
Desde su primera infancia Judith había sido del género fuerte e independiente, un poco opaca en sus sentimientos, con algo de la llaneza desenvuelta de su madre.
-Bien -dijo-. El parto fue bien. Paul lo hizo estupendamente, lo de la respiración. Hubo un momento en que se puso a cantar, y les hizo reír a todas las enfermeras. Pero en lo del método Lamaze no tenían razón. Duele. No hacían más que decir que era sólo presión, pero dolía, papá.
La tibieza acudió a sus ojos al imaginarse a su hija sufriendo. Parpadeó y se puso en pie, y le dio un besito en la frente, aquella frente ancha y pálida que desde el principio, por más que él la quisiera, guardaba tras de sí sus secretos, sus sensaciones, su identidad.
-Debo irme. Las enfermeras quieren hacerte algo.
-Ve a verle, está a la vuelta de la esquina. A ver a quién crees tú que se parece. Mamá dice que se parece al abuelo, por la boca, que tiene un hoyito en el centro y baja en las comisuras.
-A mí eso me hace pensar en la boca de Andy. No supondrás que él es el abuelo real, ¿verdad?
Judith tardó un momento en comprender y darse cuenta de la ironía de su padre. Estaba tan atontolinada como él; a él le habían comprimido durante la noche, y a ella la habían escindido en dos.
-Por cierto -dijo-, tu madre te manda un beso. Andy tenía que volver corriendo a Boston a primera hora de la mañana, tan pronto como pudieran rescatar el coche del aparcamiento, donde se quedó atrapado anoche.
-Me lo ha contado todo. Han estado aquí, ella y Andy, nada más desayunar. Le convencería ella, supongo.
Richard se echó a reír.
-Va a ser difícil seguir el ritmo de tu madre en esto de ser abuelos.
-Sí. Tendrías que haberla visto sostener el niño. Ella sí sabía dónde tenía la cabeza.
A él también le pareció evidente, cuando una enfermera acercó a su nieto a la ventana, que aquel pomelo rojizo, ceñudo con los ojos cerrados y unos pocos mechones de pelo sedoso, claro como el de su padre, era una cabeza humana, y que los diminutos apéndices azules del otro extremo, sin envolver, eran dedos de los pies.
-¿Quiere tomarlo en brazos? -le preguntó a través del cristal la enfermera, que era joven y negra.
-¿Puedo?
-Usted es el abuelo, ¿no? Los abuelos son personas especiales aquí.
Y el cuerpo en miniatura del niño sí se adhirió a su pecho y a sus brazos, aunque más débilmente que los bebés que él había osado llamar suyos. Nadie nos pertenece, salvo en la memoria.”
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 7, abril de 2006)

1 comentario:

  1. Hermoso, emocionante...Cuando mi hija Celia me hizo abuela hace tres años,por parto natural, toda la atención estaba puesta en el niño, todo el mundo quería ver al recién nacido a través del cristal de la nursery. Yo me sentía tironeada por verla a ella, abrazarla, porque sabía cómo debia sentirse, recién parida y sin su bebé todavía, luego de haberlo tenido un momento apenas nació. Así que corrí hasta la habitación, y estaba, recién llegada, como un pollito mojado. La abracé, le acaricié el pelo, y ella se puso a llorar. Eso solo justificó mi presencia allí, después sí pude disfrutar de mi nieto, que me hace feliz desde entonces.
    Gracias, Carlos!

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