miércoles, 14 de julio de 2010

Los bebés están sumidos en lo inextricable y en lo inexplicable

En el título de esta nota nos permitimos parafrasear a Marguerite Yourcenar, quien ha escrito que absolutamente todos estamos sumidos en lo inextricable y lo inexplicable. Y si nadie escapa a esta complicada situación existencial, podemos pensar que los menos exentos de todos son los bebés. En las líneas que siguen compartiremos algunos de los fragmentos literarios que nos llevan a decir esto que aquí sostenemos:

En sus excepcionales Recordatorios, Marguerite Yourcenar escribió en estos términos su propia llegada al mundo, allá por 1903:

“La niña, ya separada de la madre, daba vagidos dentro de una cesta, tapada con una manta. (…) Lavaron a la recién nacida: era una niña robusta, con el cráneo cubierto por una pelusilla negra parecida a la piel de un ratón. Tenía los ojos azules. (…) La recién nacida gritaba a todo pulmón, probando sus fuerzas, manifestando ya esa vitalidad casi terrible que llena a todo ser (…) Probablemente –como hoy dicen los psicólogos-gritaba de horror por haber sido expulsada del lugar materno, por terror al recuerdo del estrecho túnel que había tenido que atravesar, por miedo a un mundo donde todo es insólito, hasta el hecho de respirar y de percibir confusamente algo que es la luz de una mañana de verano. Tal vez hubiera experimentado ya unas salidas y entradas análogas, situadas en otra parte del tiempo; confusos retazos de recuerdos, abolidos en el adulto, ni más ni menos que los de la gestación y el nacimiento, flotaban quizá bajo aquel cráneo pequeño aún no suturado. No sabemos nada sobre todo esto: las puertas de la vida y de la muerte son opacas y se cierran bien pronto y para siempre. Esta niñita que acaba de cumplir una hora, se halla, en todo caso, atrapada como en una red por las realidades del sufrimiento animal y de la pena humana; también lo está por las futilidades de una época; por las pequeñas y grandes noticias del periódico que nadie, esta mañana, ha tenido tiempo de leer y que yace encima del banco del vestíbulo; por lo que está de moda y por lo que es pura rutina”.

Con frases concisas y contundentes, Yourcenar nos enfrenta a ese dilema universal y filosófico que es la entrada de un ser a la rueda del tiempo, esa malla de realidades donde los sufrimientos y las penas tienen tanto de humano como de animal. Así narrados, los primeros instantes de vida de esta bebé nos sitúan frente al comienzo de lo insólito que nos acompañará a lo largo de toda nuestra existencia. Será por ello que Yourcenar escribe no sabemos nada de todo esto, para más adelante delinear una de esos cuadros de doméstica armonía, una de esas imágenes que fervientemente necesitamos para volver a confiar:

“La niña que aún no sabe (o que ya no sabe) lo que es un rostro humano, ve inclinarse sobre ella a unos grandes orbes confusos que se mueven y de los que sale ruido. Del mismo modo, muchos años más tarde, borrosos esta vez por la confusión de la agonía, acaso verá inclinarse sobre ella el rostro de las enfermeras y del médico. Me gusta pensar que Trier, el perro, a quien habían echado de su cómodo sitio de costumbre, la colcha de Fernande (la madre de la bebé), encuentra la manera de deslizarse hasta la cuna, husmear esa cosa nueva cuyo olor aún no conoce, y mueve su larga cola para mostrar que confía, para luego regresar con sus patas torcidas a la cocina, donde se encuentran las buenas tajadas”.

Sin embargo, el asunto de los bebés es demasiado importante como para irnos siguiendo las torcidas huellas de este perro aburguesado, y en Archivos del Norte, el segundo volumen de su trilogía El Laberinto del Mundo, Marguerite Yourcenar vuelve a posar sus ojos y los nuestros sobre el misterio que representa aquella criatura que fue:

“Pero es harto temprano para hablar de ella, suponiendo que pueda hablarse sin complacencia y sin error de alguien que nos toca inexplicablemente tan de cerca. Dejémosla dormir en las rodillas de Madame Azélie, en la terraza sombreada por los tilos; dejemos que sus ojos nuevos sigan el vuelo de un pájaro o el rayo del sol que se mueve entre dos hojas. Lo demás tal vez sea menos importante de lo que creemos.”

Si lo único que debiera interesarnos es la manera en que esos ojos nuevos se fascinan con todo lo que es movimiento y vida, si todo lo demás tal vez sea menos importante de lo que creemos, acaso se deba a que no deberíamos aproximarnos a universos tan frágiles “sin sentir por las débiles criaturas humanas a menudo alguna simpatía y, siempre, compasión”. Ellos, los bebés, están sumidos en lo inextricable y lo inexplicable pero, aún así, están a salvo de otras complejidades –y perversiones- que tiene la vida. Así reflexiona Yourcenar frente a un retrato del niño que luego sería su padre Michel:

“Cuanto más envejezco yo misma, más constato que la infancia y la vejez, no sólo se juntan sino que son también los dos estados más profundos que nos es dado vivir. La esencia de un ser se revela en ellos, antes o después de los esfuerzos, aspiraciones y ambiciones de la vida. El rostro liso de Michel niño y el rostro surcado de arrugas del viejo Michel se parecen, lo que no siempre sucedía con sus caras intermedias de la juventud y de la edad madura. Los ojos del niño y los del viejo miran con el tranquilo candor de quien aún no ha entrada en el baile de máscaras, o bien de quien ha salido ya. Y todo el intervalo parece un tumulto vano, una agitación en el vacío, un caos inútil y uno se pregunta por qué ha tenido que pasar por él”.

Las convulsiones del mundo, parece decirnos la Yourcenar, no son nada frente a ese estado esencial que se revela en el inicio de una vida. Una mirada parecida a ésta la encontramos en Howard Fast, quien se ocupa de otro tiempo convulsionado en su ya clásico Espartaco; veamos de qué manera Varinia, la compañera del líder de la rebelión de los esclavos, llega a compartir, aunque más no sea por un instante, el mundo de su bebé:

“Varinia alimentaba al niño y dulcemente le cantaba:
Duerme mi niño, duerme querido,
Mientras tu padre en el bosque está;
Busca a la nutria, a la nutria alancea;
Trae la piel, suavidad de medianoche;
Nunca el frío del invierno logrará
Alcanzar a mi niño, a mi adorado...
La succión se hizo más suave. Advertía la presión menor sobre el pezón. Cuando la criatura, acicateada por el hambre, chupaba fuerte y largamente, sentía ella en todo su cuerpo un estremecimiento. Y entonces, poco a poco, así como se iba llenando su estómago, la sensación desaparecía. ¡Qué cosa más curiosa la del niño mamando! Le dio del otro seno, por si aún quería más leche y le dio unos golpecitos en la mejilla para reiniciar el reflejo de la succión. Pero había terminado. Había cerrado los ojos y estaba poseído por la infinita indiferencia de las criaturas que tienen el estómago lleno. Durante unos instantes la acunó contra sus senos desnudos y tibios y luego lo puso en la cuna y cerró la parte delantera de su vestido. Mientras lo miraba desde arriba pensó en cuán hermoso era. Gordito, redondo, fuerte... ¡Qué hermosa criatura! El cabello como seda negra y los ojos de azul profundo. Más tarde esos ojos se volvieron oscuros, como habían sido los ojos de su padre; pero nada podía decirse de los cabellos. Cuando desaparecieran esos cabellos negros de seda con que había nacido, podrían nacer oscuros y rizosos o dorados y lacios. Pronta y fácilmente quedó dormida. Su mundo era fácil y sencillo. Su mundo era el mundo de la vida, gobernado por las sencillas leyes de la vida, sin molestias ni complicaciones. Su mundo era el mundo que sobrevivía a todos los mundos...”.

El mundo de los bebés es el mundo que, tal vez por su repetida irrupción y callada persistencia, sobrevive a todos los mundos. A Alexandra, una de Las Brujas de Easstwick (la novela del norteamericano John Updike que, como se verá en este breve fragmento, poco y nada tiene que ver con su superficial y decadente versión cinematográfica), se le disparan, al correr de una heterodoxa experiencia sexual, las siguientes añoranzas sobre sus bebés y sobre ese mundo que, pobrecitos ellos y pobre de nosotros, es inevitable abandonar:

“Recordó a sus cuatro pequeños y cómo, al llegar uno a uno, eran las hembras quienes al chupar, tiraban de sus entrañas de un modo más conmovedor, mientras que los chicos eran ya un poco como hombres, provocando un vacío agresivo, el dolor de la súbita succión, con los oblongos cráneos azules combándose y moviéndose sobre los haces de los músculos contraídos donde algún día brotarían las masculinas cejas. Las niñas eran más delicadas, incluso en los primeros días; saquitos de azúcar sedientos, dulces y esperanzadores, destinados a convertirse en bellezas y esclavas. Bebés: sus deliciosas piernas elásticas y arqueadas, como si montasen en caballitos durante el sueño; la adorable entrepierna ceñida por los pañales; los pies flexibles y de color violeta; la piel en todas partes tan fina como la de un pene; su grave manera de mirar, y sus bocas fruncidas y descaradamente babeantes. La manera en que cabalgan sobre la cadera izquierda de la madre, aferrándose ligeramente al costado, al costado donde está el corazón, como se aferran las enredaderas a una pared. Alexandra empezó a llorar, pensando en sus bebés perdidos, bebés devorados por los niños en que se habían convertido, bebés hechos pedazos y echados como alimento a los días, a los años”.
(Autor: Carlos Semorile. Publicado en la revista Creávida Nº 11, agosto de 2007).

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