miércoles, 28 de julio de 2010

El miedo, los mieditos y "La noche de Varennes"

Estas palabras fueron escritas tras la multitudinaria convocatoria a Tribunales por la efectiva aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (o Ley de Medios), en abril de este año. No pretenden ser una crónica de la misma, sino del ambiente en el que se desenvuelve una batalla cultural que, de un lado y otro, todos entendemos que es decisiva:

Días atrás, un mediático conductor televisivo dijo sentir miedo. Lo dijo públicamente, dándole una dimensión política a su miedo privado y a sus posibles consecuencias. Mientras tanto, algunos periodistas -en rigor de verdad, figurones del “establishment”- sacaron a pasear sus miedos por los circunspectos salones del Congreso. Sin pudor por las paradojas, amenazaron con la posibilidad de ser asesinados si es que “un muerto” pudiera darle más credibilidad a sus discursos que últimamente cotizan a la baja. Ni uno ni otros parecen tener clara conciencia de la distancia que existe entre un hecho y su representación, y dan un alevoso paso en falso frente a un público azorado que realmente sabe del miedo. Los argentinos seguimos elaborando algunas cuestiones claves de los años en que el terror fue amo y señor, y no es extraño que aparezcan hoy algunos “miedositos” que están de estreno. La tienen difícil: nos invitan a la “avant premier” de sus terribles mieditos pero no pueden explicar cómo es que hasta ahora se la habían llevado de arriba. Mucho menos podrían convencernos de que nos sintamos tan amenazados como ellos, pues ni tenemos sus privilegios ni pretendemos los medios para que amplifiquen los temores comunitarios hasta el paroxismo. Son como los personajes de “La noche de Varennes”, la película de Ettore Scola: beneficiarios del antiguo régimen que escapan del derrumbe monárquico y deambulan sin rumbo hasta que una noche se topan, en una impensada localidad provinciana, con que unos ignotos milicianos republicanos descubren a los reyes disfrazados de aldeanos y se los llevan presos a París. Pero hay una sustantiva diferencia. Estos pícaros figurones vernáculos conocen de sobra los hechos que narra la película de Scola, y saben que a Magnetto y La Viuda los acecha su “noche de Varennes”. Aquí se acaban los mieditos de morondanga que han puesto en escena, y comienza entonces su temor real en base a datos reales de la más cruda realidad: la pérdida del control de Papel Prensa, la efectiva aplicación de la Ley de Medios y el análisis genético de los dos jóvenes apropiados. La contracara de este miedo es nuestra esperanza: se desmorona otra de las patas de la Dictadura, una menos visible pero más perdurable, la que colonizó conciencias y permitió que sus efectos devastadores continuaran bajo formas democráticas de gobierno. La que formateó el sentido común de los compatriotas y secuestró la Palabra entre las cuatro paredes de un programa de “dizque” noticias. Tenía razón la Presidenta cuando, frente a una caricatura de Hermegildo Sábat, leyó que se le “sugería” que se callara la boca. Le llovieron críticas por decir aquello, no sólo de los “opositores perpetuos” sino también de algunos periodistas bienpensantes y de otros librepensadores. Pero la compañera Cristina sabía de lo que hablaba: este sistema monopólico sólo funciona bajo el imperativo de que no se digan algunas cosas, y cuando esas palabras circulan -“cómplices”, “apropiadores”, “patoteros”, “mentirosos”-, entonces comienzan a correr las amenazas. Solapadamente, desde la tapa de los diarios hasta el informe exasperado del último notero, se nos exige que nos llamemos a silencio. Pero en esta encrucijada lo único que hay que temer es que todo permanezca igual, y que no advirtamos la impostura de un miedo que en el devenir histórico siempre significó el atropello de las mayorías. El momento es formidable. En oscuros despachos, “los nobles” se travisten de mendigos apaleados. En las calles, las multitudes vociferamos a coro la caída de los falsos dioses de la Palabra.
Por Carlos Semorile.

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