En enero de 1988 viajé a Nicaragua con muchas ganas
de conocer de cerca la Revolución Sandinista. Apenas aterrizado en Managua, un
cumpita me invitó a sumarme esa misma noche al agasajo a los jóvenes que habían
trabajado en la cosecha de café. En aquella ciudad de coordenadas difíciles
(tantas cuadras hacia el lago, luego girar hacia el sur, etc.), ubiqué el
predio y me sumé a la fiesta. Pero por poco tiempo. Un joven dirigente se me
acercó para preguntarme de dónde venía y qué hacía allí. Al no estar invitado
formalmente, me invitó a retirarme. Y como me demoré terminando un trago,
volvió a increparme con peores modos y me amenazó con llamar a la policía. Deje
mi vaso, y me fui pensando en los precios que uno paga por no estar encuadrado.
Tiempo más tarde, en la ciudad de Granada, cometí el
pecado de ir cambiar unos dólares con una fotocopia de mi pasaporte y no con el
documento en mano. Me dejaron “retenido” allí hasta que comprobaron que me
alojaba en el hotel que decía hospedarme, y que la posadera les mostró mi
documento. La tercera vez que me topé con la burocracia infinitesimal, salí
ganancioso. Fue más o menos así: en Managua me había hecho amigo de una
compañera chilena, que también había viajado por la propia, sin brigada ni
grupo de apoyo alguno. Dado que estábamos “sueltos”, nos recomendaron visitar
una organización católica para ver si, a través de ellos, nos conseguían un
pase a una empresa que nos tomara como voluntarios para los trabajos del café.
La entrevista estaba empantanada hasta que saqué de
la galera que, con uno de mis tíos, en Buenos Aires imprimíamos “Prensa
Ecuménica”, del pastor Aníbal Sicardi. Resultó que ellos tenían unos ejemplares
de aquel folleto salido de una gastada maquinita offset, y en el pie de imprenta
corroboraron mis dichos. Nos asignaron una unidad productiva a pocos kilómetros
de Managua, aunque la distancia debía más bien medirse en pasar –casi- del
siglo veinte al diecinueve. Nos asignaron una casucha con dos literas superpuestas,
y una mesa y una silla, y nos dieron unos cubiertos y unos vasos para las
colaciones diarias. La cosecha ya había terminado, así que trabajamos sembrando
café y otras veces en tareas de desbrozamiento de yuyos y plantas de otros
cultivos.
El ritmo de laburo era tranquilo, con pausas para
hidratarnos y estar unos minutos a resguardo del sol, pero el cansancio se
hacía sentir al final de cada jornada. En uno de esos descansos, vimos pasar a
unos hombres que deambulaban entre los campos sin ocupación aparente, que cada tanto
se detenían a conversar con algún trabajador y luego seguían su errancia.
Observamos también que una mujer –a quien aquí llamaremos María- no veía con
buenos ojos ni a los paseantes ni a quienes les daban charla, y vimos que otros
seguían su ejemplo. Supimos más tarde que aquellos hombres eran ex guardias
somocistas que cumplían su condena en una cárcel cercana, y que estaban bajo un
régimen que les permitía estas libertades ambulatorias.
También nos enteramos que en la guerra revolucionaria,
María había perdido a seis de sus once hijos, tres en cada bando. Ella no
hablaba de eso, pero su corazón era sandinista y claramente reprobaba la
demasiada piedad para con los esbirros del régimen. Además, María era una de
las referentes de esa pequeñísima comunidad rural: buena trabajadora,
solidaria, y con el carácter y la garra suficiente como para plantarle cara al
capataz de aquella finca. De él se decía que años atrás tenía el látigo fácil
para hacer valer su autoridad e imponer sus dudosos criterios, pero el capanga
era todavía el único hombre que andaba todo el tiempo con machete al cinto. La
Revolución se demoraba en llegar a la Unidad Productiva Económica General Omar
Torrijos.
Mi amiga chilena se había ido, extenuada, luego de
los primeros días de siembra, de modo que no estuvo para ver cómo cada noche,
luego de la cena, todos se juntaban en la barraca comunal a seguir con el Jesús
en la boca los capítulos de la novela brasilera “La esclava Isaura”. Novela que
ya tenía algunos años, pero que hablaba de ellos, de su vida campesina atada al
yugo de la escasez y a los caprichos de un capataz despótico. Cuando comenzaba
el Noticiero Sandinista, la barraca se despoblaba y ahí me quedaba, con mis
ganas de enterarme qué pasaba más allá del Cañón del Crucero. Sólo una vez me
acompañó un viejo: decía el noticiero que había llegado un barco burlando el
virtual bloqueo; el viejo se levantó diciendo que jamás verían esa comida.
Tenían un chiste al respecto: “Aquí se come variado:
almorzamos moros y cristianos, y cenamos cristianos y moros”. Como para colmo las
raciones eran tacañas y desabridas, ellos suplementaban la dieta con plátanos
verdes y tazas de café. Aún en ese clima de desánimo, había ido creciendo una
esperanza: se avecinaban las elecciones para designar capataz, y en las charlas
previas muchos se inclinaban decididamente por el candidato que apoyaba María.
Pero el día de la elección, hubo una maniobra y a último momento se decidió que
se votaría a mano alzada. Como argentino formado en la idea del sufragio
secreto, sufrí doblemente al ver claudicar a muchos de los que habían asegurado
que elegirían un nuevo delegado y terminaron votando al odiado capanga.
Recuerdo las caras de aquel día, no las caras
particulares de cada uno, sino los rostros de la vergüenza de aquellos que no
supieron o no pudieron sostener sus convicciones, y los rostros en derrota de
quienes habían visto crecer sus expectativas al calor del devenir victorioso de
la esclava Isaura. También recuerdo que por esos días (antes de las
elecciones), se produjo la fugaz visita de unos jóvenes dirigentes sandinistas.
Revisaron unos libros, conversaron brevemente con los funcionarios de la Omar
Torrijos, recabaron datos y partieron. Todavía me pregunto quién hubiera ganado
la elección si esos milicianos no hubiesen tenido tanta prisa, y si le hubieran
dado un espaldarazo a esa gente que, por muchas razones, ya no creía en el
Noticiero Sandinista.
Por Carlos Semorile.
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