Postales de una Europa en crisis, ramalazos de una
violencia irracional que replica la barbarie que los grandes imperios esparcen
cada día en cada barrio de las periferias del mundo. El blindaje mediático a
pleno: unas módicas líneas o apenas un comentario neutro si la bomba cayó en
territorio salvaje (edificios destruidos sin víctimas a la vista, no sea cosa
que se activen los mecanismos de la humana solidaridad), o la profusión de
imágenes, palabras y músicas de ocasión para condenar el brutal accionar de una
horda de fanáticos, si la metralla segó la vida de los ciudadanos del mundo. Y
claro que están del gorro y más vale no cruzárselos. Ellos también operan bajo
la misma lógica del imperio –no por nada son una creación suya-, y se dedican a
sembrar su misma cultura de la mortificación. Provocan, en gran escala,
tremendas “encerronas trágicas” donde las víctimas no tienen ninguna
escapatoria.
En nuestro país, Fernando Ulloa nos enseñó a pensar
cómo salir de la encerrona trágica de la cultura de la mortificación, a partir
del “miramiento” hacia el otro, un mirar acompañado con ternura y buen trato
para brindarle alimento, cobijo y resguardo al semejante. Ulloa trabajó esta
idea con las instituciones, porque sin darse cuenta ellas reproducían aquella
cultura de la mortificación, en vez de ser vértices y difusoras de la cultura
de la ternura.
Pero no se pasa así como así de la mortificación a la
ternura, de una cultura que provoca encerronas trágicas donde no existe un tercero
que resguarde a la potencial -y luego efectiva- víctima (pienso, concretamente,
en Lucas Cabello, el pibe fusilado por un efectivo de la policía
metropolitana), a una cultura que cobija bajo su bandera a los hijos del país.
Cada vez que la cultura de la ternura se visibiliza, su sola presencia
cuestiona la cultura de la mortificación. Y entonces ésta reacciona y pregunta:
“¿Y a ustedes quién los banca?”, porque esta cultura de la mortificación no
entiende la gratuidad del gesto que cobija al desvalido, que alimenta al
necesitado, que resguarda al perseguido.
Y está también esa cultura de la mortificación
cotidiana. Son los que te cruzan con comentarios agraviantes y después cuelgan
carteles que rezan: “No pierdas amigos por la política; los políticos luego se
apañan entre ellos”, o algo parecido, no importa demasiado porque significa que
no han superado la etapa pre-política de la vida comunitaria. O los que
pretenden imponerte la agenda ultra de cada día y que, como decía Casullo,
confunden “las banderas históricas de la justicia social con una suerte de
política arcaica, primitiva, una suerte de ‘turba de los miserables’ sin
madurez democrática, ni organización ni experiencia”. El peronismo no “apostó
nunca al simple ‘alarido de los parias’, sino a la conciencia constructiva y
armonizadora del amplio campo nacional”.
Eso mismo, traducido a términos psicosociales,
representa el intento de ir hacia una cultura de la ternura. Hoy, la cultura de
la mortificación acecha al Estado para deshilachar todos y cada uno de los
derechos y volver a hacer trizas el tejido social. Eso es lo que está en juego,
y es lo que saldremos a defender en las urnas y en las calles. ¿Quiénes? Los
únicos sponsors que tiene este proyecto, lo que ponen plata si es necesario,
los que dejan el alma en cada movilización, los que toman el tren y luego
patean cuadras y cuadras porque saben que ahí, debajo de esa bandera, sus hijos
están a resguardo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario