domingo, 15 de noviembre de 2015

De la mortificación a la ternura



Postales de una Europa en crisis, ramalazos de una violencia irracional que replica la barbarie que los grandes imperios esparcen cada día en cada barrio de las periferias del mundo. El blindaje mediático a pleno: unas módicas líneas o apenas un comentario neutro si la bomba cayó en territorio salvaje (edificios destruidos sin víctimas a la vista, no sea cosa que se activen los mecanismos de la humana solidaridad), o la profusión de imágenes, palabras y músicas de ocasión para condenar el brutal accionar de una horda de fanáticos, si la metralla segó la vida de los ciudadanos del mundo. Y claro que están del gorro y más vale no cruzárselos. Ellos también operan bajo la misma lógica del imperio –no por nada son una creación suya-, y se dedican a sembrar su misma cultura de la mortificación. Provocan, en gran escala, tremendas “encerronas trágicas” donde las víctimas no tienen ninguna escapatoria.

En nuestro país, Fernando Ulloa nos enseñó a pensar cómo salir de la encerrona trágica de la cultura de la mortificación, a partir del “miramiento” hacia el otro, un mirar acompañado con ternura y buen trato para brindarle alimento, cobijo y resguardo al semejante. Ulloa trabajó esta idea con las instituciones, porque sin darse cuenta ellas reproducían aquella cultura de la mortificación, en vez de ser vértices y difusoras de la cultura de la ternura.

Pero no se pasa así como así de la mortificación a la ternura, de una cultura que provoca encerronas trágicas donde no existe un tercero que resguarde a la potencial -y luego efectiva- víctima (pienso, concretamente, en Lucas Cabello, el pibe fusilado por un efectivo de la policía metropolitana), a una cultura que cobija bajo su bandera a los hijos del país. Cada vez que la cultura de la ternura se visibiliza, su sola presencia cuestiona la cultura de la mortificación. Y entonces ésta reacciona y pregunta: “¿Y a ustedes quién los banca?”, porque esta cultura de la mortificación no entiende la gratuidad del gesto que cobija al desvalido, que alimenta al necesitado, que resguarda al perseguido.

Y está también esa cultura de la mortificación cotidiana. Son los que te cruzan con comentarios agraviantes y después cuelgan carteles que rezan: “No pierdas amigos por la política; los políticos luego se apañan entre ellos”, o algo parecido, no importa demasiado porque significa que no han superado la etapa pre-política de la vida comunitaria. O los que pretenden imponerte la agenda ultra de cada día y que, como decía Casullo, confunden “las banderas históricas de la justicia social con una suerte de política arcaica, primitiva, una suerte de ‘turba de los miserables’ sin madurez democrática, ni organización ni experiencia”. El peronismo no “apostó nunca al simple ‘alarido de los parias’, sino a la conciencia constructiva y armonizadora del amplio campo nacional”.

Eso mismo, traducido a términos psicosociales, representa el intento de ir hacia una cultura de la ternura. Hoy, la cultura de la mortificación acecha al Estado para deshilachar todos y cada uno de los derechos y volver a hacer trizas el tejido social. Eso es lo que está en juego, y es lo que saldremos a defender en las urnas y en las calles. ¿Quiénes? Los únicos sponsors que tiene este proyecto, lo que ponen plata si es necesario, los que dejan el alma en cada movilización, los que toman el tren y luego patean cuadras y cuadras porque saben que ahí, debajo de esa bandera, sus hijos están a resguardo.

Por Carlos Semorile.

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