Hoy al mediodía estuve en el Anexo Sur de la
Biblioteca Nacional, que no es otra que su antigua sede de la calle México 564,
que vuelve a ser parte de la Biblioteca bajo el nombre Borges-Groussac, en
homenaje a dos de sus directores más emblemáticos. Se trata del rescate de un
edificio que será puesto en valor pero cuya restauración, como planteó Horacio
González, implica además una profunda reparación para la historia cultural y
para la memoria de los argentinos. González se refirió a los inmensos anaqueles
de la antigua sala de lectura –“estas estanterías vacías nos estaban llamando”-,
y lo propio hizo Teresa Parodi cuando llamó a llenarlas con los libros que le
darán vida. "Desde el primer momento que creamos el Ministerio de Cultura
tuve largas charlas con Horacio y fue naciendo esta idea de restituir la
antigua sede, la ocupación otra vez del primer piso por parte de la Biblioteca
Nacional".
En ese primer piso, están iniciadas las obras de
restauración en la que fuera la oficina del director que ocuparon tanto
Groussac como Borges, e impresiona pensar que durante tantos años conoció el
olvido y la desidia. En su Historia de la Biblioteca Nacional –Estado de una
polémica-, González escribió que “alguna vez se tendrá, finalmente, el
testimonio asombroso de que por esfuerzo de sus lectores, trabajadores y
administradores, la Biblioteca Nacional llegue a ser la conciencia lectora y
crítica del memorialismo cultural del país”. Sin dudas, ese esfuerzo ha sido
realizado en estos años en que tantos nos hemos sentido convocados por la
Biblioteca Nacional para ser parte de esa memoria y a participar en la
construcción de las políticas emancipatorias del presente.
La otra razón que me llevó a acercarme hoy al Anexo
Sur, también arrastra una memoria del país que fuimos y del que merecemos ser. En
1937, la Biblioteca Nacional albergó el debut de Buenaventura Luna y su más
famoso conjunto: “La Tropilla de Huachi-Pampa
no ha venido a Buenos Aires por puro afán exhibicionista ni por puro afán de
lucro (…) Ha venido a llamar la atención de los porteños sobre el interior del
país, hablándoles el lenguaje sencillo y emocional de la música. Su voz viene
desde muy adentro de nuestra historia y está saturada de viejas tradiciones.
Sus resonancias irán entonces más allá de los oídos de quienes las recojan,
haciendo que vuelvan a mirar lo nuestro, que aquí, ¿quién lo duda?, está algo
olvidado”. Aquel folklore llegó y religó a los migrantes internos con su
tierra y con su espíritu. Pero hubo luego un notorio quiebre cultural, y el
mercado y las empresas aplanaron el oído popular.
Algo de eso charlamos más tarde con el compañero Hugo
Fernández Panconi, en un breve encuentro que sin embargo alcanzó para que me
explicase su idea del Derecho al Acervo. ¿De qué se trata? De que nos asiste el
derecho a nutrirnos de nuestra memoria cultural para no ser esclavos del
esquema liberal que clausura el acceso al pasado para que, como planteaba
Walsh, siempre tengamos que empezar de cero. Y como me pareció una síntesis
brillante, le pido permiso a Panconi para difundir y pedir por el Derecho al
Acervo, o para celebrar que en ocasiones como la de hoy en el Anexo Sur Borges-Groussac
sean las instituciones públicas, como la Biblioteca Nacional y el Ministerio de
Cultura de la Nación, quienes se ocupen del Derecho al Acervo.
Por Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario