Cuando gobernaba Néstor, era senadora nacional aunque
muchos se empeñaran en motejarla sólo como primera dama. Apenas asumió, algunos
quisieron embretarla en una sigla al estilo estadounidense, CFK, que más temprano
que tarde quedó en desuso porque ella llevó la discusión a otro terreno: lo
correcto sería llamarla Presidenta, en vez del masculino presidente. Andando el
tiempo, fueron llegando los apodos, los motes, y los alias. Así fueron pasando
Krispación y la Yegua, insultos que la militancia metamorfoseó en Cris-Pasión y
en múltiples imágenes de una pura sangre arrolladora. En la campaña de 2011,
diseminando un poderoso y reconocido símbolo cultural, Néstor la llamó
“Presidenta Coraje”. Hoy, basta con mencionar a La Jefa para saber que hablamos
de la conductora indiscutida del Movimiento Nacional. Y, al unísono, para
millones de argentinas y argentinos alcanza con decir Cristina.
Si esta fuese nomás la historia de un nombre de
mujer, quedaría reducida apenas a las vicisitudes de cualquier biografía, otra
de tantas que ha habido, una de las tantas que habrá. Pero resulta que ese
nombre, Cristina, mejor dicho en el periplo que ha recorrido ese nombre -y que
aquí resumimos a las apuradas- viaja también la reparación de los nombres
propios de cientos de miles de compatriotas. Porque no es lo mismo decir “me
llamo María” en plena crisis de 2001, que llamarse María en la alborada de
2015. Una cosa fue decir “soy José, no tengo laburo, hago lo que haga falta” -mientras
esa misma frase se repetía como un eco inclemente y feroz-, y otra muy distinta
es que hoy José tenga un salario, obra social, que sus pibes tengan escuela y
que él y los suyos puedan acunar esperanzas. No son iguales el José del
desamparo que el José de la reparación. Tienen el mismo nombre, pero ya no son
la misma persona.
Ese nombre, todos los nombres bajo los cuales nacimos
a esta vida, hemos sido partícipes, o cuando menos testigos, del cambio
formidable de un país agonizante -tanto que estuvo a punto de disgregarse y perder hasta el nombre-
a una Nación que comienza a ser digna de llamarse así. Porque así como en el
colapso estuvimos a punto de no saber ni quiénes éramos, esta dignidad
recobrada nos alcanza a todos -aún a quienes se oponen- y se adhiere al nombre
que cada uno tiene. Veníamos de una historia penosa en la que nadie podía
asumir su propia biografía en plenitud, puesto que cuando uno dice su nombre
también dice “estuve”, dice “hablé”, dice “amé”. En aquellos años de
abatimiento, no lo podíamos decir: éramos un montón de ausencias, rostros y
nombres en retirada. La reparación del nombre propio es parte de un devenir
colectivo de miles que hoy pueden decir y dicen: “estuve, bailé, canté, abracé”.
De ahí, entonces, la relevancia y la significación
que adquiere el nombre de una mujer notable en una tierra que ya ha parido
mujeres gigantes. Cuando decimos “Cristina”, además de una semblanza pública,
recorremos las multitudes argentinas en un doble sentido: como singularidades
que van siendo reparadas, y como una comunidad que se proyecta hermanada hacia su
emancipación. Por estas dos cuestiones, tan ligadas entre sí, es que cada tanto
se escucha mencionar su nombre con desprecio. Que no le extrañe: son los mismos
que no se conmovieron cuando usted, junto con su nombre y el de tantos otros se
destripaban en la derrota. Y si usted salió del fango, si recuperó la vertical
humana y con ella todas las posibilidades que caben en un destino decente, ciña
el nombre de Cristina y anúdelo a su corazón. Será como abrazarse a sí mismo
para llevar bien alto el nombre que le dieron sus padres.
Por Carlos Semorile.
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