Crecimos con la leyenda de que la Plaza se cubrió de
paraguas aquella decisiva mañana de mayo. Era una imagen distorsionada con
“vecinos bien”, reunidos en una cordial asamblea sin plebe, sin orilleros y,
sobre todo, sin conflictos. Reconozcamos, sin embargo, que el cuadro tenía su
encanto y que, tal vez sin proponérselo, nos terminaron infundiendo que, bajo
aquellos paraguas, había un pueblo bancando los trapos ahí donde las papas
queman.
El conocido relato viene a cuento de lo sucedido este
25 de mayo, cuando la Presidenta –tras dar su discurso- recorrió la pasarela
cercana a la multitud, y desde allí le alcanzaron un paraguas azul y blanco. Cristina
tomó ese paraguas con las imágenes de ella y Néstor y la consigna Unidos y
Organizados, y le hizo un gesto pícaro a quien se lo había alcanzado, como
diciendo “mirá que me lo llevo”. Y así fue nomás, porque ella no dejó de
moverse y bailar hasta que finalmente salió de escena llevándose consigo el
paraguas militante.
Doscientos cuatro años después, uno de los famosos
paraguas de mayo entró, en las mejores manos, a la Casa Rosada. Y ahí va a
estar por lo menos hasta octubre de 2015, aguantando fingidos chubascos, y soportando
inventadas borrascas, diluvios imaginarios. Porque, se fijaron?, ya no llueve
los 25 de Mayo. Entonces tomamos la sana costumbre de juntarnos a celebrar,
llenos de orgullo, que somos -y queremos seguir siendo- una Nación emancipada.
Y andamos tan felices que por ahí alguno, de puro jodón, hasta lleva un
paraguas como los de antes. Un paraguas que, a fuerza de guapezas, viajó en la Historia
para ver el final de esa maldita tempestad de dos siglos, esa tormenta cipaya
que no nos permitía ser nosotros mismos.
Por
Carlos Semorile.
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