La canonización de Juan Pablo II es, en palabras de
Ernesto Cardenal, “una monstruosidad”. Creo que su afirmación nos expresa a
millones de latinoamericanos que recordamos muy bien el modo en que el polaco humillara
al sacerdote nicaragüense y, de paso, amonestara al Sandinismo todo. Tuve la
fortuna de conocer un poquito de aquella experiencia revolucionaria asediada
fuertemente con una guerra que estrangulaba su economía y, al mismo tiempo,
minaba las reservas espirituales de una población condenada a subsistir con lo
indispensable. Mientras los jóvenes reclutas nicas caían en emboscadas de “la
contra”, y mientras el desabastecimiento horadaba la cotidianeidad de los hogares, “La Prensa” titulaba –parafraseando
a Alfonsín- “como si realmente quisiera hacerle caer la fe y la esperanza al
pueblo”. El diario de la viuda de Chamorro negaba olímpicamente la agresión
extranjera, y fogoneaba el lógico cansancio ante la escasez y los faltantes que
la propia oligarquía organizaba. De haber tenido un mínimo de objetividad, esta infame “tribuna de doctrina” hubiese “levantado” la noticia del periodista inglés que en pleno 1987
se metió en los campamentos que los marines tenían en Honduras y descubrió con
asombro que la gran mayoría de esos soldados yanquis estaba convencida
–“comics” y películas mediante- de que los EE.UU. habían ganado la Guerra de
Vietnam. Sí, así de estúpido como lo leen.
Pero la Nicaragua que conocí era otra: los pibes,
descalzos como los nuestros, armaban una cancha de béisbol en cualquier calle,
la solidaridad estaba al alcance de las manos, y la falta de luz y de agua se
gambeteban con puteadas pero también con amplias sonrisas. Las manifestaciones
eran masivas y, aunque yo extrañaba nuestro folklore de bombos y cantitos, las
muchachas y muchachos se bailaban unas ricas salsas antes de que comenzara a
hablar, por ejemplo, el comandante Tomás Borge (el Castelli de la Revolución
Sandinista). También armaban altas pirámides humanas como una suerte de
competencia entre grupos diversos, pirámides que se derrumbaban en un estrépito
de aullidos y carcajadas. En ese clima, entre la tensión y la descarga, no me
resultó extraño ver en una pared de Masaya –si mal no recuerdo- una pintada que
rezaba: “FSLN es amor”.
Esa certeza, a pesar de los pesares, estaba en el
corazón de las masas nicaragüenses. Lo comprobé en las islas del gran lago de
Nicaragua, islas que hiciera famosas el padre Cardenal con su libro “El
Evangelio en Solentiname”. En el marco de la Teología de la Liberación, su
lectura de las Sagradas Escrituras había cobijado al grupo de jóvenes rebeldes
que fracasó al atacar el Cuartel de San Carlos. La represión del somocismo fue
brutal y se ensañó especialmente con “los muchachos” y destruyó el humilde
templo de la comunidad cristiana de Solentiname. Bajo el Sandinismo, sin
embargo, aún los ex guardias somocistas eran admitidos en las escuelas de
dibujo y pintura primitivista, estilo propio de las islas. La capilla había
sido reconstruida, y en sus paredes podían verse dibujos de una sensibilidad y
de una belleza extraordinarias. Las personas caminaban lento dentro de la
sencilla iglesia y hablaban quedamente entre sus paredes blanquedas y el techo
de maderos y cañas. Era como estar en alguno de los sitios consagrados en la
Biblia por haber ocurrido allí una matanza de semejantes, un hecho de una
enormidad tal que ninguna religión dejaría de reprobar. A esa tierra de paz,
llegó un día un Papa con la intención de separar los dos términos de la
ecuación sandinista: cristianismo y revolución. Ahora, nos dicen que es santo.
Cuesta creerlo. Cuesta imaginarlo siquiera. Los latinoamericanos seguimos
creyendo en El Evangelio de Jesús, el Cristo de Solentiname.
Carlos Semorile.
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