jueves, 1 de mayo de 2014

El Evangelio de Solentiname




La canonización de Juan Pablo II es, en palabras de Ernesto Cardenal, “una monstruosidad”. Creo que su afirmación nos expresa a millones de latinoamericanos que recordamos muy bien el modo en que el polaco humillara al sacerdote nicaragüense y, de paso, amonestara al Sandinismo todo. Tuve la fortuna de conocer un poquito de aquella experiencia revolucionaria asediada fuertemente con una guerra que estrangulaba su economía y, al mismo tiempo, minaba las reservas espirituales de una población condenada a subsistir con lo indispensable. Mientras los jóvenes reclutas nicas caían en emboscadas de “la contra”, y mientras el desabastecimiento horadaba la cotidianeidad de los hogares, “La Prensa” titulaba –parafraseando a Alfonsín- “como si realmente quisiera hacerle caer la fe y la esperanza al pueblo”. El diario de la viuda de Chamorro negaba olímpicamente la agresión extranjera, y fogoneaba el lógico cansancio ante la escasez y los faltantes que la propia oligarquía organizaba. De haber tenido un mínimo de objetividad, esta infame “tribuna de doctrina” hubiese “levantado” la noticia del periodista inglés que en pleno 1987 se metió en los campamentos que los marines tenían en Honduras y descubrió con asombro que la gran mayoría de esos soldados yanquis estaba convencida –“comics” y películas mediante- de que los EE.UU. habían ganado la Guerra de Vietnam. Sí, así de estúpido como lo leen.

Pero la Nicaragua que conocí era otra: los pibes, descalzos como los nuestros, armaban una cancha de béisbol en cualquier calle, la solidaridad estaba al alcance de las manos, y la falta de luz y de agua se gambeteban con puteadas pero también con amplias sonrisas. Las manifestaciones eran masivas y, aunque yo extrañaba nuestro folklore de bombos y cantitos, las muchachas y muchachos se bailaban unas ricas salsas antes de que comenzara a hablar, por ejemplo, el comandante Tomás Borge (el Castelli de la Revolución Sandinista). También armaban altas pirámides humanas como una suerte de competencia entre grupos diversos, pirámides que se derrumbaban en un estrépito de aullidos y carcajadas. En ese clima, entre la tensión y la descarga, no me resultó extraño ver en una pared de Masaya –si mal no recuerdo- una pintada que rezaba: “FSLN es amor”.

Esa certeza, a pesar de los pesares, estaba en el corazón de las masas nicaragüenses. Lo comprobé en las islas del gran lago de Nicaragua, islas que hiciera famosas el padre Cardenal con su libro “El Evangelio en Solentiname”. En el marco de la Teología de la Liberación, su lectura de las Sagradas Escrituras había cobijado al grupo de jóvenes rebeldes que fracasó al atacar el Cuartel de San Carlos. La represión del somocismo fue brutal y se ensañó especialmente con “los muchachos” y destruyó el humilde templo de la comunidad cristiana de Solentiname. Bajo el Sandinismo, sin embargo, aún los ex guardias somocistas eran admitidos en las escuelas de dibujo y pintura primitivista, estilo propio de las islas. La capilla había sido reconstruida, y en sus paredes podían verse dibujos de una sensibilidad y de una belleza extraordinarias. Las personas caminaban lento dentro de la sencilla iglesia y hablaban quedamente entre sus paredes blanquedas y el techo de maderos y cañas. Era como estar en alguno de los sitios consagrados en la Biblia por haber ocurrido allí una matanza de semejantes, un hecho de una enormidad tal que ninguna religión dejaría de reprobar. A esa tierra de paz, llegó un día un Papa con la intención de separar los dos términos de la ecuación sandinista: cristianismo y revolución. Ahora, nos dicen que es santo. Cuesta creerlo. Cuesta imaginarlo siquiera. Los latinoamericanos seguimos creyendo en El Evangelio de Jesús, el Cristo de Solentiname.

Carlos Semorile.

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