sábado, 26 de abril de 2014

El arduo aprendizaje de creer



La llamada batalla cultural está en su apogeo: de aquí al 2015 se define si el pueblo argentino está en condiciones de gobernarse a sí mismo a través de una conducción que represente sus aspiraciones de un país más igualitario, o si las corporaciones impondrán un presidente títere que les devuelva –en dinero contante y sonante- el favor de haberlo colocado en el famoso “puesto menor”. 

Para lograr esto último, los medios vienen desarrollando una feroz y desembozada campaña de esmerilamiento en un doble sentido: por un lado, ninguneando y/o fumigando con densos tóxicos todos los actos del gobierno; por otra parte, fatigando las reservas espirituales de la ciudadanía mediante el recuento perverso de crímenes (en ocasión de robo, pasionales, limpiando un máuser, no importa), calamidades inventadas y supuestas corrupciones. Hasta el más intrascendente de los pungueos suma en esta campaña por convencernos de que vivimos entre chorros, vagos y mafiosos. Al final del día, éso somos: una horda de asesinos, nuestros compatriotas, nos acechan en la próxima ochava para robarnos, violarnos y estrangularnos. Es realmente pavoroso, sobre todo cuando el relato nos termina confinando en la más desamparada de las soledades, al asegurarnos que nadie hace ni hará nada por nosotros, por nuestros hijos y nuestros bienes.

Si todo lo anterior sucede en las pantallas (pantallas en estado de linchamiento latente) mientras que en la vida real el Estado inaugura trenes, universidades y fábricas, entonces el problema se desplaza hacia el modo en que podemos acortar la brecha entre las palabras y las cosas. Ese paso, ese salto acaso, siempre es problemático, y exige de nosotros un acto mínimo pero indispensable: creer. El tren está ahí, flamante, y -aunque no las veamos- ahí están las sumas invertidas para cambiar kilómetros de vías férreas y modernizar las estaciones. Ante esa realidad incontrastable, usted tiene dos caminos. O se sienta a esperar que Mariana Fabbiani fiscalize y cuente en cámara uno a uno esos millones de pesos ante la atenta mirada de Lanata (“ojo, piba, ese billete de Evita sería falso”), o de una vez por todas se anima a reflexionar que aquí pasa algo más profundo: estos personajes nefastos le están robando, en su propias narices, sus ganas, qué digo sus ganas, su necesidad de creer.

Y no se lo digo yo, que al fin y al cabo no soy nadie, sino que lo dijo Scalabrini, que dejó la vida escribiendo y pensando en lo que era mejor para todos nosotros: “Sin una creencia el hombre vale menos que un hombre. Sus poderes se amenguan, su vitalidad se marchita. Ignoraba que fuese tan arduo el aprendizaje de creer”. Usted, su vecino, sus compañeros de laburo, todos del primero al último, tienen la posibilidad de creer para afirmarse en la vida y saber que sus anhelos de dignidad son posibles dentro de un marco, la comunidad (la Argentina, la Patria, llámele como quiera), que también se realiza y se proyecta hermanada hacia el porvenir. Pero si logran que no crea, mejor dicho, si permite que los medios hagan de usted un descreído, en menos que cante un gallo usted valdrá menos que un hombre: sus poderes amenguarán, y se marchitará su extraordinaria vitalidad. Las corporaciones lo necesitan así, debilitado, derrotado de antemano porque, en esta encrucijada en la que estamos, hay quienes pretenden el retorno al pasado, a la fragmentación, el abatimiento y la desdicha.

Es arduo, extremadamente arduo, el aprendizaje de creer. Eche un vistazo y dígame si, después de escuchar a Scalabrini, no ve más claro el panorama en su conjunto. Dígame si no ve a “Los Náufragos” rejuntados en una nueva “Alianza” de incrédulos perpetuos, condenados a encallar una y mil veces por no haber creído nunca en el Destino del País. Y ahora vuelva a mirar los trenes de Cristina, y piense en serio si vale la pena pasar por esta vida sin haber abrazado jamás una creencia. Sálgase de esa derrota, porque aquí no se ha rendido nadie y sólo pensamos en más victorias. Para usted, para sus hijos, y para que todos tengamos una vida material y espiritual de la que podamos sentirnos orgullosos.

Por Carlos Semorile.

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