lunes, 12 de mayo de 2014

Anoche estuve en Albania



No lo soñé. A lo sumo, me vinieron imágenes de la vieja Cortina de Hierro, y flasheé con el más pobre, el más controlado y el más gris de los países del este europeo durante la Guerra Fría. Las cosas sucedieron de este modo: unos amigos me invitaron a un evento a realizarse en la Sala Enrique Muiño del Centro Cultural San Martín y yo, que hace mucho que no transitaba por esa comarca, tuve un primer topetazo al pretender ingresar por donde lo hice toda la vida, es decir, por el gran hall central. Eso sería en el antiguo régimen. No me lo dijeron, pero me lo dieron a entender dos uniformados pro-soviéticos. Vamos a llamarlos Katiushka y Sergei, quienes me indicaron el modo correcto de proceder: volver a atravesar el patio techado, esperar que se abran las puertas corredizas y salir a la intemperie, para ingresar por Sarmiento 1551 a una suerte de aduana en la que una decena de colegas de Sergei y Katiushka permanecen apostados y con cara de “no creas  que vas a pasar tan fácil por acá”. Sin que nadie me preguntara nada –porque a esa altura ya me sabía culpable de lesa cultura-, les dije que me dirigía a la Sala Muiño. Miraron al unísono la “señalética” del lugar (a los carteles ahora se les dice así), y confirmaron que en ese edificio funciona “algo” que lleva ese nombre. Me pidieron entonces un número de documento, luego que les deletreara mi itálico apellido, y finalmente me tomaron una foto por si acaso estuviera pensando en secuestrar a “la Muiño”.

Una vez en el hall, advertí que la “aduana” recorta e impide, arquitectónicamente hablando, una de las vistas más lindas que tenía ese espacio: la de poder mirar hacia la calle y, a la vez, hacia el subsuelo. Compungido, tomé el ascensor que me depositó en el 4º piso y allí esperé a mis cuates frente a una serie de oficinas tapiadas (no, no hay otra palabra) por paneles negros (sí, negrísimos). De estos cubículos, cada tanto salía algún empleado a pegar un cartel hecho a mano –“Basta de verso”- en el que se reclamaba el pago inmediato de los salarios adeudados a los contratados. Algo falla en el área de suministros de esta nueva administración porque, al rato de estar pegados, la cinta adhesiva se despegaba y los reclamos se venían al suelo. Allí los dejaban estar los funcionarios de más rango que acertaban a transitar el pasillo, lo mismo que una joven que hablaba por un sistema de radio llamadas y que insistía en pedir auxilios diversos para “la Minio” (que Don Enrique no se entere!). Adentro de la sala, el panorama empeoraba sustantivamente. Había, me enteré, unos cables pelados y un cortocircuito había hecho saltar una térmica: cuando llegaron “los eléctricos”, unos se inclinaban por una solución pasajera, y otros por otro tipo de salvataje, también efímero. Mientras tanto, dos muchachos intentaban enmascarar un tacho de luz, y lo hacían trepados a una escalera que era una invitación al suicidio. Tal vez son los famosos “contratados”, pensé, y es muy injusto que no les paguen ya que sin ellos esto terminaría de desplomarse, del mismo modo que un día se vino abajo el famoso Telón de Acero.

Pero esto no es nada. Porque mientras todo el mundo se repartía en mil tareas en la previa del proyectado espectáculo, aparecieron dos burócratas para exigir una “lista de invitados” para que la milicada de la aduana procediera a identificar a los asistentes al festival. Las muchachas encargadas de la organización argumentaron que eso era imposible de saber dado el carácter abierto y gratuito que tenía la velada. Además, explicaban, si a cada asistente le iban a aplicar el sistema de “DNI, más nombre y foto”, el público terminaría de ingresar cuando el show estuviese finalizando. “Son órdenes de la Directora”, repetían los lacayos sin que se les moviese un solo músculo de sus caripelas. Creyendo aún que podían convencerlos de alguna manera, las pibas les señalaron lo más obvio –y lo más increíble- de todo: nada menos que el propio Gobierno de la Ciudad era el sponsor del programa, y lo bancaba la secretaría de Hernán Lombardi. “Son órdenes de la Directora”, dijeron por última vez e hicieron mutis por el foro.

Se me acaba el espacio, y no los quiero distraer más, así que vayamos de una a la moraleja. Si alguien en su sano juicio cree que el PRO sirve para gestionar algo (lo que sea: una ciudad, un club de barrio, un consorcio mediano), que se desengañe ahorita mismo. No hay, ni hubo ni habrá nunca jamás, la más mínima eficiencia en los “globos” que vende el Niño Mauricio. El camino más corto al sovietismo, a la ineficacia, al destrato, a la burocracia y al sistema policíaco, pasa por seguir votando a los farsantes de amarillo. Se los dice un servidor que anoche estuvo en Albania.

Por Carlos Semorile.

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