No lo soñé. A lo sumo, me vinieron imágenes de la
vieja Cortina de Hierro, y flasheé con el más pobre, el más controlado y el más
gris de los países del este europeo durante la Guerra Fría. Las cosas
sucedieron de este modo: unos amigos me invitaron a un evento a realizarse en
la Sala Enrique Muiño del Centro Cultural San Martín y yo, que hace mucho que
no transitaba por esa comarca, tuve un primer topetazo al pretender ingresar
por donde lo hice toda la vida, es decir, por el gran hall central. Eso sería
en el antiguo régimen. No me lo dijeron, pero me lo dieron a entender dos
uniformados pro-soviéticos. Vamos a llamarlos Katiushka y Sergei, quienes me
indicaron el modo correcto de proceder: volver a atravesar el patio techado,
esperar que se abran las puertas corredizas y salir a la intemperie, para
ingresar por Sarmiento 1551 a una suerte de aduana en la que una decena de
colegas de Sergei y Katiushka permanecen apostados y con cara de “no creas que vas a pasar tan fácil por acá”. Sin que
nadie me preguntara nada –porque a esa altura ya me sabía culpable de lesa
cultura-, les dije que me dirigía a la Sala Muiño. Miraron al unísono la
“señalética” del lugar (a los carteles ahora se les dice así), y confirmaron que
en ese edificio funciona “algo” que lleva ese nombre. Me pidieron entonces un
número de documento, luego que les deletreara mi itálico apellido, y finalmente
me tomaron una foto por si acaso estuviera pensando en secuestrar a “la Muiño”.
Una vez en el hall, advertí que la “aduana” recorta e
impide, arquitectónicamente hablando, una de las vistas más lindas que tenía
ese espacio: la de poder mirar hacia la calle y, a la vez, hacia el subsuelo.
Compungido, tomé el ascensor que me depositó en el 4º piso y allí esperé a mis
cuates frente a una serie de oficinas tapiadas (no, no hay otra palabra) por
paneles negros (sí, negrísimos). De estos cubículos, cada tanto salía algún
empleado a pegar un cartel hecho a mano –“Basta de verso”- en el que se
reclamaba el pago inmediato de los salarios adeudados a los contratados. Algo
falla en el área de suministros de esta nueva administración porque, al rato de
estar pegados, la cinta adhesiva se despegaba y los reclamos se venían al
suelo. Allí los dejaban estar los funcionarios de más rango que acertaban a
transitar el pasillo, lo mismo que una joven que hablaba por un sistema de
radio llamadas y que insistía en pedir auxilios diversos para “la Minio” (que
Don Enrique no se entere!). Adentro de la sala, el panorama empeoraba
sustantivamente. Había, me enteré, unos cables pelados y un cortocircuito había
hecho saltar una térmica: cuando llegaron “los eléctricos”, unos se inclinaban
por una solución pasajera, y otros por otro tipo de salvataje, también efímero.
Mientras tanto, dos muchachos intentaban enmascarar un tacho de luz, y lo
hacían trepados a una escalera que era una invitación al suicidio. Tal vez son
los famosos “contratados”, pensé, y es muy injusto que no les paguen ya que sin
ellos esto terminaría de desplomarse, del mismo modo que un día se vino abajo
el famoso Telón de Acero.
Pero esto no es nada. Porque mientras todo el mundo
se repartía en mil tareas en la previa del proyectado espectáculo, aparecieron
dos burócratas para exigir una “lista de invitados” para que la milicada de la
aduana procediera a identificar a los asistentes al festival. Las muchachas
encargadas de la organización argumentaron que eso era imposible de saber dado
el carácter abierto y gratuito que tenía la velada. Además, explicaban, si a
cada asistente le iban a aplicar el sistema de “DNI, más nombre y foto”, el
público terminaría de ingresar cuando el show estuviese finalizando. “Son
órdenes de la Directora”, repetían los lacayos sin que se les moviese un solo
músculo de sus caripelas. Creyendo aún que podían convencerlos de alguna
manera, las pibas les señalaron lo más obvio –y lo más increíble- de todo: nada
menos que el propio Gobierno de la Ciudad era el sponsor del programa, y lo
bancaba la secretaría de Hernán Lombardi. “Son órdenes de la Directora”,
dijeron por última vez e hicieron mutis por el foro.
Se me acaba el espacio, y no los quiero distraer más,
así que vayamos de una a la moraleja. Si alguien en su sano juicio cree que el
PRO sirve para gestionar algo (lo que sea: una ciudad, un club de barrio, un
consorcio mediano), que se desengañe ahorita mismo. No hay, ni hubo ni habrá
nunca jamás, la más mínima eficiencia en los “globos” que vende el Niño
Mauricio. El camino más corto al sovietismo, a la ineficacia, al destrato, a la
burocracia y al sistema policíaco, pasa por seguir votando a los farsantes de
amarillo. Se los dice un servidor que anoche estuvo en Albania.
Por Carlos Semorile.
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