miércoles, 22 de octubre de 2014

Salchicha al horno



Una camada de jóvenes inquietos del Vicente López andan buceando en la memoria del tiempo infame. Ellos son, día a día, sujetos de derecho, y se me ocurre que nosotros, que no tuvimos épica ni heroísmos, al menos podemos contarles cómo se articuló la microfísica del miedo en el Colegio. Y tal vez, como en este relato, alguna pincelada de los contados instantes radiantes y justos que vivimos.

En las vacaciones de verano de 1976, mi viejo me llevó a la casa de una amiga suya cuyos críos iban al Nacional de Vicente López. Su intención era que perdiera el miedo a la transición y al cambio de colegio (de la primaria a la secundaria, y de un privado a un público), confraternizando con los hijos varones de esta mujer. Los pibes eran dos vagos divinos, militantes de la Juventud Peronista que habían protagonizado las tomas del “Vicente” en los años ´74 y ´75. Uno de ellos estaba a punto de recibirse y el otro era un año más grande que yo -aunque estaba mucho más curtido-, pero enseguida me adoptaron como un hermano menor al que se proponían enseñarle un montón de salvajadas, amén de peronizarme al calor de las luchas que vendrían. Pero nada de eso sucedió. En marzo fue el golpe, un día tan anunciado que cuando fui al almacén volví con la sensación de que algunos vecinos apacibles ahora se sentían aliviados. Por el contrario, mi padre -ya enfermo-, sumaba preocupaciones. Nos iba a dejar, y el mundo iba a ser un lugar mucho peor. 

En mi ya nebulosa memoria, empezamos las clases dos veces, la primera como comedia y la segunda como tragedia. Seguramente, hubo un solo comienzo, y desde el inicio nos dijeron claramente que “la joda” había terminado. Las autoridades escolares eran explícitas, como era explícito todo por aquella época: daba inicio el proceso de “reorganización nacional” y estas palabras podían ser cualquiera cosa menos fruto de la casualidad. Quiero decir: éramos sujetos pasibles de dicha “reorganización” y si alguien traía algún germen revulsivo, era mejor que lo dejara en la puerta donde los preceptores te controlaban el largo del cabello, y a las compañeras el de las polleras. ¿Es una obviedad esto que escribo? No tanto: las chicas de las generaciones anteriores a la nuestra usaban pantalones y los muchachos distintos tipos de abrigos, no esos pobrecitos sacos azules con los que debimos atravesar los inviernos. Y eso era lo de menos. Con los hijos de la amiga de mi padre nunca volvimos a cruzar palabra: era una manera de no delatarnos las historias.

Los años que siguieron fueron, en alguna medida no menor, “cuartelarios”. Quiero decir: estuvieron signados por la disciplina. Nos disciplinaban desde la rectora hasta los profesores de gimnasia (éstos, con verdadera saña), pasando por el cuerpo de profesores y la marca más personalizada y por momentos obsesiva de los preceptores. Sería injusto meter a todos en la misma bolsa, pero la norma era, justamente, que nos “normativizáramos” sin chistar. En aquel período, parte de la sobrevivencia consistía en distinguir los grises, saber con quien eran más laxos los límites y con quienes había que andar al trote. Las buenas minas, y las turras. Los buenos tipos, y los soretes.

Esta historia trata de uno de estos últimos, uno de los peores verdugos que tuvimos. Cuando entramos al Nacional, el tipo no estaba. Lo trajeron después, como si la marea de desdichas de ese tiempo desventurado lo hubiese arrastrado hasta nuestro patio. De entrada nomás, el fulano se presentó como un patotero que se complacía en ser un jodido. Estoy tentado de pensar que cumplía instrucciones precisas, pero sería injusto con el alma retorcida de este mal nacido: él gozaba con el daño, poco o mucho, que lograba causar en sus semejantes. Lo nimio, lo chiquito, lo ínfimo, estaba sujeto a su inspección metódica y a su voracidad sancionadora. Un día nos enteramos que la imaginación popular lo había bautizado como “Salchicha”. El apodo le cabía, lo pintaba en su anhelo de ser un bulldog y, a la vez, en su realidad de pertenecer a lo más bajo de la escala perruna. ¡Pero cómo ladraba! Sus aullidos se fueron haciendo célebres, aunque para todos (sobre todo a medida que íbamos creciendo) estaba claro que en un mano a mano estaba condenado, y lo sabía. Su “autoridad” dependía directa e inexorablemente de la cobertura que le llegaba de las más altas esferas. Dicho en criollo: era el protegido de la rectora.

Llegó el ´79, y cursábamos el cuarto año en el segundo piso: saliendo de la escalera, al fondo a la izquierda. Uno de nuestros pasatiempos favoritos consistía en balconear durante los recreos. Desde nuestra posición privilegiada, chusmeábamos partes de los dos patios y la entrada al buffet. Uno de esos días de chismorreo nos llevamos la más grata de las sorpresas. Empezó como un rumor que venia del patio grande, y que crecía a medida que una pequeña multitud se acercaba al merendero. Una banda de muchachos de quinto, entre chanzas y empujoncitos, lo iba llevando a Salchicha hacia el matadero: unos metros y unos escalones más abajo lo esperaban los varones de todos los quintos años de la mañana para cobrarle todas y cada una de sus maldades. Desde el segundo piso no dábamos crédito a lo que estaba por suceder. Entre los que abrazaban falsamente a Salchicha como a un amigo de toda la vida, estaba mi cuate de la Jotapé, que alcanzó a guiñarme un ojo mientras le doraba la píldora al infeliz. Pero algo hubo que hizo que Salchicha advirtiera que, allá adentro, lo esperaba la pira del sacrificio. Y entonces le salieron ventosas en las manos, y lo vimos sudar a mares mientras se aferraba como un poseso a las paredes. Los muchachos que hasta ese momento lo iban llevando como “de paseo”, comenzaron a meterle prisa al asunto, y desde los balcones los acompañábamos con los clásicos cantitos destinados a los hijos de puta. El clima era, lisa y llanamente, de linchamiento. Gozábamos por anticipado de la paliza que se iba a comer Salchicha: tres o cuatro años bajo su férula, y la de tantos y tantas otras, nos habían bestializado a nosotros también.

Lo salvó su madre postiza. La rectora, con los reflejos intactos, salió disparada de su despacho del edificio viejo y evitó que lo masacraran. Mejor así. Eso sí, hubo sanciones a granel y un intento desesperado por volver al statu quo. Pero las cosas no volvieron a ser iguales después de aquella jornada. En general, los amos de la mano dura se anduvieron con más cuidado y Salchicha, en particular, ya no volvió a ser el que había sido. Se acabaron sus orondas rondas de botón prepotente, y a partir de ahí siempre se lo vio caminar apurado, como si buscase a tientas sus extraviadas prácticas pusilánimes. Suficiente castigo para quien, por debajo de la cáscara y de la protección que le daba la impunidad, valía tan poca cosa.

Por Carlos Semorile.

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