miércoles, 22 de octubre de 2014

Alumno, abrazad el árbol!



¿Sigue en pie el convite a hacer memoria sobre los años en el que el largo brazo de la Dictadura se hizo notar en nuestro querido colegio Vicente López? De ser así, interesa el recuerdo de mi amiga Sila, una ex alumna que vivió los coletazos de aquel período en el que la institución se pareció tanto a un “manicomio a cielo abierto”.

Con Sila nos conocemos hace un montón de años y, cosa curiosa, cada vez que sale el tema del “Vicente”, ella recuerda al profesor Crispino. Esta vez su remembranza fue motivada por la foto -casi sepia- del patio del colegio, y particularmente la presencia de aquellos árboles con sus troncos blanqueados a la cal, como todavía se estilaba a fines de los ´70. Pero, ¿qué tiene que ver la floresta con el docente de dibujo? Que Crispino los usaba como parte de su peculiar pedagogía: los alumnos sancionados debían salir al patio y permanecer abrazados a alguno de aquellos árboles hasta que sonara el timbre, o hasta que él decidiese el fin de la penitencia. “He visto a más de uno solito abrazando el verde”, dice Sila, que vivió la parte final del Proceso en las aulas. Le creo por mucho que me cueste, hoy, 2012, pensar que por ese patio pasaban profesoras, preceptores, personal de maestranza y otros alumnos, sin sentir nada extraño frente al espectáculo de los adolescentes arbóreos.

En esa “naturalidad” se cifra buena parte de la idea de país que la Dictadura esperaba conseguir aplicando sus recetas represivas: una mansedumbre a palos para los díscolos, acompañada por la imperturbable apatía del resto. No es extraño que venga a mi mente el título de un gran libro sociológico (“Internados”, de Erving Goffman), pues vivíamos en una suerte de manicomio, con la vida absolutamente reglada adentro y afuera de las instituciones. Una compañera, Mara, recuerda que “nos castigaban por cualquier estupidez y nos hacían quedar parados, y empezábamos a hacer ‘mmmmm’  (un sonido envolvente, monótono y en crescendo) para volver loco a Horacio” -nuestro preceptor-, lo cual no dejaba de ser una manera de devolverle la pelota, y la locura, a quienes nos enloquecían. Y esta misma compañera opina que, para los jóvenes de aquella generación, la frutilla de aquel postre se llamó Malvinas.

Debo decir que no fui a las Islas, pero viví la previa en una base aeronaval del sur bonaerense. Del período de instrucción propiamente dicho, no hay nada que pueda decir que ya no haya sido dicho o circulado de tantas formas. De modo que hasta “el incidente Davidoff” todo transcurrió en ese mar de canalladas, despersonalización y humillaciones que caracterizaron a esa y cualquier otra “colimba”. Lo sucedido en las Georgias del Sur (antecedente inmediato del conflicto, motorizado por la armada y la derecha británicas y por el influyente monopolio de las islas -la Falkland Islands Company-), hizo que empezaran a tratarnos como personas. Bueno, es un decir, hasta ahí nomás... Podíamos, por ejemplo, leer los diarios y comprar algunas golosinas en un espacio que había permanecido siempre cerrado y que comenzó a funcionar como bufete. Lo más increíble del asunto es que lo hacíamos con nuestro propio dinero, pues mágicamente apareció la guita y empezaron a pagar los salarios atrasados que ya dábamos por perdidos. Pasados unos días, nos sorprendió la noticia de que habíamos recuperado las Malvinas y que nosotros seríamos parte de la Historia grande de la Patria. Si efectivamente se buscó transmitirnos entusiasmo mediante la arenga en la formación, éste no duró demasiado. Horas más tarde, mientras cumplía mi turno como imaginaria, me topé con una escena penosa: cuatro suboficiales comentaban la posibilidad cierta de ir a la guerra, y se turnaban para consolarse y llorar. Como si se tratase de un ensayo de lo que luego se daría a gran escala, quienes habían sido nuestros verdugos reculaban ahora ante una fuerza mayor. Por pudor, me di la vuelta y regresé sobre mis pasos, pero lo mismo podría haberme quedado en aquel tinglado desolado porque estaban tan desolados que nunca advirtieron mi presencia.

Sin embargo, este segundo manicomio recuperó enseguida su fisonomía habitual de jerarquías y dislates. Por lo pronto, la parroquia de la base recuperó a los infieles que la tenían abandonada y que ahora (como en los versos de Machado) se volvían grandes rezadores. Pero, en lo profundo, todo seguía igual. Por esos días, nos llevaron a los hangares y por fin conocimos los hermosos aviones que sólo habíamos oído y visto de lejos. Estaban pintados en azules, verdes y naranjas, como para una exhibición, y nos tocaba despintarlos para que luego fuesen convenientemente camuflados. Lo ridículo del caso era que debíamos quitarles la potente pintura para avión mediante lijas de pared, totalmente inadecuadas para la faena. Cada conscripto tenía una única lija que debía hacer durar a lo largo de todo el día, para lo cual debíamos empaparlas en una latita llena de agua. Pero no nos permitían sacar el líquido del propio hangar sino que debíamos buscarlo a cientos de metros de allí, para luego subirnos -nosotros y nuestros tachitos- a las escaleras que nos permitían treparnos a los aviones. A esa altura del recorrido, ya no nos quedaba demasiada agua que digamos. Se trataba, ni más ni menos, que de “la lógica del adolescente arbóreo”: un desatino sólo comprensible por el deseo de disciplinar a la tropa. Dicho de otra manera: quien abrazó árboles compulsivamente (y todos, de un modo u otro, lo hicimos), quedaba “formateado” para cumplir órdenes igualmente absurdas.

La guerra estuvo llena de ellas (opacando los heroísmos que nutren la mística y la historia de los pueblos). La derrota dio paso a un tiempo de cambio y de lucha. Se organizaron la Multipartidaria y también las Juventudes Políticas, y ambas fuerzas protagonizaron jornadas memorables para terminar de voltear a la Dictadura. Finalmente, tuvimos una democracia bastante tutelada, no demasiado parecida a las esperanzas que habíamos depositado en ella. Los efectos perniciosos del período militar estaban aún en el aire que respirábamos cada día. Será por eso que recuerdo el instante en que sentí que el Proceso comenzaba a quedar en el pasado. Iba cruzando una importante avenida cuando un policía llamó la atención de un padre de familia por alguna supuesta falta que cometía como peatón. Lo normal hubiese sido quedarse en el molde y darle la razón al cana. Pero este hombre lo enfrentó, y comenzó a los gritos una discusión de igual a igual con el uniformado. El poli, cada vez más caliente, amenazó con llevárselo preso, pero la réplica del ciudadano lo dejó petrificado: “Ya no podés hacer lo que se te canta. La Dictadura se acabó. ¿Entendés? Se acabó”. Faltó el aplauso de quienes fuimos ocasionales testigos del encontronazo. Pero, y esto lo recuerdo tan bien como lo anterior, ganas no faltaron. Entre todos, estábamos abriendo las puertas del manicomio.

Por Carlos Semorile.

No hay comentarios:

Publicar un comentario