miércoles, 22 de octubre de 2014

Oda a mi generación



(Escribo estas líneas horas antes de la colocación de la baldosa en homenaje a los estudiantes del Colegio Nacional Vicente López desaparecidos y asesinados por el Terrorismo de Estado. Sin saberlo, fuimos sus contemporáneos: una breve brecha de dos o tres años nos separó de ellos en términos generacionales y, acaso, nos salvó la vida. Creo que cada horneada de jóvenes argentinos reinicia el camino y vuelve sobre los pasos truncos de sus antecesoras. La del ´63 también lo hizo, pero una parte nuestra quedó congelada con la “desmalvinización”, y otra parte quedó fisurada después del lamentable “felices pascuas” y todas sus jodidas consecuencias. Sin embargo, una foto sobre mi escritorio, me impele a rescatar dos o tres cosas: algunas quimeras, un tiempo efímero pero cierto de grandes esperanzas, la entrega apasionada en los amores, y el calor perdurable de tantos amigos buenos). 

Cada uno a su modo, los tres sonríen. Michael con los ojos, Sandra mientras parece decir algo, y Sergio bajo esos bigotes de galán dominguero. Los rodea esa primera soledad de los días destemplados, pero ellos llenan la Plaza Dorrego con su amistad y sus ganas de hacer fotografía, teatro, acrobacia, y también, y por qué no, cine, militancias, lecturas, antropología, novias/novios, psicoanálisis, viajar, irse a vivir solos. Hace años, conversando con una vieja amiga decíamos que la nuestra había sido la última generación argentina en animarse a desear. Por fortuna, el tiempo no nos dio la razón y una nueva camada de pibes están buscando y haciendo cientos de cosas. El contexto los acompaña y los cobija, algo que nosotros no tuvimos: desde 1976, la secundaria fue poco menos que un reformatorio, y de ahí pasamos al desquiciado mundo de los cuarteles que terminó como terminó en Malvinas.

Desde mediados del ´82 ya militaba en la Fede, y el 16 de diciembre me crucé con el otro Carlos camino a la Marcha de la Multipartidaria. Pese al yeso en su pierna, se vino conmigo con sus muletas a cuestas. El clima, festivo al inicio, se fue espesando al correr de las horas. Cuando la columna iba a cruzar Chacabuco, la milicada furiosa se nos vino encima. En el desbande, atinamos a no separarnos y alcanzamos a colarnos en una puerta que se cerró apenas la traspasamos. Era uno de esos típicos edificios de la Avenida de Mayo, y en sus amplias escaleras se reponían toda clase de amparados. Una pareja de homosexuales –la misma que había abierto la hendija providencial- recorría la fila con botellas de agua, y asistía a los heridos y contusos. El yeso de Carlos nos dio paso al derpa de estos muchachos: desde el ventanal, se veían decenas de zapatillas y zapatos impares sobre la avenida iluminada y desierta.

Más de un año antes, y gracias al empeño de Víctor Watnik, habíamos sido testigos alucinados de las primeras funciones de Teatro Abierto y, luego del incendio del Picadero, estuvimos en las desbordadas funciones del Tabarís, y demás salas. Eran obras maravillosas, y éramos un público ávido de esos textos que sugerían todo lo que no terminaban de decir.  Pasar de este fervor a la colimba no resultó sencillo pero, dentro de las posibilidades comunicacionales de aquellos tiempos, siempre tratamos de saber unos de otros. Hacia el final de la Dictadura, militábamos en distintos partidos pero –también en ésta- supimos acompañarnos; una peña, al fin y al cabo, no se le niega a nadie, y ahí andábamos, abrazados a nuestras ganas de bailar todos los huaynos, carnavalitos y taquiraris. Y así, guapacheando, nacieron amistades, noviazgos y amores que, en buena hora, nos marcaron la vida.

Teníamos pelos por todas partes, rulos inconmensurables y los hombres íbamos barbados como profetas. Nos acogían algunas madres solidarias en cuyas casas nacieron proyectos que, siendo de algunos, lo eran de todos. Fernando piloteaba un cessna, Sandra y Sergio ensayaban para las muestras del Conservatorio, y Carlos y Michael salieron con sus mochilas rumbo a Bolivia y Perú, sin fecha precisa de retorno. Había conciertos en las facultades, proyecciones de cine en las calles, y en “El Goce Pagano” teníamos la dicha de ponernos chéveres con Fontova y sus Sobrinos. Siempre, claro, seguimos movilizados por distintas cosas. Fuimos parte del “Siluetazo”, marchamos con las Juventudes Políticas, dejamos el alma en la campaña de 1983, y salimos a bancar la Democracia hasta que Alfonsín nos dijo “la casa está en orden”. Ese día de mierda nos tocó a nosotros irnos de la Plaza masticando impotencias.

Hasta ahí llegaron los sueños y, en el mismo punto, comenzaron las pesadillas. Un tiempo de agachadas y retrocesos que nadie merecía y que, de alguna manera, persiguió con saña las esperanzas de todos nosotros. Yo no sé si la suma de todos estos fragmentos dispersos alcanza para hacer la crónica de nuestra generación. Me parece que no. La falta de elementos cohesionantes nos desperdigó más de la cuenta. Pese a ello, conseguimos mantenernos unidos o cuando menos ligados de una forma y otra. Y eso fue sólo mérito nuestro. Fuimos testigos y padrinos de bodas y nacimientos, nos asistimos en operaciones, partos y velorios, y nos ayudamos a reunirnos con amigos perdidos y con amadas inolvidables. Nos quisimos y nos queremos de todas las maneras posibles, y todavía somos capaces de correr la mesa e improvisar un baile que celebre este cariño bonito y nuestro gran amor a la vida.

Por Carlos Semorile.

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