sábado, 30 de agosto de 2014

El precio de ser nosotros mismos



Cuando la Revolución de Mayo estaba apenas recién nacida y comenzaba a mostrar de lo que podía ser capaz si lograba afirmarse y perdurar, desde Lima el Virrey José Fernando de Abascal buscaba darle en la matadura a los jóvenes –y nóveles- gobernantes: “Los americanos son hombres destinados a vegetar en la oscuridad y el abatimiento”. El secretario Mariano Moreno se encargó de refutar cada uno de los argumentos del capitoste absolutista: “El gran escollo que no ha podido vencer la resignación de nuestros émulos es que los hijos del país entren al gobierno superior de estas provincias. Sorprendidos de novedad tan extraña, creen trastornada la naturaleza misma y empeñándose en sostener nuestro abatimiento antiguo como un deber de nuestra condición, provocan la guerra y el exterminio contra unos hombres que han querido aspirar al mando contra las leyes que los condenaban a perpetua obediencia”.   Y contraatacaba apuntando a uno de los puntos más sensibles, el de la supuesta incapacidad de los nativos: “El gobierno antiguo nos había condenado a vegetar en la oscuridad y el abatimiento, pero como la naturaleza nos había creado para grandes cosas, hemos empezado a obrarlas”. El profe Norberto Galasso refiere que el manifiesto del godo Abascal –además de jodido en sus intenciones menospreciativas- tenía errores gramaticales, y que Moreno se las señaló, con dosis parejas de ironía y de felpeada política: “Estos vergonzosos errores en el idioma me recuerdan el axioma con que la gente del país describe el aturdimiento de un hombre asustado del cual dicen que ‘se le ha acabado el castellano’ y no es extraño que se ‘acabe el castellano’ a quien no ve muy duradero su virreynato”.

Antes que Moreno, otro americano había resumido en cuatro palabras los efectos de la dependencia de la Corona: “ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación”. El investigador Esteban de Gori dice que este arequipeño, el jesuita expulsado Juan Pablo Viscardo y Guzmán, fue aún más lejos aún al señalar que el absolutismo perpetuaba la “minoridad” de los españoles americanos a quienes no se les permitía gobernarse a sí mismos. Autogobernarse implicaba, en los hechos, cambiar de estado y que, para salir de aquella impuesta “minoridad”, los revolucionarios –según Javier Fernández Sebastián- tuvieron que “revolucionar la lengua, dotando de nuevos sentidos a las viejas palabras y creando neologismos adaptados a las nuevas necesidades expresivas y, al mismo tiempo, capaces de cimentar los nuevos proyectos e instituciones que se trataba de construir. Se iniciaba una encarnizada guerra semántica por la apropiación del lenguaje que, con altibajos y avatares muy diversos, no ha cesado en los últimos doscientos años”.

Retengamos esta idea de que la “encarnizada guerra semántica por la apropiación del lenguaje (…) no ha cesado en los últimos doscientos años”, y consideremos ahora la figura de Arturo Jauretche, un hombre que fue capaz de dotar de “nuevos sentidos a las viejas palabras” (“cipayo”), y de crear “neologismos adaptados a las nuevas necesidades expresivas” (“vendepatria” o “intelligentzia”). Traemos aquí a Jauretche, no sólo porque vuelve evidente que  los revolucionarios americanos no han cesado de “revolucionar la lengua” a lo largo del Bicentenario de nuestra emancipación, sino para leer su mirada del Peronismo como una batalla entre la mayoría de edad de la soberanía, versus la “minoridad” de la dependencia: “La Argentina se estaba poniendo los pantalones largos y los viejos sectores dominantes se empeñaban en mantener al “nene” con los pantalones cortos (…) El 17 de octubre, más que representar la victoria de una clase, es la presencia del nuevo país con su vanguardia más combatiente y que más pronto tomó contacto con la realidad propia, por carecer de los factores limitativos de la comprensión histórica que operan desde la superestructura cultural del coloniaje (…) El hecho fundamental fue la multitud que ya no se irá de la historia, por más que se empeñen en ponerle los pantalones cortos al país nuevo”.

Como profetizaba Jauretche, la multitud ya no se fue de la historia, pero el proyecto liberal –tras cincuenta años de masacres, hambre y desempleo- logró volver a “minorizar” a la Argentina en todos los sentidos: un país más chico y para pocos, con las grandes mayorías condenadas “a vegetar en la oscuridad y el abatimiento”, y el enanismo de una clase dirigente tan asustada que se le “acabó el castellano” y no quiso, no supo o no pudo recrear “las nuevas necesidades expresivas (…) capaces de cimentar los nuevos proyectos e instituciones que se trataba de construir”. 

Si el amable lector no se impacienta, vamos a dar un rodeo más para terminar de cerrar este escrito y no perder en el camino ninguna de sus posibles derivaciones. Volvamos, entonces, a De Gori cuando plantea que la etapa emancipatoria estuvo signada no sólo por “querellas, conflictos y luchas, sino también por lazos de amistad cultivados en ámbitos de sociabilidad política anteriores a la revolución o en el mismo momento en que ésta se estaba desarrollando”. Esta fraternidad de los revolucionarios crea, necesariamente, un “nosotros” separado de los “otros” pero, más sustantivamente, “entra en el lenguaje como respuesta a la interpretación de un tiempo anterior como un mundo plagado de egoísmo, opresiones y desigualdades. Es decir, imágenes de un mundo más cercanas al fratricidio”. Y este “proceso de identificación y consideración como hermanos en un proyecto o en una causa” -causa que recuperaba “las ideas de bien común (…) e interés general sobre lo particular”-,  dejó sus huellas “en diversas cartas y esquelas que publicó el historiador Vicente Fidel López". “Estas cartas perdidas, muchas de ellas firmadas con simples iniciales, develan las maneras en que se desplegaba una trama de afectos y fraternidades. Su recuperación permite conocer esas biografías perdidas, despedazadas por el tiempo, pero a través de las cuales es posible indagar las energías sociales que recorrieron la revolución rioplatense”. Podríamos decir, en principio, dos cosas: que el entramado de la fraternidad política no “ha cesado en los últimos doscientos años”, y que durante el mismo período esa trama tampoco dejó de ser perseguida por la mano fratricida de los sembradores de “ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación”. Como dice Antonia García Castro: entre los objetivos de la feroz represión de los años ´70, “tal vez no haya sido el más anecdótico el que consistió en destruir cierta forma de actuar en conjunto, de sentirse parte de un grupo, de un “nosotros”. Es decir cierta modalidad de la amistad. Por lo cual, también se podría medir los destrozos que provocó la última dictadura militar en la Argentina teniendo en cuenta lo que aconteció de las amistades, no sólo de los amigos”.

Teniendo bien fresquitas estas líneas precedentes, es casi imposible no concluir que cuando la Presidenta afirma que “la Patria es el Otro” estamos en presencia de una revolución de la lengua política argentina que reemplaza el fratricidio por la fraternidad, y lo hace en un marco de creciente justicia social. Al igual que Moreno –y al igual que Néstor-, Cristina está convencida de que la naturaleza nos ha “creado para grandes cosas (y) hemos empezado a obrarlas”. Lo cual supone abandonar la “perpetua obediencia” a los poderes fácticos, y asumir la “mayoría de edad” en el más amplio y abarcativo sentido político del término, entendido como independencia económica y soberanía política. “Sorprendidos de novedad tan extraña”, el buitrismo de afuera y de adentro se empeña en “sostener nuestro abatimiento antiguo como un deber de nuestra condición”. Como dijera Moreno: no ven “muy duradero su virreynato”. Y si, además, esas negociaciones las lleva adelante un ministro solvente, brillante y joven, el viejo país –que tan mal se ha llevado siempre con la juventud y que tantas generaciones sacrificó en el altar de sus privilegios- pone el grito en el cielo.

Con una o con ambas manos en el corazón, tanto propios como extraños reconocen que no hay otra figura política que sea capaz, como lo es Cristina, de producir, sostener y profundizar esta triple revolución del lenguaje comunitario nacional que nos permite adquirir clara conciencia de que somos capaces de emanciparnos porque tenemos ideas propias y la capacidad de llevarlas adelante. Nadie más que la Presidenta habla la lengua de la emancipación, el pensamiento nacional y la responsabilidad de ser dueños de nuestro destino. Y mientras no decidamos quien tomará el timón de este barco para seguir llevándolo a buen puerto, es natural y hasta sano que, de diversos modos, nos manifestemos angustiados. Porque, como dijo el poeta, “la angustia es el precio de ser uno mismo”. Y eso es lo que venimos siendo desde el 2003, y lo que no debemos dejar de ser más nunca: nosotros mismos.

Por Carlos Semorile.

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