Arranca la obra y comienzan los desplazamientos: el
bíblico Abel tiene el aspecto, el desamparo y la tristeza de Oliver Hardy. En
cambio, su hermano Caín parece lo que es, un próspero empresario morronero,
fruto que cultiva tanto como su ética protestante. Protestante en un doble
sentido: por su apego a las escrituras y por sus insufribles quejas. Su
“capitalito”, parcela cercada y en sombras, y su mensura permanente y obsesiva
de todo aquello de lo que es “dueño”, lo han vuelto un hombre rico en
argumentos pero mísero en placeres. A la intemperie, Abelito “hace la diaria”
sin acumulación primitiva pero sin pesares, como no sea el reproche dirigido a
Tatita por haberlos olvidado. Y es impresionante cómo el cuerpo de Claudio Da
Passano refleja estas angustias espirituales de Abel, así como las angustias materiales
de Caín -verdadero padre de la teoría del valor- se posan en la humanidad de
Claudio Martínez Bel.
Un nuevo desplazamiento ocurre cuando, en vez de un
Dios inclemente y etéreo, el que regresa es un Tatita musiquero que, además, es
pura materia. Ninguna vid le es ingrata, anduvo farreando en mil ranchos, y ha
tenido a las flores más bellas del chiniterío. Flor de “guitarrero”, este
macaneador homérico viene desandando caminos y polvaredas inmemoriales para
terciar en la disputa de los hermanos. En Caín se dibuja por primera vez una
sonrisa, tan seguro está de su ofrenda de ajíes y morrones (echado cual ninfa a
los pies de Tatita, enseguida se convierte en perrito faldero). Pero triunfa
Abel y su propuesta de fiesta en el recreo del río: los ojos del Tatita Claudio
Rissi anticipando deleites son una maldición para este Caín apegado a todo lo
que el morrón demanda. Y también lo contradice al hacer la alabanza del cristo criollo,
un “Prometeo de alpargata. Sagrado”. A esta altura, la tragedia es inevitable.
Una vez que ha corrido la sangre, aquel viejo versero
de las escrituras dudosas se transfigura en una cólera soberbia que les
recrimina a los hombres no haber entendido nada: “Yo sólo escribo las músicas,
pelele. Notas para hacer bailar. ¡Pulsos! ¡Latidos! ¿Para qué mierda sirve la
letra? Para distraer del baile. Para ensuciar las notas con acentos mal
puestos. Yo música pura. La música del universo (…). Los pongo a girar el
pericón y me lo paran para decir relaciones. La música es el contenido, cuándo
la van a entender”. Lo comprendemos allí, en el borde mismo del éxtasis y la
maravilla del mejor teatro que hayamos visto alguna vez. Acaso por eso mismo,
recordamos aquellos versos de Buenaventura Luna que dicen: “Yo tengo de la
palabra sentido claro y diverso. A veces se me hace canto porque la entiendo a
la vida como una canción perdida en medio del Universo”. Y esa canción es
“Terrenal”.
Por Carlos Semorile.
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