Era un viejo Renault 12 del ´76, blanquito, que había
reemplazado a otro de la misma marca, modelo y color. Un mediodía, mi viejo se
apareció diciendo que cuando salió de la farmacia se puso a mirar vidrieras y
que, de puro aburrido, se había comprado un auto. Una más de sus mentiras
piadosas: como sabía que ya estaba muy enfermo, se metió en un Plan Rombo y nos
legó (además de todo) un cero kilómetro que pagó el seguro. Una década después,
el R12 estaba bastante baqueteado. Y es que lo manejábamos todos, de la primera
al último, y nos prestó tantos servicios –pese a sus reiterados fallos de
embrague-, que formaba parte de la familia y del grupo de amigos.
Pero “el Renó” entró definitivamente en el cielo de
la mística aquella noche de 1986 en que perseguimos –sí, como en las películas-
al Peugeot 504 que llevaba a Silvio Rodríguez hasta el Hotel Panamericano. Habíamos
salido, como quien dice, “en volandas” de su recital en el Luna, y a alguien se
le ocurrió que no podíamos no intentar acercarnos a Silvio. Lo esperamos sobre
Bouchard, pero no éramos los únicos. Se armó una caravanita que fuimos
sembrando de bocinazos la noche de la calle Sarmiento: en cada semáforo, las
chicas se bajaban y se acercaban a besar a los azorados cubanos. Pero en la esquina
decisiva, los demás siguieron de largo y tuvimos nuestro “Pellegrini”.
Ya en la puerta misma del Panamericano, hubo una leve
vacilación de la seguridad pero fue el propio Silvio el que franqueó el
cerrojo. Lo abrazamos, lo besamos y, sobre todo, una y mil veces le dimos las
gracias. Y mil y una veces él nos agradeció a nosotros, los argentinos locos
felices que llevábamos una banderita de
Chile. Casi al final, su manager nos sacó esta foto con una de aquellas cámaras
de rollo. Estamos todos los que fuimos. Sólo falta “el Renó”.
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