Piense como piense, sea del partido que sea, tenga
religión o no la tenga, usted se halla sometido a un mandato espantoso. No me
mire con esa cara que sabe bien de qué le hablo. Cotidianamente, las grandes
corporaciones mediáticas y los figurones del fragmentado arco opositor le dicen
en cien tonos distintos -que van del ruego al dictamen liso y llano- que usted
no debe amar. “No amarás”, le ordenan, el paso fugitivo de los días que se van
con su carga de alegrías, conquistas y esperanzas, dejándolo al margen de buena
parte de la realidad nacional. Mientras sus compatriotas celebran alcanzar
derechos, usted –que genuinamente podría compartir estas emociones- se empecina
en ver torcido lo que salió derecho. Y fíjese que como sus afectos no encuentran
su cauce natural, terminan desviándose y se le empozan en el alma. Lo mejor suyo
capitula porque, obligado a no amar, como mínimo usted está triste.
Pero ahí no termina la cosa porque, además de triste,
algo en usted se ha resentido y entonces vive enojado y en un estado de
permanente beligerancia. Y mire que algunas gentes que lo quieren bien se lo
han dicho: que no le va mal, que hay buenas perspectivas, que no hay nada que
temer. Que nadie pierde cuando son otros los que ganan terreno. Pero el “no
amarás”, que contraría dos mil años de la mejor cultura cristiana, ha anidado
en sus miedos y lo mantiene sujetado a un odio difícil de explicar. Su falta de
templanza es proporcional a la dicha de tantas argentinas y argentinos. Como
dijera el poeta: “El extremista y el cobarde van convergiendo en su dolor, mientras
el resto con amor trabaja porque se le hace tarde”. ¿Por qué le digo todo esto?
Porque la vida pasa, mi amigo, y usted merece sacudirse esa amargura que le han
fabricado adrede para que no se sume al orgullo y la dignidad de ser argentino.
Por Carlos Semorile.
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