En el día de la música, las redes sociales se
poblaron de canciones que adoramos, melodías de todas las horas de nuestras
vidas. Recordé la “Tonada para dos tristezas”, con sus preguntas que son como
heridas para las que no hay respuestas ni reparos, y también “Guitarrero” en la
versión de Zitarrosa, por aquello de “no te vayas guitarrero, que se me apaga
la luz del alma”. Resultó que una amiga venezolana “no lo tenía” al uruguayo, y
entonces meta hacerle conocer algunas cosas suyas. Así fue como me enganché con
un concierto de Zitarrosa en Canal 7, cuando la Argentina había recuperado la
democracia y en Uruguay faltaba poco, pero faltaba aún. Las tribunas llenas de
banderas y vibrantes de cánticos, eufóricas con las letras de don Alfredo, oyéndolo
como en misa a él y a su formidable conjunto de guitarras. Y al final,
rompiendo las estúpidas reglas de la tele, todita la gente abrazando y besando a
su cantor.
No era habitual verlo así a Zitarrosa, quien tenía
una estampa recia de criollo curtido y hombre poco dado a las
exteriorizaciones. Hace treinta años fuimos a un recital suyo en Piriápolis, en
un humilde club de barrio repleto de orientales y de turistas deseosos de escucharlo.
Poco después de la hora anunciada, ya estaba sobre el tablado, atildado y
dispuesto a comenzar. Pero sucedió que un fotógrafo -de los antes- se puso a
hacerle fotos, y a un flashazo le seguía otro y así hasta que Zitarrosa le dijo
que ya había hecho su trabajo y que ahora le rogaba -en un tono que nada tenía de
ruego- que lo dejara hacer el suyo. Esa fue la primera lección de la noche. La
segunda fue cuando mandó parar a sus guitarristas porque habían comenzado un
tema en falso. Cuando arrancaron de nuevo, lo hicieron a tempo y ahí sí le puso voz a sus versos. Sólo él había notado el
fallo, pero su oficio era la cosa más seria del mundo.
La misma actitud puede verse en el video de aquel
recital en el canal público, cuando en reiteradas ocasiones pide que le mejoren
el sonido a sus guitarreros. O cuando presenta a sus músicos, dos uruguayos,
dos argentinos, cuatro guitarras “unplugged” sonando como orquestas
celestiales. O el modo en que iba presentando sus canciones, sin grandes
aspavientos ni soporíferas “introducciones” porque, al fin y al cabo, esos
maravillosos temas se defendían solos. En fin…, la verdad es que se lo extraña
a Zitarrosa. Ya no se hacen cantores así, con esa precisión y ese temple para
ponerle el cuerpo a emociones tan privadas y a la vez tan de todos. “Un cantor
nacional”, diríamos de este lado del charco, un tipo capaz de cantar una
milonga, un tango o una zamba. Músicas del pueblo que el pueblo lleva en su
prodigioso corazón, y por eso abrazar al cantor es como abrazar nada menos que
a la esperanza.
Por
Carlos Semorile.
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