Algunas compañeras ya lo andan anunciando en las
redes sociales. Hay otras y otros que van a esperar a que Cristina termine su
discurso del martes para confesar a viva voz lo mucho que se emocionaron. Y
como todo es posible, habrá inclusive algunos pocos que no se lo digan ni a su
sombra. Pero lo cierto es que hemos vivido, y aspiramos a seguir viviendo, años
de lágrimas y reparaciones. Entre las reparaciones y las lágrimas se cruzan de
mil modos lo social y lo íntimo, lo personal y lo comunitario, los dolores que
nos atravesaron de tantas maneras y el desahogo que apareció ante tantas
situaciones reparatorias en lo económico y en lo social, pero también en lo
cultural y en lo simbólico. Llorar, a esta altura de la década ganada, ha
dejado de ser un mero acto individual. Porque, aún cuando sea cierto que a cada
quien su pañuelo, ya vamos sumando un mar de lágrimas dichosas y llantos
reparadores.
“Estar
en el mundo, es estar emocionados”, suele decir el Tata Cedrón, y es una verdad
grande como una casa. Sólo que vivimos muchos, demasiados años en que las
únicas emociones que nos daba la clase política eran la bronca, la rabia y la
ira. Décadas en que llorábamos de dolor, angustia e impotencia. Quien lo
olvida, traiciona sus emociones y pierde una parte crucial de su “estar en el
mundo”. De estar “en esta tierra, en este instante”, de alegrarse de que la
reparaciones vayan llegando a cada casa, a cada hermano, un día sí y otro también.
Usted no puede, y nadie puede darse el lujo de tener el lagrimal seco cuando
tantos ojos se humedecen al paso machacante de las reparaciones. Y si le agarran
dudas –o peor: si se las siembran-, tenga presente los versos de Buenaventura
Luna: “Quien de amores no se asiste, vive siempre resentido: desconfiá del
aburrido, del mentiroso y del triste”.
Por Carlos Semorile.
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