domingo, 27 de julio de 2014

Los dilemas de “Guayaquil, una historia de amor”



Anoche fuimos al Teatro del Pueblo a ver “Guayaquil, una historia de amor”, obra que aborda ficcionalmente el controvertido cruce entre los dos líderes de la emancipación suramericana. La puesta cuenta con excelentes trabajos de quienes interpretan a San Martín y Bolívar, a sus respectivos edecanes, a sus amantes Manuela Sáenz y Rosa Campusano, y a un escritor francés que años más tarde trata de develar el misterio sobre la famosa “entrevista”.

Como espectáculo teatral, “Guayaquil…” es impecable y se sostiene, firmemente, en las actuaciones de su elenco: pese a una escenografía que se pasa de rigurosa hasta rozar la aridez, y a una iluminación algo estática que no termina de acompañar los muy buenos climas de las escenas, uno “ve” a los dos próceres vivos allí sobre el escenario. Esto sólo, en sí mismo, es ya un mérito enorme si se tiene en cuenta que sus espectadores hemos sido formados en el culto a sus estatuas, y no en el estudio de sus ideas y pensamientos.

Planteado como el duelo entre dos consumados esgrimistas de las palabras y los hechos, el futuro encuentro es minuciosamente calculado como una jugada maestra en la que participan cuatro inteligencias exquisitas: las de ambos Libertadores, y las de Manuela y Rosa, que en nada le van a la zaga. Está a punto de decidirse el destino de la América, y dos de sus más grandes hombres conjeturan, piensan y se desesperan por hallar una estrategia adecuada que los sitúe un escalón por encima del otro. Para lograrlo, se valen de artimañas, desaires, y pliegos que deben ser leídos a contraluz de los elogios que emanan de ellos. Todavía más: pretenden que ambas damas (las cuales juegan sus propias cartas) los pongan “en autos” acerca de la próxima movida del otro. ¿Acaso no es esto la política: un ramillete de opciones que el estadista baraja en beneficio, no necesariamente del bien común, sino de sí mismo, de sus ansias de laureles, de su pequeño y efímero egocentrismo?

Tal vez sea así, y aún las figuras más altruistas lleven adheridas a sus personas un “resto” de ambiciones y de apegos narcisistas. Pero, ¿qué sucede si gran parte del planteo dramático pasa por retratar a un Bolívar en incesante afán por conquistar la gloria y, como contrapartida, se nos presenta a un San Martín casi deseoso de renunciar a la misma aunque, claro, con el mayor decoro posible? Lo que sucede, a nuestro entender, es que este “trazo grueso” de la dramaturgia se lleva puestas las diferencias y los matices que efectivamente pudieron existir entre dos caracteres diversos y complejos. Y, entonces, volvemos a encontrarnos frente a una historia conocida: la del falsario Mitre que ya había pintado justamente este mismo cuadro de un San Martín “desprendido” hasta el ascetismo y un Bolívar petulante y vanidoso.

Y esto, aunque suene excesivo, nos devuelve al conocido desamparado de no poder creer ni en la política, ni en sus mentores, ni mucho menos nos permite contar con líderes que, desde el fondo de la Historia, iluminen nuestros pasos presentes y futuros. Es una orfandad que pesa como un sino maldito sobre los pueblos americanos: no podemos tener símbolos que valgan la pena, que aún siendo hombres de carne y hueso (en el más contradictorio sentido de la trillada frase) sigan siendo arquetipos de una fraternidad posible y necesaria. Nos negamos a aceptar semejante hurto, y seguimos a la espera de “una historia de amor” que, amén de los furtivos devaneos de alcoba, sea la del encuentro de los pueblos con el legado de sus hombres más valiosos.

Por Carlos Semorile.

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